La mayoría vivía en casa de sus padres; en algunos casos estos no eran las personas más adecuadas para poner coto a las drogas, los robos y la conducción ilegal. Bastante tenían con sus propios tormentos, y muchas veces se sentían impotentes ante el violento avance de sus pequeños. Se sentían desconcertados e incómodos en su relación con las autoridades sociales, psicólogos y otros correctores profesionales, limitados por el lenguaje y su propia simpleza, su propia vergüenza abrasadora.
John comenzó a trabajar en un taller mecánico, aprendió a soldar. Cuando había mucho trabajo se incorporaba a la faena y así se convirtió en un hábil artesano. Era concienzudo y recibía elogios por ello, no tanto por parte de Sagge como por parte de sus tres compañeros de trabajo.
– Si no fuera por ellos, todo se iría al infierno -le dijo una vez a Berit.
No fue hasta que comenzó a tener más trabajo en el taller cuando abandonó la calle y la pandilla. Tenía un empleo, aprecio, un sueldo aceptable, y además había conocido a Berit.
Durante el día Lennart conducía un ciclomotor de reparto de alimentos y pasaba las tardes en el billar de Sivia.
John también iba por allí. Era el que mejor jugaba, pero eso a Lennart no le preocupaba, puesto que solía pasar el tiempo en el piso de abajo, en la sala de pinball.
Fue ahí donde Berit los conoció. Llegó en compañía de AnnaLena, que estaba colada por un chico que frecuentaba el local.
Se enamoró de John a primera vista. Su lento movimiento alrededor de la mesa con el taco en la mano y su concentración en el juego encandilaron a Berit. Apenas hablaba.
Sus manos eran pequeñas. Estudió sus dedos separados sobre el tapete verde, la mirada recorriendo el taco, imperturbable. Lo que ella veía era seriedad. Y las pestañas. La mirada. La intensa mirada.
No supo muy bien por qué recordó el salón de billar. Hacía años que no había estado allí. Seguramente fue al pensar en el Hermano Tuck. Quizá John estuviera en su casa. No se atrevía a llamar. Seguro que bebían. De vez en cuando a John le daba por agarrar una buena borrachera con Lennart. Ahora esto ya no sucedía con tanta frecuencia, pero una vez que se decidía no había nada que lo detuviera. Ni siquiera Justus. El chico bien lo sabía, conocía a su padre a la perfección y sus protestas nunca fueron demasiado ruidosas ni prolongadas.
Hubo una vez, Justus debía de tener doce años, en la que John se dejó convencer y volvió a casa. Fue el mismo Justus quien telefoneó a su tío y pidió hablar con John. Berit no pudo oír nada; el chico se había encerrado en el cuarto de baño con el teléfono inalámbrico. John regresó al cabo de media hora. Tambaleándose, pero regresó.
Las tardes y las noches ocasionales que pasaba con su hermano parecían funcionar como una especie de accidental regreso al pasado. Las noches de borrachera eran lo que mantenía tan unidos a los hermanos. Berit no sabía de qué hablaban. ¿De los viejos tiempos?, ¿de la infancia en Almtuna?, ¿de qué sí no?
No tenían muchos temas de conversación. Se buscaban porque tenían una historia común. A veces, Berit podía sentir algo semejante a los celos ante esta regresión a un mundo que en parte le era extraño. La infancia de John y Lennart, sus primeros años, aparecía como el único tema de conversación realmente feliz entre ellos. Hasta la voz de Lennart adquiría una calidez de la que habitualmente carecía.
Berit no tenía cabida aquí. Daba la sensación de que su vida en común con John no contaba. Ella apareció en su vida cuando todo comenzó a cambiar, cuando su infancia acabó por completo. Ella no existía cuando se recordaban y relataban los años felices, los años jubilosos.
– ¿Cuándo viene?
– Vendrá en cualquier momento -gritó a modo de respuesta.
Estaba contenta de que Justus estuviera en su habitación.
