¿Desde noviembre de mil novecientos noventa y dos hasta junio de mil novecientos noventa y tres? Estábamos en marzo del noventa y uno.
Eché la cuenta de la vieja y llegué en un pispás a la risueña conclusión, quizá meramente volitiva (pero querer es poder), de que los cálculos salían: seis o siete meses de viaje-o menos, si las cosas no se ponían excesivamente duras-, tres o cuatro para aclarar y cuadrar las ideas, otro tanto para escribir el libro y luego, por último el tiempo que el editor tardara en publicarlo y comercializarlo. Sí, era posible -matemática y cronológicamente posible-que Ezequiel estuviese en lo cierto. Y si fuera así…
No se me disparó la adrenalina ni demostré mi júbilo con una zapateta floreada. La vida me había puesto ya muchas picas en todo lo alto y no estaba el horno para esos bollos. Me limité a recordar lo que tres días antes le había dicho al embajador plenipotenciario del editor a propósito de mi desgana, de mis temores, de mi escepticismo, del horror que me inspiraba la posibilidad de apuntarme otro éxito literario y de regresar a la cresta de la ola-nadie la confunda con el filo de la navaja de Shiva-expuesto sobre ella a la intemperie para que los tiburones, las pirañas y las gaviotas me devorasen.
Y temblé.
Pero también era verdad, qué diantre, aquello tan socorrido de que a nadie-ni siquiera a Simeón el Estilita-le amarga un dulce de elaboración casera. Mi postura seguía siendo ambigua a pesar de que estaba escaldado. Muy escaldado, pero sabido es que las criaturas racionales rara vez escarmientan. Tuve que admitirlo así por más que la evidencia me doliese. Una cosa era huir, como los derviches, de la prosperidad-que nunca había buscado-y otra muy distinta prescindir de las pequeñas miserias y consolaciones de la vida cotidiana. Pensé, de hecho, en los críticos a sueldo del Sistema que se morderían los puños de rabia (como lo harían todos mis enemigos, que por suerte eran muchos), y en Kandahar, y en mi madre, y en mi chica, y en Herminio, y en Ezequiel, y en Fernando, que exultarían.
La revancha es el mayor placer de los tarados, de los resentidos, de quienes no están seguros de lo que dicen ni de lo que hacen. Lo sabía y volví a tomar buena nota de ello, pero no me sirvió de nada. ¿Dónde habían ido a parar, me pregunté, las enseñanzas del If de Kipling? Si sabes arrostrar el fracaso y el triunfo / tratando de igual modo a esos dos impostores…
No, no me había convertido en un santo. Mi proceso de canonización no empezaría nunca.
Releí, aguijoneado por la libido (en el peor sentido de la palabra), el texto de Ezequiel.
¿Sería, como quizá lo era el dictamen del tarot una señal de las alturas o, por el contrario, una astuta añagaza del Maligno?
Me devané los sesos, me retorcí las manos, me torturé la conciencia. Nunca pareces contento del todo, me había dicho en cierta ocasión mi chica. Y era verdad.
– Pero -contesté yo- ¿se puede estar contento del todo mientras vivamos aquí, en el mundo de abajo, prisioneros de la densidad de la materia?
Frases así, que resultaban escandalosas en el contexto de una sociedad y de una filosofía de la existencia -la de los hombrecitos occidentales del siglo veinte- volcadas hacia la urgente satisfacción de todos los deseos, por estúpidos y triviales que fueran, me habían granjeado la absurda aureola de santidad e incluso de santurronería que para bien o para mal me rodeaba y que al principio, lo confieso, me divirtió, pero que ya empezaba a irritarme y a marearme.
La solución a mi dilema, como siempre, estaba en la Baghavad Gita. Haz las cosas por sí mismas, dice ésta, no por sus beneficios. Y también: nuestra es la acción, pero no el fruto de la acción. Y aun: el mundo está aprisionado por su propia actividad, salvo cuando los actos se cumplen como culto de Dios. Debes, pues, realizar sacramentalmente cada uno de tus actos y quedar libre de todo apego a los resultados.
¡Uf!, exclamé para mis adentros sin dejar de machacarme las meninges. Pensarlo y decirlo no era, ciertamente, fácil, pero mucho más difícil resultaba obrar en consecuencia.
