Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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Se la sacó del bolsillo y se la entregó. Montalbano la abrió.

Distinguido señor comisario, la persona que usted sabe, mi cliente y amigo, había manifestado su intención de escribirle una carta para ofrecerle el testimonio de su más rendida admiración. Después cambió de parecer y me rogó que le dijera que lo llamará. Acepte, señor comisario, mis más cordiales saludos.

Suyo,

Guttadauro

La rompió en trocitos y entró en el despacho de Augello. Mimì estaba sentado al escritorio.

– Estoy escribiendo el informe.

– Mándalo al carajo -dijo Montalbano.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, alarmado, Mimì-. Tienes una cara que no me convence.

– ¿Me has traído la novela?

– ¿La de Sanfilippo? Sí.

Señaló un sobre que había encima del escritorio. El comisario lo cogió y se lo colocó bajo el brazo.

– Pero ¿qué te ocurre? -insistió en preguntar Augello.

El comisario no contestó.

– Yo regreso a Marinella. No me llaméis. Volveré a la comisaría hacia la medianoche. Y os quiero a todos aquí.

Diecisiete

En cuanto salió de la comisaría, todo el deseo que tenía de correr a encerrarse en Marinella para ponerse a leer le pasó de golpe, tal como a veces hace el viento, que en determinado momento arranca los árboles de cuajo y, al siguiente, desaparece como si jamás hubiera existido. Subió al coche y se dirigió al puerto. Al llegar allí, se detuvo y bajó con el sobre. La verdad era que le faltaba valor, temía encontrar en las palabras de Nenè Sanfilippo la confirmación de la idea que le había pasado por la cabeza después de que Ingrid se fuera. Llegó paseando sin darse cuenta al pie del faro y se sentó en la roca plana. A lo mejor, era el olor del musgo, la pelusilla verde que hay en la parte inferior de las rocas, la que está en contacto con el agua del mar. Consultó el reloj: aún le quedaba una hora larga de luz y, de haber querido, hubiera podido empezar a leer allí mismo. Pero aún no se sentía con ánimos, le faltaba valor. ¿Y si, al final, el escrito de Sanfilippo resultara ser una solemne chorrada, la fantasía estreñida de un aficionado que pretende escribir una novela sólo porque en la escuela primaria le habían enseñado a hacer palotes? Que ahora, entre otras cosas, ya no enseñaban a hacer. Y eso era otra señal de que él ya tenía sus buenos añitos. Pero sostener en la mano aquellas páginas sin tomar una decisión en uno u otro sentido, le producía una sensación de angustia, una especie de escozor en la piel. Quizá sería mejor que se fuera a Marinella y se pusiera a leer en la galería. Allí también podría respirar el aire del mar.

Comprendió al primer vistazo que Nenè Sanfilippo, para ocultar lo que realmente tenía que decir, había recurrido al mismo sistema utilizado para la filmación de Vanja desnuda. Allí la cinta empezaba después de unos veinte minutos de La huida; aquí, en cambio, las primeras páginas habían sido copiadas de una célebre novela: Yo, robot de Asimov.

Montalbano tardó dos horas en leerla por entero y, a medida que se acercaba al final e iba comprendiendo cada vez con más claridad lo que Nenè Sanfilippo contaba, la mano se le iba yendo cada vez con más frecuencia hacia la botella de whisky.

La novela no tenía un final, quedaba interrumpida en mitad de una frase. Pero lo que él había leído le había bastado y sobrado. Desde la boca del estómago, un fuerte acceso de náuseas le atenazó la garganta. Corrió al cuarto de baño sin apenas poder contenerse, se arrodilló delante de la taza del escusado y empezó a vomitar. Vomitó el whisky que acababa de beberse, vomitó la comida de aquel día, la del anterior y la del otro, y le pareció, ahora con la sudada cabeza ya enteramente metida dentro de la taza mientras un fuerte dolor le martirizaba los costados, que estaba vomitando interminablemente todo el tiempo de su vida y que iba retrocediendo progresivamente hasta llegar a las papillas que le daban en su infancia, y, cuando se hubo deshecho también de la leche de su madre, siguió vomitando amargo veneno, hiel y puro odio reconcentrado.

Consiguió levantarse agarrándose al lavabo, pero las piernas a duras penas lo sostenían. Seguro que le estaba subiendo la fiebre. Colocó la cabeza bajo el grifo abierto.

«Demasiado viejo para este oficio.»

Se tumbó en la cama y cerró los ojos.

* * *

Permaneció tumbado muy poco rato. Se levantó, le daba vueltas la cabeza, pero la ciega furia que lo había asaltado se estaba transformando ahora en una lúcida determinación. Llamó al despacho.