– Estará quitando nieve. Es increíble la que está cayendo.
El chico guardó silencio. Ella esperó una réplica. Deseaba oír su voz, pero él continuó mudo. «¿Qué hace? ¿En qué piensa?» Si se atreviera podría salir de la cocina y entrar en su cuarto, pero la semioscuridad de la cocina era lo único que podía soportar. Nada de luz, nada de rápidas figuras de ordenador, nada de miradas interrogantes por parte de Justus.
– Quizá podrías ayudar a Harry -gritó ella-. Ganarías algo de dinero.
Ninguna reacción.
– Seguro que necesita ayuda con las rampas de los sótanos.
– A la mierda con su nieve.
De repente, Justus estaba de nuevo junto a la puerta.
– No es solo suya -replicó Berit en tono tranquilo.
El chico resopló y alargó la mano buscando en la pared el interruptor de la luz.
– ¡No, no la enciendas! -se arrepintió de inmediato-. Un poco de oscuridad es agradable. Si quieres, puedo encender unas velas.
Ella sintió su mirada desde la puerta.
– Podrías ganar un poco de dinero -dijo.
– No necesito dinero. Además, papá tiene dinero.
– Claro, pero no grandes cantidades. Decías que te querías comprar una cámara.
Justus la rechazó con una mirada. ¿Fue una mueca de triunfo lo que vio?
– Creo que de todas maneras deberías preguntar -prosiguió.
– Joder, qué tabarra -dijo él, y torció el cuerpo de esa forma de la que solo él era capaz y desapareció hacia su cuarto.
Ella oyó el portazo y el crujido de la cama al tirarse sobre ella. Regresó de nuevo a la ventana. Harry había desaparecido con su tractor. Las luces de casi todas las ventanas de la casa de enfrente estaban encendidas. Podía ver a las familias reunidas alrededor de la mesa. En algunas ventanas relucía la luz azulada de la televisión.
Una sombra se movió entre los garajes del aparcamiento y casi gritó de alegría, pero no apareció ningún John por el contenedor. ¿Había tenido una visión?, ¿dónde estaba la figura? Si se pasaba entre los garajes se llegaba al basurero, pero ahí no apareció nadie. Ni rastro de John. Berit miró fijamente la oscuridad. De pronto, ahí estaba de nuevo. Lo vislumbró durante un instante. Un hombre vestido de verde, pero no era John. ¿Quién era? ¿Por qué se quedaba detrás del contenedor? Entonces se le ocurrió que quizá fuera el hermano de Harry, que solía ayudarlo a quitar la nieve. Pero no John. El efímero momento de alivio fue sustituido por una sensación de soledad.
La cacerola con las patatas aún estaba caliente. Encendió la placa con el kalops . El calor al mínimo. «Llegará pronto», se convenció a sí misma, y pasó la mano por encima del guiso.
*****
A las siete y media llamó a Lennart. El hermano respondió a la quinta señal. Parecía sobrio. No sabía nada de John desde hacía días.
– Volverá en cualquier momento -dijo con un tono desenfadado, pero en su voz ella advirtió preocupación.
Berit se lo imaginó paseando por el recibidor.
– Haré un par de llamadas -dijo-. Seguro que está tomándose unas cervezas por ahí.
Berit lo detestó por esas palabras. Unas cervezas. Colgó el teléfono.
Llamó a la madre de John, pero sin decir nada de que llevaba horas buscándolo. Había abrigado la esperanza de que hubiera pasado a visitarla y se hubiera entretenido. Charlaron un rato mientras Berit deambulaba por el apartamento.
A las ocho y cuarto llamó Lennart.
– Joder, no era necesario colgar -comenzó, y ella notó que se había tomado un par de cervezas. Entonces tuvo la certeza.
– ¿Dónde estará? -preguntó ella materializando su desesperación.
Justus salió de su habitación.
– Tengo hambre -dijo.
Ella le hizo una señal con la mano para que se calmara y finalizó la conversación con Lennart.
– ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar tu padre?
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