No podía llamar a Ezequiel para preguntarle como había hecho con Herminio en lo tocante al tarot, si debía o no tomarme en serio lo que las chismosas de las estrellas, sin mi consentimiento, le habían contado. Y no podía hacerlo, me pusiera como me pusiese, por la sencilla razón de que en el nido de águila del astrólogo no había teléfono ni, afortunadamente, cabría instalarlo nunca. Ezequiel era un sabio.
Así las cosas, y ante la imposibilidad de salir de dudas, opté por colocar otra vez el horóscopo debajo de la cruz cátara y junto a la rosa amarilla de Giambattista Marino, apagué la luz del cubil, salí de él, me cepillé los dientes, recorrí a tientas- y con miedo. Era algo, superior a mí que me venía de la infancia-el largo y crujiente pasillo de la casa, me refugié en mi dormitorio, preparé un par de canutos bien cargados, los fumé mientras soñaba despierto con leones marinos-como el viejo del mar y de Hemingway-y me hundí en un estado de duermevela pegajosa, oleaginosa y algodonosa que en nada o en muy poco contribuyó a mitigar el dolor de las llagas de mi atribulado espíritu.
Alrededor de seis horas más tarde -pronto darían las siete de la mañana en el reloj del péndulo del comedor-me desperté como me había acostado: con un nudo en la garganta, con un bulto en el estómago, con un cuchillo en la ingle.
Era jueves: el primer jueves, y el primer día de la primavera. Seguía lloviendo. Y, en lo tocante a mi vapuleada persona, lo hacía sobre mojado.
No quise ver a nadie. Me encerré en el despacho, me instalé a ras del suelo sobre el diván moruno, puse en el tocadiscos música de sitar [17]-una raga [18]detrás de otra-, cargué de incienso la atmósfera, abusé del hachís jurándome con cada buche de humo que me iba a apartar de él y pasé la mayor parte del día revisando viejos papeles sobre mi búsqueda de Jesús de Galilea, repasando los evangelios, garabateando notas, ordenando ideas, hojeando libros polvorientos (casi todos eran vetustas ediciones del siglo pasado), releyendo con ímpetu de lectura nueva el Cuaderno de apuntes tomados en los cielos e infiernos que conozco, de mi inefable hermanito de horóscopo Sánchez Dragó, y escribiendo las primeras páginas de este verídico relato.
A media tarde di de mano, como dicen en Soria. Aunque llevaba tres días de incierta y dramática lucha con el ángel y el demonio, seguía sintiéndome incapaz de salir sin ayuda de la tupida maraña en la que estaba metido. De modo que decidí pedir árnica otra vez a quien desde el más allá (o desde el fondo de mi inconsciente) pudiese dármela y dispuse sobre la mesa, en buen orden y concierto, todos los cachivaches necesarios para consultar el I Ching o Libro de las Mutaciones. No conocía (ni, probablemente, conoceré nunca) un instrumento más adecuado que éste para escapar a la férrea trampa del dualismo que desde la noche de los tiempos caracteriza y condiciona la llamada vía antiquiaristotélica y escolástica… Platón se salva por los pelos-del pensamiento occidental.
Conté cuidadosamente los tallos de milenrama-no me gustaba el procedimiento de las tres monedas por considerarlo antiestético, minorativo, perezoso, utilitario y vagamente sacrílego-y corroboré que eran cincuenta. Aparté uno, separé los que quedaban en dos montones desiguales, cogí un tallo del montón de la derecha, lo coloqué entre el dedo anular y el meñique de la mano izquierda, agarré con esta misma mano el montón izquierdo, lo dividí con la derecha en haces de cuatro tallos, descarté…
El método canónico era fascinante, pero laborioso. Un verdadero galimatías que hubiese puesto a prueba la paciencia de Job y que resultaba eso sí, altamente eficaz en lo tocante a la correcta interpretación del oráculo, porque el cerebro y la sensibilidad del sacerdote que oficiaba el rito -yo, en este caso- se convertían poco a poco y tallo a tallo, en una superficie de cera virgen en una esponja seca y sedienta, en un desierto de arena jamás hollada por el pie del hombre en una página en blanco para que anidaran en ella las voces del libro y las que en sordina brotaban del subconsciente del postulante. El sacerdote era sólo un intermediario, una especie de correa de transmisión.
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