– No quisiéramos molestar… -dijo el muy hipócrita de Montalbano.
– ¡No es ninguna molestia! -replicó el todavía más hipócrita Mimì.
Las mujeres se presentaron entre sí y se sonrieron. Una sonrisa sincera y cordial, que el comisario agradeció al cielo. Comer con dos mujeres que no se tenían simpatía tenía que ser una prueba muy difícil. Pero la aguda mirada de policía de Montalbano observó un detalle que lo preocupó: entre Mimì y Beatrice se advertía una especie de tensión. ¿O acaso su presencia los cohibía? Los cuatro pidieron lo mismo: unos entremeses de marisco y un plato gigante de pescado a la plancha. A medio comerse el lenguado, Montalbano comprendió que entre su subcomisario y Beba se debía de haber producido una pelea que quizá su llegada había interrumpido. ¡Jesús! Habría que procurar que los dos hicieran las paces antes de levantarse. Se estaba devanando los sesos en busca de una solución cuando vio cómo la mano de Beba se posaba suavemente sobre la de Mimì. Augello miró a la chica, la chica miró a Mimì. Por un instante, ambos se ahogaron el uno en los ojos del otro. ¡Paz! ¡Habían hecho las paces! Al comisario la comida le sentó mejor.
– Será mejor que vayamos a Marinella en dos coches -dijo Ingrid al salir de la trattoria -. He de regresar temprano a Montelusa, tengo un compromiso.
La espalda del comisario estaba mucho mejor. Mientras le cambiaba el vendaje, Ingrid le dijo:
– Estoy un poco desconcertada.
– ¿Por la llamada?
– Sí. Verás…
– Después, ya hablaremos de eso después -dijo el comisario.
Estaba disfrutando de la sensación de frescor que le producía la pomada que le estaba aplicando Ingrid en la piel. Y le gustaba, ¿por qué no reconocerlo?, que las manos de la mujer le estuvieran prácticamente acariciando la espalda, los brazos y el pecho. En determinado momento, se dio cuenta de que mantenía los ojos cerrados y estaba a punto de ponerse a ronronear como un gato.
– Ya he terminado -dijo Ingrid.
– Vamos a la galería. ¿Te apetece un whisky?
Ingrid aceptó. Se pasaron un rato contemplando el mar en silencio. Después fue el comisario quien empezó.
– ¿Cómo se te ocurrió llamarla?
– Pues no sé, fue un impulso repentino mientras buscaba la tarjeta para anotarte su número.
– Muy bien, habla.
– En cuanto le he dicho que era yo, me ha parecido que se asustaba. Me ha preguntado si había ocurrido algo. Y yo me he sentido incómoda. He dudado de si se habría enterado del asesinato de su amante. Por otra parte, ella nunca me había dicho su nombre. Le he contestado que no había ocurrido nada, que simplemente quería tener noticias suyas. Entonces me ha dicho que permanecería mucho tiempo lejos. Y se ha echado a llorar.
– ¿Te ha explicado por qué tenía que mantenerse alejada?
– Sí. Te cuento los datos en orden, ella me los ha contado fragmentariamente y desordenados: una noche, Vanja, sabiendo que su marido no está en la ciudad y permanecerá ausente unos cuantos días, se lleva a su amante, como tantas otras veces había hecho, a la mansión de las cercanías de Santolì. Mientras dormían, alguien que había entrado en el dormitorio los despertó. Era el doctor Ingrò. «Entonces es verdad», murmuró. Vanja dice que su marido y el chico se miraron largo rato. Después el doctor dijo: «Ven conmigo.» Y fue hacia el salón. Sin decir nada, el chico se vistió y se reunió con el doctor. Lo que más impresionó a mi amiga fue que… en resumidas cuentas, tuvo la sensación de que los dos ya se conocían. Y muy bien, por cierto.
– Espera un momento. ¿Sabes cómo se conocieron Vanja y Nenè Sanfilippo?
– Sí, me lo dijo cuando le pregunté si estaba enamorada, antes de irse. Se conocieron casualmente en un bar de Montelusa.
– ¿Sanfilippo sabía con quién está casada tu amiga?
– Sí, se lo había dicho Vanja.
