Andrea Camilleri - El Traje Gris

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A lo largo de su brillante carrera profesional al frente de una entidad bancaria siciliana, donde ha demostrado su habilidad para resolver las complejidades financieras en un entorno minado por la mafia, Febo Germosino, el protagonista de esta novela, ha recibido tres cartas anónimas. Ahora, en la primera mañana de su vida de jubilado, las despliega cuidadosamente junto a una caja de cerillas.Una de ellas, recibida unos años atrás, contiene insinuaciones sobre la supuesta infidelidad de su esposa, la joven viuda con la que se casó hace una década. Elegantísima, enigmática, Adele es una espléndida e irresistible femme fatale, como una réplica de las divas americanas del cine en blanco y negro. Dotada de una sensualidad desinhibida que contrasta con el esmero con el que guarda las apariencias burguesas, Adele ha demostrado ser una esposa entregada a su marido, sólo que, en determinadas ocasiones, viste un viejo traje de chaqueta gris, de una impecable sobriedad, un traje que adquirirá un inquietante simbolismo, cuyo significado convendría no haber desentrañado nunca.Una vez más, Andrea Camilleri consigue sorprendernos con una muestra de su fecundidad y maestría literaria. En esta breve e intensa novela de misterio psicológico -que el autor ha descrito como «una historia conyugal»-, el matrimonio es el escenario de la dimensión cotidiana de la tragedia, a un tiempo último reducto del deseo y de la fantasía, y espejo de una sociedad hondamente corrupta.«Un hermoso texto, corto y grave, sobre el envejecimiento, la hipocresía y la humillación, un precio terrible por aspirar a un poco de la ilusión del amor.» Le Temps«Dura, irónica y conmovedora, E! traje gris cautiva como una pequeña fábula siciliana, tierna y amarga, que perdurará largamente en la mente del lector.»

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***

¿Cómo es posible que no se diera cuenta de la señal? A lo mejor tenía la cabeza demasiado ocupada, pensando en la conversación con Ardizzone y, sobre todo, en la inútil parada en el motel. El caso es que el coche que venía por la derecha y que lo alcanzó de lleno tenía toda la razón de su parte. -Pero ¡¿qué cono le pasa?! ¿Conducía dormido o qué? -le espetó el distinguido cuarentón que iba al volante, bajando enfurecido de su reluciente y lujoso coche. La chica no menos elegante y reluciente que lo acompañaba bajó también y se puso a examinar los daños. Después lo miró con una sonrisa impertinente que significaba que, en su opinión, él ya no estaba para conducir: demasiado viejo, mejor que condujera una silla de ruedas. A su alrededor se estaba creando un ansioso concierto de cláxones, tocados con desesperación por personas irritadas por la repentina interferencia en el tráfico. Por si fuera poco, él se había llevado un buen susto con el choque. Bajó del coche con las piernas como un flan. -¡Usted no ha respetado el stop! ¡Y menos mal que yo circulaba despacio! -exclamó el cuarentón, hecho un basilisco. -Tiene usted toda la razón -admitió él en tono sumiso. -¿Tiene seguro? -Claro. Intercambiaron los datos y las tarjetas de visita. La puerta posterior del vehículo no se podía abrir, estaba hundida. Volvió a ponerse en marcha con las manos temblando. Jamás había sufrido el menor accidente de tráfico. En la compañía de seguros se sorprenderían. En cambio, a Adele los accidentes le ocurrían a menudo. Claro que tenía un planchista de confianza. Le preguntaría adonde llevar el coche.

Llegó a casa un poco cansado. Fue al cuarto de baño y experimentó un suplicio peor que el de otras veces. En resumidas cuentas, su segunda jornada de jubilado había sido de lo más complicada. Lo mejor era tumbarse un poco en la cama.

Llamada con los nudillos a la puerta. -La cena está servida, señor. Se había quedado dormido. Antes de bajar se lavó con abundante agua, pero la ligera sensación de embotamiento no disminuyó. Primero el mareo y después el accidente: dos sobresaltos en el mismo día eran decididamente demasiados para un hombre entrado en años. Encontró a Adele esperándolo sentada. Le dijo que Daniele había salido a cenar con unos amigos, pero enseguida notó que algo no marchaba bien. -Estás muy pálido. ¿Te encuentras mal? ¿Has discutido con Ardizzone? -He tenido un accidente. -¿Tú? -exclamó. Y de repente ansiosa-: ¿Te has hecho daño? -Solícita y sinceramente preocupada. no, pero el coche sí. -El coche no importa. Ya se encargará mi planchista. -Eso precisamente quería pedirte. Pero la verdad es que no podía tragarse la sopa. -¿No te la tomas? A mediodía tampoco has comido. -Esta noche estoy un poco alterado. -Por lo menos cómete la fruta. Te la pelo yo. -De acuerdo. -¿Qué tal con el viejo Ardizzone? -He aceptado. Ancha sonrisa. -No sabes cuánto me alegro. -¿Por qué? -Cariño mío, acostumbrado como estás a trabajar, te volverías loco si te quedaras todo el día en casa sin hacer nada. «Tú también te volverías loca teniéndome todo el día en casa -pensó él-. Y Daniele no lo soportaría.» -Mejor así para todos. -¿Qué dan esta noche en la tele? -Una película antigua que promete bastante. Una aventura romántica; verás como a ti también te gusta.

