Kjell Eriksson - La princesa de Burundi

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En Uppsala, Suecia, todo el mundo está perplejo cuando se encuentra en la nieve el cadáver de John Jonsson. A juzgar por la desfiguración, parece evidente que quienquiera que haya asesinado al experto en peces tropicales lo odiaba profundamente. La detective Ann Lindell, que, en contra de su voluntad, deja su baja por maternidad para investigar el caso, apunta a un perturbado cáustico y encarnizado con cuentas pendientes con John.

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– Hola, Bea, te he hecho una pregunta. ¿Ha dicho algo Berit sobre cuál era la situación económica de John? ¿Había tenido la familia problemas después de que se quedara sin trabajo?

– No, no lo creo. No parecían pasar necesidades. Berit trabaja media jornada en asistencia domiciliaria y John cobraba el paro.

– Haremos el control rutinario -dijo Ottosson-. ¿Te encargas tú, Riis?

Riis asintió. Era una tarea que le agradaba.

– Yo había pensado volver mañana por la mañana, hablar con Berit y quizá con el niño, inspeccionar las pertenencias de John -expuso Beatrice-. ¿Te parece bien?

– Muy bien -respondió Haver-. La investigación sobre las tiendas de animales no ha dado resultados, pero continuaremos con los peces mañana. Quizá haya tiendas pequeñas, o hasta particulares que venden equipamiento especial desde casa. Habrá que profundizar en lo de la asociación de acuarios. Tenemos que esclarecer el último día de John.

Ottosson finalizó con una palabrería que nadie se preocupó de seguir, pero todos permanecieron educadamente sentados. Para Ottosson era importante el marco de sus reuniones. Tenían que ser agradables y ágiles.

Eran más de las ocho de la noche. El reparto de trabajo había finalizado.

7

Mikael Andersson llamó a la policía a las once. Fue el inspector de guardia quien respondió a la llamada. En otras palabras, Fredriksson, pues el resto se encontraba en Eriksberg ocupándose de un caso de maltrato.

Fredriksson estaba contento sentado en su despacho. Tenía paz, tranquilidad y tiempo para pensar y ordenar los papeles. Había ideado, según él, un ingenioso sistema de ocho montones diferentes, de los cuales el más amplio estaba destinado al archivo grande, la papelera. Pensó en el debate sobre la oficina sin papeles, que en todo caso no se había implantado en la comisaría de Uppsala.

En realidad no tenía nada en contra de los papeles. Tenía algo de contable y le gustaban las carpetas, los ficheros y los archivadores. La mayoría de sus compañeros, y sobre todo los jóvenes, guardaban muchas cosas en sus ordenadores. A Fredriksson, en cambio, le gustaba el crujir del papel y cerrar archivadores. La perforadora y la grapadora ocupaban un lugar preferente en su escritorio.

Si le molestó que sonara el teléfono no lo expresó; respondió con amabilidad.

– Conocía a Johny -dijo una voz al otro lado de la línea-. Ya sabe, al que han asesinado.

– ¿Cómo se llama?

– Micke Andersson. Me acabo de enterar. He estado trabajando y me he dejado el móvil en casa. Trabajo quitando nieve y…

– Vale -interrumpió Fredriksson con calma-, llega a casa y se encuentra un mensaje en el móvil diciendo que John ha muerto. ¿Quién le envió el mensaje?

– El hermano de John.

– ¿Lennart Jonsson?

– Solo tiene un hermano.

– ¿Conocía a John?

– Nos conocemos de toda la vida. ¿Qué ha pasado? ¿Saben algo?

– Bastante, pero quizá usted sepa algo que nosotros no sepamos.

– Estuve con John ayer y estaba normal.

– ¿A qué hora?

– Sobre las cinco, quizá.

– ¿Dónde?

– En mi casa. John había pasado por el Systembolaget [2] y luego subió a verme.

Fredriksson anotó y continuó preguntando. Johny había aparecido en casa de Mikael Andersson en la calle Väderkvarnsgatan. Mikael acababa de regresar al apartamento del taller de chapa donde trabajaba. Se había duchado y creía recordar que eran cerca de las cinco. John había estado en el Systembolaget de Kvarnen. Parecía contento, sin ningún tipo de preocupación. Llevaba dos bolsas de plástico verde en la mano.