– Sigue.
– Después, el marido y Nenè… Al llegar a este punto del relato, Vanja me dijo: «Se llama Nenè»… Volvieron al dormitorio y…
– ¿Dijo exactamente «se llama»? ¿Utilizó el tiempo presente?
– Sí. Y yo también he observado el detalle. Aún no sabe que su amante ha sido asesinado. Te estaba diciendo que los dos regresaron al dormitorio, y Nenè, mirando al suelo, murmuró que su relación había sido un grave error, que la culpa había sido suya y que ya no se volverían a ver nunca más. Y se fue. Lo mismo hizo Ingrò poco después sin decir ni una sola palabra. Vanja no sabía qué hacer. Estaba como decepcionada por la actitud de Nenè. Decidió quedarse en la casa. A última hora de la mañana del día siguiente, el doctor volvió. Le dijo a Vanja que tenía que regresar inmediatamente a Montelusa y hacer las maletas. Su billete para Bucarest ya estaba listo. Mandaría que la acompañaran en coche al aeropuerto de Catania al amanecer. Por la noche, cuando se quedó sola en casa, Vanja trató de telefonear a Nenè, pero no lo pudo localizar. A la mañana siguiente, se fue. Y justificó su partida ante las amigas con la excusa del padre enfermo. Me dijo que aquella tarde, cuando el marido fue a decirle que tenía que irse, no parecía resentido, ofendido o amargado, sino preocupado. Ayer, el doctor la llamó y le aconsejó que permaneciera el mayor tiempo posible lejos de aquí. Y no quiso decirle por qué. Eso es todo.
– Pero tú, ¿por qué estás confusa?
– ¿Por qué? ¿Acaso, a tu juicio, éste es el comportamiento normal de un marido que sorprende en su propia casa a su mujer en la cama con otro?
– ¡Pero si tú misma me has dicho que ya no se querían!
– ¿Y también te parece normal el comportamiento del chico? ¿Desde cuándo vosotros, los sicilianos, os habéis vuelto más suecos que los suecos?
– Mira, Ingrid, probablemente Vanja tiene razón al decir que Ingrò y Sanfilippo se conocían… El chico era un experto técnico en informática y en la clínica de Montelusa tiene que haber un montón de ordenadores. Cuando al principio Nenè inicia su relación con Vanja, no sabe que es la mujer del doctor Ingrò. Cuando se entera, quizá porque ella misma se lo dice, es demasiado tarde, ya están muy enamorados el uno del otro. ¡Todo está muy claro!
– No sé -dijo Ingrid en tono vacilante.
– Mira: el chico dice que ha cometido un error. Y tiene razón, porque seguro que pierde el trabajo. Y el médico aleja a la mujer porque teme las habladurías, las consecuencias… Supongamos que los dos toman la precipitada e imprudente decisión de fugarse… mejor evitar las ocasiones.
Por la mirada que Ingrid le dirigió, Montalbano comprendió que sus explicaciones no la habían convencido. Pero, siendo ella como era, no hizo más preguntas.
Cuando Ingrid se fue, Montalbano permaneció sentado en la galería. Los pesqueros estaban abandonando el puerto para iniciar la faena nocturna. No quería pensar en nada. De repente, oyó muy cerca un armonioso sonido. Alguien estaba silbando. ¿Quién? Miró a su alrededor. No había nadie. ¡Era él! ¡Era él el que estaba silbando! En cuanto fue consciente de su acto, ya no pudo volver a hacerlo. Por consiguiente, tenía algunos momentos como de desdoblamiento, en los cuales incluso sabía silbar. Le entraron ganas de reír.
«Doctor Jekyll y míster Hyde -murmuró-. Doctor Jekyll y míster Hyde. Doctor Jekyll y míster Hyde.»
A la tercera vez, ya no sonreía. Muy al contrario, se había puesto muy serio. Tenía la frente un poco sudada.
Se llenó un vaso de whisky solo.
– Dottori! ¡Ah, dottori ! -dijo Catarella corriendo a su encuentro-. ¡Desde ayer le tengo que entregar en persona personalmente una carta que me dio el abogado Guttadauro que me dijo que se la tenía que entregar en persona personalmente!
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