¿Trenzó acaso Cervantes la urdimbre del Quijote -o Virgilio la de la Eneida, o Montaigne la de sus Ensayos, o Dante la de la Divina Comedia- con el hilo de la maldad, con el huso de la perversión o con la rueca de los bajos instintos?
Estaba a punto de despedirme y de colgar dando por terminada la conversación hasta que ese mismo día nos reuniéramos en el restaurante, cuando llegó a mis oídos (y me apeó de las nubes) la voz de mi madre que decía: -Dioni…
– ¿Sí? -pregunté tanteando otra vez el terreno.
Pero mi temor era infundado. Ya no había casus belli.
– Recuerda -dijo- que Jesús fue amor y que el amor es la belleza. No existe otra verdad.
Guíate por ella y procura escribir un libro en el que Jesús sea cristiano -entrecomilló la palabra-y, por lo tanto, ecuménico de verdad. Basta de catolicismo.
¿Y me lo decía ella, que era casi de comunión diaria y que estaba a partir un piñón con los franciscanos de la esquina de su calle? Algo muy similar había sostenido yo durante mi encontronazo con Jaime.
Anoté la lección, que lo era de libertad, de ecuanimidad y de magnanimidad, y pensé -a propósito de lo que me había dicho al sesgo como quien no quiere la cosa, sobre la Verdad el Amor y la Belleza- que Platón, Schelling y Keats hablaban por su boca, aunque era poco probable que ella lo supiese.
Mi madre, por lo demás, parecía dar por hecho que mi decisión estaba ya irreversiblemente tomada sub rosa, para bien o para mal, y que la columna de humo que salía de mi chimenea -habemus papam-era tan afirmativa, tan inquebrantable y tan blanca como a los ochenta y tres años seguía siéndolo su espíritu.
O sea: se había resignado y estaba dispuesta, dentro de ciertos límites, a colaborar conmigo y a facilitarme la tarea.
Eso, por una parte.
Por otra, sin embargo, parecía reticente y no ocultaba su escepticismo hacia un proyecto del que, a su juicio, no podía derivarse nada bueno para mi persona ni para el mundo. Sólo ella, de hecho, y absolutamente nadie más, había intentado disuadirme de mis titubeantes propósitos y convencerme de que la tentativa de escribir el libro número doscientos mil uno sobre Jesús de Nazaret (o de donde rayos fuese), era, sencillamente, una locura.
Pero al mismo tiempo, y por encima de cualquier otra consideración optimista o pesimista, de todo aquel palique y floreo telefónico sólo seguía repiqueteando con fuerza en mis oídos -y me impresionaba, y me importaba, y también, ay, me importunaba- el clarísimo mensaje inscrito en el sueño que aquella mañana la había empujado desaladamente a telefonearme y a despertarme.
Si lo que en él había visto y sentido-nítidamente dibujado sobre la pantalla de la inconsciencia (o, quizá, superconsciencia) onírica- no era un fiat caído del cielo, un nihil obstat otorgado por las alturas, una patente de corso extendida por las autoridades aduaneras del más allá, un disparo de salida en la línea de arranque de mi alocada carrera de obstáculos hacia Jerusalén, ¿qué 96 diantre era? ¿Una simple casualidad, que no causalidad?
Demasiado retorcido para ser cierto. Carambolas así no existen ni en las novelas.
¿Podía desatender esa llamada?
Dejé la pregunta en el aire.
La voz de la autora de mis días, lejanísima llegó otra vez hasta el auricular, que seguía indolentemente apoyado en mi oreja.
– Un beso, hijo -oí, a duras penas, que decía.
Y colgó.
El sábado-seguía luciendo el sol, correteando la primavera bajo la piel de los adolescentes y soplando desde el Guadarrama un airecillo serrano y zumbón que alborotaba la ropa de las mujeres y despabilaba los malos pensamientos de los hombres-cogí en volandas a mis tres hijos, los embutí quieras que no en el puñetero Mercedes de color gris metalizado (que pesaba sobre mis hombros de jipi venido a menos como debían de pesar los cilicios, las cadenas y los capirotes morados en la cintura, en los tobillos, en las cervicales y en la conciencia de los disciplinantes de las procesiones de Semana Santa) y me los llevé a comer cochinillo asado a Segovia, a pasear por los barbechos y trigales de Castilla, y a dormir en una vieja casa rural habilitada para acoger a huéspedes bucólicos, andariegos y extravagantes en un pedregoso villorrio del término de Sotosalbos. Las chicas, como de costumbre, no pusieron pegas y Bruno, que casi siempre hacía rancho aparte, accedió por una vez a integrarse en la comitiva sin demasiadas protestas ni aspavientos.