Habían hablado de todo. John, de su acuario, pero no mencionó la compra de la bomba de agua. Mikael habló del trabajo, de que probablemente haría horario nocturno. Había que quitar la nieve de unos cuantos tejados.

– ¿Tenía algo que hacer? ¿Preguntó algo especial?

– No, simplemente pasó de visita, por lo que entendí. Le pregunté si quería trabajar quitando nieve. La empresa está contratando a gente, pero no pareció estar muy interesado.

– ¿No quiso el trabajo?

– No, no lo rechazó directamente, pero no pareció interesarle.

– Qué raro.

– Johny no era de esos que se quedan quietos. Creí que aceptaría la propuesta.

– ¿Necesitaba dinero?

– ¿Quién no lo necesita?

– Me refiero a que es Navidad y eso.

– No dijo nada. Por lo menos tenía dinero para comprar aguardiente.

John se había quedado media hora, quizá tres cuartos. Mikael Andersson salió a las seis y cuarto de su apartamento para quitar la nieve de los tejados de la calle Sysslomansgatan . Le dio la impresión de que John se dirigía a casa.

– Ah, una cosa. Me pidió que le dejara el teléfono, pero luego cambió de idea. No llamó.

– ¿Dijo a quién quería llamar?

– No, quizá a casa. Tenía prisa.

*****

Mikael Andersson colgó el teléfono y se palpó el bolsillo del pecho en busca del paquete de cigarrillos hasta que recordó que había dejado de fumar hacía dos meses. En cambio, se sirvió un vaso de vino aun sabiendo que así tendría más ganas de fumar. John se solía meter con él porque tomaba «bebida de tías» y, al principio, se había sentido avergonzado, pero ahora era un hecho aceptado.

Durante cuatro años vivió con una mujer llamada Minna. Un bonito día ella simplemente se marchó para no regresar nunca más. Ni siquiera recogió sus muebles o sus objetos personales. Micke esperó dos meses, luego lo empacó todo y lo llevó al Ragnsells de Kvarnbo. Llenó medio contenedor con su «basura».

Fue ella quien le enseñó a beber vino. «Eso fue lo único bueno que me dejó -solía decir-. Si le hubiera pegado o hubiera sido un cabrón con ella… -les contaba a sus amigos, que se preguntaban dónde estaba Minna-, pero largarse así, no lo entiendo.»

Se sentó en el salón, en el sillón en el que se había sentado el día anterior frente a John. No se había quitado la chaqueta. John, a quien conocía de toda la vida. Su mejor amigo. «En realidad, mi único amigo», pensó, y no pudo evitar sollozar.

Tomó un trago de vino y eso lo calmó. Rioja. Giró la botella y estudió la etiqueta antes de rellenar el vaso. Ahora esa media hora con John resultaba increíblemente importante. Quiso rememorar todo lo que se dijeron, recordar cada expresión, cada risa y cada mirada. Pues, ¿no se habían reído John y él?

Apuró el vaso y cerró los ojos. «Claro que nos lo pasamos bien, John.» Él estuvo de pie con las bolsas del Systembolaget en la mano y dijo algo del espíritu navideño. A Mikael le vino a la cabeza, de repente, que John se había olvidado las bolsas y fue al vestíbulo para comprobar si aún estaban debajo de la repisa de los sombreros. Allí únicamente encontró sus zapatillas de deporte y sus húmedas botas de trabajo, que debía poner a secar para que a la mañana siguiente estuvieran a punto.

Fue a la cocina mientras recapacitaba. ¿Qué dijo John? Mikael miró el reloj de pared. ¿Podía llamar a Berit? Estaba convencido de que ella estaría despierta. ¿Quizá debía pasar por allí? No deseaba hablar con Lennart. Este solo se pondría a dar gritos.

El programa de las carreras de trotones se encontraba sobre la mesa de la cocina. «Me juego los cojones a que ahora que estás muerto ganamos diez kilos», pensó, y tiró el programa y los cupones de apuestas al suelo. «Nunca ganábamos, pero jugábamos. Semana tras semana, año tras año, con la esperanza del gran premio. El éxtasis. La felicidad.»

– No éramos buenos -manifestó en voz alta-, no teníamos ni puta idea de caballos.

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