A las ocho y media de la mañana siguiente llamó a un taxi para ir al laboratorio Gerratana, donde entregó el recipiente a una chica en bata blanca y le repitió lo que le había pedido Caruana. -Para el análisis de sangre tendrá que aguardar unos diez minutos en la sala de espera. Ya lo llamarán. -¿Cuándo podré recoger los resultados? -Esta tarde a partir de las cinco y media. Eran rápidos, desde luego. A las diez en punto ya estaba en las oficinas ultramodernas del Grupo Ardizzone. La secretaria lo hizo pasar a un saloncito cuyos muebles parecían sacados directamente de una de las revistas de decoración que Adele compraba de vez en cuando. -El dottore lo atenderá enseguida. En las paredes colgaban cuadros abstractos de vivos colores; quizá los habían comprado junto con los muebles. -Puede pasar. En cuanto lo vio entrar, Mario Ardizzone se levantó, fue a su encuentro con una sonrisa y le tendió la mano. -¡Bienvenido! ¡Sea usted bienvenido de todo corazón! -Gracias. Y viendo el entusiasmo del joven, se dejó abrazar y dar manotazos en la espalda. El despacho era un poquito menos espacioso que una plaza de armas y causaba cierta impresión. Esa era precisamente su finalidad. Un televisor, dos ordenadores, tres teléfonos de colores distintos, mueble bar, una enorme mesa ovalada con diez sillas alrededor, un mueblecito con una máquina expendedora de café, un sofá y dos butacas de lujo en un rincón. Y cuadros grandísimos, intercambiables con los del saloncito. -¿Le apetece tomar algo? -No, gracias. -Puede fumar si quiere. -No fumo. -Entonces, vamos a establecer las condiciones. ¿Le parece bien? -Muy bien. Se pasaron dos horas hablando. Ardizzone había ordenado a su secretaria que no lo molestara por ningún motivo. Acerca de las condiciones estuvieron enseguida de acuerdo. La única resistencia con que tropezó fue cuando propuso el contrato de un año, pues Mario quería que fuera de tres, pero al final se salió con la suya. A continuación Mario le informó que la víspera, tras enterarse por su padre de su aceptación, había dado una respuesta afirmativa a los de la Fides. Por consiguiente, el paso ya estaba dado y no era posible echarse atrás. Si aquello ocurriera, se correrían graves riesgos. -Como máximo, podrían ponernos un pleito por incumplimiento de contrato -objetó él. -Todavía no hay ningún contrato. -Mejor. -Eso lo dice usted -repuso Mario-. Yo di mi palabra de que el negocio se hacía. -¿A Torricella? -No. Pero sepa que Torricella, desde las cinco de la tarde de ayer, ya no tiene nada que ver con la Fides. ¿Está claro? -En cuanto a la Prontocontanti, en cambio, no había problemas-. Ahora le digo cómo veo la cosa. El joven veía a lo grande. Quizá demasiado. Y él se lo dijo con toda claridad. Pero Mario no se dejó convencer. Cada cual a lo suyo. Al final, le entregó dos abultadas carpetas que contenían los expedientes relacionados con el estado vigente de las dos sociedades financieras; quería que los examinara y le diera su opinión, indispensable para proceder a la adquisición definitiva. -Puede empezar mañana. Venga cuando quiera. He puesto a su disposición un despacho situado a tres puertas del mío. Podrá servirse de mi secretaria. Se lo enseño, y si no le va bien, dígamelo. La estancia le gustó. Los muebles eran soportablemente modernos y no había cuadros en las paredes. No cabía duda de que Mario era un joven experto, capaz de comprender a cualquier hombre con quien tuviera que tratar. -¿Le gusta? ¿Sí? Trabajará aquí de manera transitoria, pues, cuando se haga la fusión, tendrá su despacho definitivo en la nueva sede de la sociedad financiera. Por cierto, habrá que buscarle un nombre que transmita confianza. Ninguna referencia a lo que él había discutido con su padre. Era francamente experto. Tardó casi una hora en regresar a casa en taxi. El tráfico era tan denso que en determinado momento sintió la tentación de bajar y hacer el trayecto a pie. Pero estaba demasiado cansado, no lo habría conseguido. El taxista se pasó el rato soltando reniegos. -Su secretaria ha llamado dos veces desde el banco. Dice que la llame inmediatamente. La comida está lista. -¿Está mi mujer? -Sí. -Dígale a la señora que empiece sin mí. Voy enseguida. Fue al estudio y marcó el número directo que hasta hacía tres días era el suyo. Su ex secretaria contestó enseguida. - Dottore, hay correspondencia para usted. ¿Qué hago? -¿Son cartas a mi nombre? -Tres sí. Una de la cooperativa agrícola Mon-tagnella, una del Banco de Roma y una del Banco de Italia. -Páseselas a Verdini. -Muy bien. También hay una personal. -Ábrala. Un minuto después volvió a oír la voz de su ex secretaria, sorprendida. - Dottore, sólo hay una fotografía. -¿Qué representa? -Una pareja joven. Ella está visiblemente embarazada. -Mire el sello del franqueo, dígame de dónde viene. -De Londres. -¿Hay algo escrito? -No. -Métala en otro sobre y envíemela. Su hijo. ¿Lo estaría cambiando la inminente paternidad? De todos modos, la fotografía se la había enviado al banco, no a casa. Para que no la viera Adele. Inesperadamente y sin motivo, se le hizo un nudo en la garganta.

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