La expedición prolongó sus trabajos y sus días hasta el domingo por la noche. Fueron dos jornadas memorables y, a pesar de la sombra del Galileo (que flotaba permanentemente sobre mí con el dedo índice engarabitado, como si quisiera arrastrarme hasta no sé qué huerto, quizás el de Getsemaní), casi perfectas. Llevaba yo mucho tiempo sin sentirme tan a gusto dentro de mis zapatos, tan bien avenido con mi conciencia, tan armónicamente instalado en las bajuras del microcosmos. El clima no se encabritó pese a lo veleidoso e incierto de la fecha. El cochinillo estaba en su punto, crujiente, sabroso y rezumante de colesterol. Los caldos de la zona vitivinícola de Rueda pusieron cordialidad, color, calor y entusiasmo en las mejillas y en los corazones. El paisaje rojizo y amarillento de Castilla nos ensanchó el alma, con todas sus potencias y atributos a los cuatro-sin excluir a Devi, que no echó de menos la televisión ni los videojuegos de marcianitos comilones ni la compañía roquera y jaranera de sus amigas-y los arreboles del lentísimo crepúsculo que se abatió, borrándola, sobre la llanura de pan llevar nos transportaron a secretas regiones del espíritu en las que no cabía la incredulidad ni la dualidad ni la maldad. Dormimos a pierna suelta no sin embaularnos antes una copiosa cena vegetariana-convenía neutralizar los excesos del almuerzo con brócolis, alcachofas, ajos, verdolaga, arroz integral, frutos secos y mucho aceite de oliva-y el domingo, de buena mañana, alquilamos después de desayunar como reyes de taifa una reata de mulas viejas y recorrimos a horcajadas de sus espinazos un desfiladero lleno de oquedades y espeluncas en cuyas paredes brotaban como si fueran líquenes y setas imágenes confusas y confusos latinajos de carácter místico y erótico. Y, para colmo y copete de tanta bienaventuranza, el regreso a Madrid en la tarde del domingo por una abominable autopista teóricamente llena de palurdos con utilitario y minicámara de vídeo y de yupis al volante de sus bólidos no resultó tan duro como pensábamos.
Por todo lo cual, y por lo que perezosamente me dejo en el tintero, Bruno, Kandahar, Devi y yo volvimos a casa mucho más unidos, relajados y risueños de lo que lo estábamos en el momento de salir.
Me reconcilié -falta me hacía- con mi familia y alabé en mi fuero interno la sabiduría demostrada poco antes de morir por el cineasta John Huston cuando dijo que, si le permitieran volver a empezar, rectificaría cuatro errores -sólo cuatro-de los muchos sistemáticamente cometidos a lo largo de su barroca y asendereada existencia. A saber: bebería vino y no licores, no se gastaría el dinero antes de ganarlo, pasaría mucho más tiempo con sus hijos y…
Francamente: la cuarta enmienda a la totalidad se me ha olvidado. La vida es así, la arterioesclerosis avanza y los roedores de Alzheimer mordisquean ya los lóbulos de mi cerebro.
– Bueno, pues yo también -me dije-. Yo también voy a pasar a partir de ahora mucho más tiempo con mis hijos. Pero antes, eso sí tengo que resolver el contencioso que me traigo con Jesús.
Y me fui a la piltra más contento que unas pascuas celebradas con torrijas, zurracapote, licor de arándanos y bizcochos de soletilla.
Pero antes pasé por mi guarida de escritor alobadado, cogí el I Ching y me lo llevé al dormitorio. Quería revisar su sexagésimo cuarto hexagrama prestando especial atención a la lectura del texto de cada línea y al movimiento inscrito en éstas. Es ahí, concretamente, donde con más claridad se pone de manifiesto el sentido de la mutación que se avecina.
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