– ¿Diga? ¿Diga? Esto sería la comisaría de…

– Catarè, soy Montalbano. Pásame al subcomisario Augello, si está.

Estaba.

– Dime, Salvo.

– Escúchame con atención, Mimì: ahora mismo tú y Fazio cogéis un coche, no de servicio, por el amor de Dios, y os vais por la parte de Santolì. Quiero saber si la mansión del doctor Ignazio Ingrò está vigilada.

– ¿Por quién?

– Mimì, no hagas preguntas. Si está vigilada, no lo está por nosotros, naturalmente. Tenéis que encontrar el medio de averiguar si el doctor está solo o en compañía de alguien. Os podéis tomar todo el tiempo que haga falta para estar seguros de lo que veáis. Había convocado a los hombres para la medianoche. Contraorden, ya no es necesario. Cuando terminéis en Santolì, deja libre también a Fazio y ven aquí a Marinella a contarme cómo está la situación.

Colgó y sonó el teléfono. Era Livia.

– ¿Cómo es posible que a esta hora ya estés en casa? -le preguntó.

Estaba contenta, más que contenta, felizmente asombrada.

– Y tú, si sabes que a esta hora no estoy nunca en casa, ¿por qué me has llamado?

Había contestado a una pregunta con otra pregunta porque necesitaba ganar tiempo; de lo contrario, conociéndolo como lo conocía, Livia se habría dado cuenta de que había algo en él que no marchaba.

– ¿Sabes, Salvo?, hace más o menos una hora que me ocurre una cosa muy rara. Jamás me había ocurrido o, mejor dicho, jamás con tanta intensidad. Es muy difícil de explicar.

Ahora era Livia la que estaba ganando tiempo.

– Pero tú inténtalo.

– Bueno, es como si estuviera ahí.

– Perdona, pero no…

– Tienes razón. Verás, al entrar en casa, no he visto mi comedor sino el tuyo, el de Marinella. No, no es eso exactamente, era mi comedor, claro, pero simultáneamente también el tuyo.

– Como ocurre en los sueños.

– Sí, algo parecido. Y, a partir de ese momento, he notado una especie de desdoblamiento. Estoy en Boccadasse y, al mismo tiempo, estoy contigo en Marinella. Es… es precioso. Te he llamado porque estaba segura de que te encontraría.

Para no ceder a la turbación, Montalbano trató de tomárselo a broma.

– Lo que ocurre es que sientes curiosidad.

– ¿Por qué?

– Por cómo es mi casa.

– Pero si… -replicó Livia.

Y dejó la frase sin terminar. Acababa de recordar el juego que él le había propuesto: volver a hacerse novios y empezarlo todo de nuevo por el principio.

– Me gustaría conocerla.

– ¿Por qué no vienes?

No había conseguido controlar el tono y le había salido una pregunta de verdad. Y Livia lo notó.

– ¿Qué ocurre, Salvo?

– Nada. Un momento de mal humor. Un caso muy feo.

– ¿De veras quieres que vaya?

– Sí.

– Mañana por la tarde cojo el avión. Te quiero.

Tenía que pasar el rato mientras esperaba la llegada de Mimì. No le apetecía comer, a pesar de que se había vaciado de todo lo que pudiera haber en su interior. Su mano, casi independientemente de la voluntad, cogió un libro de la estantería. Leyó el título: El agente secreto, de Conrad. Recordaba que le había gustado, y mucho, pero no le venía a la mente nada más. A menudo le ocurría que, cuando leía las primeras líneas o el final de una novela, su memoria abría un pequeño compartimiento del cual surgían personajes, situaciones, frases. «Al salir por la mañana, el señor Verloc dejaba nominalmente la tienda al cuidado de su cuñado.» Así empezaba, pero aquellas palabras no le dijeron nada. «Y caminaba, inesperado y mortal, como una peste en la calle abarrotada de gente.» Eran las últimas palabras, y le dijeron demasiado. Le vino a la memoria una frase del libro: «Ninguna compasión por nada, ni siquiera por sí mismos, y la muerte puesta finalmente al servicio del género humano…» Se apresuró a volver a dejar el libro en su sitio. No, la mano no había actuado independientemente de su pensamiento, había sido guiada, de forma inconsciente, claro, por él mismo, por lo que tenía dentro. Se sentó en el sillón y encendió el televisor. La primera imagen que vio fue la de unos prisioneros de un campo de concentración, no de los tiempos de Hitler, sino de hoy. En algún lugar del mundo que no se sabía cuál era, pues los rostros de los que sufren el horror son todos iguales. Lo apagó. Salió a la galería, se pasó un rato contemplando el mar y tratando de acompasar su respiración al ritmo del oleaje.

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