– Se ha convertido en un auténtico tipo de Roslagen.
Asta guardó silencio, le dio un sorbo al café y miró a Ann.
– Fue una locura -prosiguió-. Fue una pena.
– Sí, no estuvo bien -coincidió Ann.
– Edvard no es una persona fuerte, ya lo decía Anton.
Ann no deseaba oír más y pareció que Asta lo intuyera, pues guardó silencio.
– La vida no resulta siempre como una quiere -dijo, y la sonrisa se transformó en mueca.
– Se ha…
– No, vive solo -interrumpió Asta.
– Lees mis pensamientos -dijo Ann.
– Pareces un libro abierto. ¿Todavía lo quieres?
Ann asintió enmudecida. No deseaba llorar. Y menos aún en un supermercado con tanta gente alrededor. Derramaría sus lágrimas cuando estuviera sola. Cómo no iba a quererlo.
– Tendrá que pasar tiempo -advirtió Asta-. Ya verás como más adelante ves la vida de otro color.
«Tendrá que pasar tiempo -pensó Ann-. ¿Habrá hablado con Edvard? Quizá quiera verme, quizá pueda perdonarme.» Deseó preguntarle a la mujer sentada frente a ella el significado de sus palabras, pero temía la respuesta.
– Quizá -dijo.
Se puso en pie.
– Tengo que seguir con la compra. Gracias por la compañía.
Asta no dijo nada; permaneció sentada a la mesa y ahí seguía un rato después, cuando Ann pasó camino del mostrador de embutidos. Su cabello gris, las delgadas manos sobre la mesa. Ann sospechó que pensaba en Anton.
Le gustaba el musgo que se adivinaba bajo la nieve. Si fuera verano se habría tumbado. Solo un rato. Descansar un poco. Inspiró. Hondo. Una vez, dos veces. Ella encendió una lámpara en el salón. Vislumbró su figura durante un corto instante.
– Soy un guerrero del bosque -dijo él en voz alta.
Le gustaba la idea. Era un ser venido de fuera, del musgo y la oscuridad, acercándose a la cálida ventana.
De pronto, se encendió otra lámpara en la habitación contigua. Ella se había quitado la ropa de arriba, menos el sujetador. Abrió la puerta del armario, cogió una camiseta y en un solo movimiento se la pasó por la cabeza y los brazos, tan rápido que él blasfemó. Deseaba verla. Cuántas veces había soñado con esos pechos.
Ella permaneció en la habitación, contorneándose y dándose la vuelta, se miraba al espejo, arreglaba algo. Se acercó al espejo, se inclinó hacia delante. Él tuvo que hacer lo mismo para poder estudiarla con detalle. Cinco metros separaban la ventana del árbol tras el que se ocultaba. Olió el tronco. Humedad, nada más.
Ella apagó la luz y salió de la habitación. Él esperó diez minutos antes de acercarse sigilosamente al porche y deslizarse tras la diminuta barandilla. ¿Qué plan tenía? La incertidumbre sobre esto le hizo dudar. Creía que tenía una idea, pero al encontrarse allí, tan cerca de uno de sus torturadores, esta no parecía especialmente tentadora.
A Vincent Hahn le pareció viajar en el tiempo, al pasado, veinticinco, treinta años. También entonces tuvo momentos de grandeza, momentos en los cuales él tomaba decisiones. Decisiones que, sin embargo, siempre se diluían al enfrentarse a la realidad. Ella todavía le causaba inseguridad. Esto lo enfureció en su interior, pero aún no podía superar la sensación de inferioridad y dependencia.
Un cuchillo -pensó Haver-. ¿Quién mata a alguien con un cuchillo?» Las heridas del pecho y los brazos, los dedos mutilados, las quemaduras daban muestras de tortura y nada más. Escribió unos garabatos en su bloc antes de rodar con la silla hasta el ordenador y comenzar a escribir su informe. Cuando había rellenado los primeros datos llamaron a la puerta. Fredriksson asomó la cabeza.
– Johny -dijo Fredriksson.
– He sacado sus datos.
– Joder, qué frío hace.
Fredriksson parecía congelado.
– Su hermano aún sigue actuando de vez en cuando -apuntó, y se sentó.
Haver movió su silla y miró a su compañero. Tenía ganas de escribir el informe, pero comprendió que Fredriksson deseaba hablar.
– Pero eso fue hace tiempo.
– Lennart Albert Jonsson fue interrogado la primavera pasada por robo y amenazas.
– ¿Con qué resultado?
– El caso se cerró -respondió Fredriksson-. Los testigos se echaron atrás.
– ¿Los amenazaron?
– Creemos que sí.
– Tendremos que interrogar al hermano.
– Lo raro es que John se comportó correctamente durante muchos años -sopesó Fredriksson.
Se puso en pie y se apoyó en un archivador; ahora parecía extrañamente relajado, como si lo que necesitara antes de Navidad fuera precisamente un asesinato con arma blanca.
– Sabrás que está casado. También conozco a su mujer, un auténtico primor. Tienen un chaval. Se llama Justus.
– Joder, ¿cómo puedes acordarte de todo?
– Esa familia tenía algo que me gustaba. La mujer de Johny era un bombón muy especial. Era guapa, pero no solo eso. Había mucho más.
Haver esperó la continuación, cuál era el significado de ese «más», pero al parecer Fredriksson había perdido el hilo.
– ¿Así que «primor» y «bombón» es lo mismo?
– Más o menos -dijo Fredriksson, y esbozó una sonrisa.
– Bea ha ido para allá -informó Haver.
Estaba contento de haberse librado aun cuando debería haberla acompañado. El primer encuentro con un familiar podía aportar testimonios y experiencias valiosas.
Recordó a la mujer de un suicida. El hombre había saltado por los aires detrás de un granero cerca de Hagby. Cuando Haver y su compañera, Mia Rosén, llamaron a la puerta de la viuda para contarle la triste noticia, ella comenzó a desternillarse. Rió sin parar durante medio minuto hasta que Rosén la agarró y zarandeó con fuerza. Se serenó un poco y murmuró una disculpa, pero no consiguió ocultar su satisfacción por la muerte del marido.
Resultó que el marido estaba muy borracho, 2,8% de alcohol en sangre, y no se podía descartar que alguien le hubiera colocado la carga explosiva en el cuerpo. Había huellas de neumáticos en un pequeño y embarrado camino de tractores detrás del granero. Un coche había conducido hasta allí y después se había largado marcha atrás. Probablemente un coche azul, pues descubrieron rastros de un choque en un pino joven al borde del camino.
Cuando unos cuantos días después interrogaron de nuevo a la mujer, había un hombre en la casa. Era dueño de un Audi rojo.
Fredriksson interrumpió las cavilaciones de Haver.
– ¿Quién asesina con un cuchillo? -preguntó, y retomó los pensamientos del propio Haver.
– Alguien bajo los efectos del alcohol, en una pelea que acaba en homicidio, o en una reyerta entre pandillas.
– O un cabrón desaprensivo que no quería hacer mucho ruido -propuso Fredriksson.
– Primero lo rajaron y maltrataron.
– ¿Qué conclusión podemos sacar de los dedos?
– Lo primero que pensé fue que querían intimidarlo -dijo Haver-. No sé, quizá vea demasiada televisión -añadió al observar la mirada de Fredriksson.
– Yo creo que Johny estaba al corriente de algo que alguien deseaba saber -continuó, y se separó de la mesa rodando con la silla.
– Johny era un tipo callado y obstinado -apostilló Fredriksson.
Se dirigió hacia la ventana, pero, de repente, se dio la vuelta y miró a Haver.
– ¿Sabes algo de Ann?
– La vi hace un par de semanas. Manda recuerdos.
– Hace un par de semanas, muchas gracias. Vaya mensajero más rápido. ¿Cómo está?
– No le gusta mucho eso de andar por casa.
– Y el niño, ¿está bien?
– Creo que sí. Hablamos sobre todo de trabajo. Creo que Ann interrogó al hermano de Johny una vez.
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