Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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Después de pasar así varias horas, sus fuerzas para gritar se habían agotado. Ahora se trataba solo de mantenerse viva.

Tal vez él se apiadara de ella.

Tras un par de horas, recordó con excesiva claridad la sensación de estar a punto de asfixiarse. Aquella sensación mezcla de pánico, impotencia y en cierto modo también alivio. La había experimentado por lo menos diez veces antes. Cada vez que el irreflexivo de su padre, un hombrachón, se sentaba a horcajadas sobre ella cuando era pequeña y la dejaba sin aire.

– ¿A que no puedes soltarte? -decía siempre con una carcajada. Para él no era más que un juego, pero para ella era espantoso.

Pero, como quería mucho a su padre, no decía nada.

Y un buen día desapareció. Se acabaron los juegos, pero el alivio no llegaba. «Se ha largado con una golfa», decía su madre. Su adorable padre se había largado con una golfa. Ahora retozaba con otros niños.

Cuando conoció a su marido dijo a todo el mundo que le recordaba a su padre.

– Entonces no te conviene de ninguna manera, Mia -replicó su madre. Eso fue lo que dijo.

Cuando llevaba veinticuatro horas aplastada bajo las cajas, supo que iba a morir.

Había oído los pasos de él al otro lado de la puerta. Se quedó escuchando un rato, y después se marchó.

Deberías haber jadeado, pensó. Tal vez así te habría quitado de en medio.

El hombro izquierdo, en el que se apoyaba, había dejado de dolerle. Lo tenía insensible, igual que el brazo; pero la cadera, que soportaba casi todo el peso, la martirizaba sin cesar. Durante las primeras horas de aquel abrazo claustrofóbico sudó, pero ya no sudaba. La única secreción corporal que registró fue el silencioso fluir de orina caliente contra el muslo.

Allí estaba, en un charco de pis, tratando de girar un poco para que la presión de la rodilla derecha, sobre la que se apoyaban las cajas, se repartiera por el muslo. No lo consiguió, pero notó la sensación. Como aquella vez que se rompió un brazo y solo podía rascar el exterior de la escayola.

Y pensó en los días y semanas en que su marido y ella fueron felices juntos. En los primeros tiempos, cuando aún la adoraba y podía hacer lo que ella quería.

Y ahora la mataba. La mataba sin más, sin sentimientos y sin vacilar.

¿Cuántas veces lo habría hecho antes? No lo sabía.

No sabía nada.

No era nada.

¿Quién se acordará de mí cuando haya muerto?, pensó, extendiendo los dedos sobre su brazo izquierdo, como si acariciara a su hijo. Benjamin, no, es demasiado pequeño. Mi madre, por supuesto, pero ¿qué pasará dentro de diez años, cuando ella ya no esté? Entonces ¿quién va a acordarse de mí? ¿Nadie, aparte de quien me quitó la vida? Nadie más que él, y tal vez Kenneth.

Aquello era lo peor, aparte del hecho de morir. Era lo que, pese a la boca reseca, la impulsaba a tragar saliva, lo que hacía que su dolorido diafragma se estremeciera de llanto sin lágrimas.

Pasados unos años, nadie la recordaría.

El móvil sonaba de vez en cuando. Y las vibraciones de su bolsillo trasero hacían renacer su esperanza.

Cuando dejaba de sonar podía pasar una hora o dos, atenta a los sonidos del exterior de la casa. ¿Y si Kenneth estaba allí fuera? ¿Si había sospechado algo? Tuvo que sospechar. Ya había visto lo alterada que estaba la última vez que se vieron.

Había dormido un rato y despertó de golpe con el cuerpo insensible. Solo le quedaba el rostro. En aquel momento, era un rostro. Las fosas nasales secas, escozor en los ojos, parpadeo en la penumbra. Eso era lo que le quedaba.

Entonces cayó en la cuenta de qué la había despertado. ¿Era Kenneth o era algo que había soñado? Cerró los ojos y escuchó concentrada. Había algo.

Contuvo el aliento y volvió a escuchar. Sí, era Kenneth. Sus labios se abrieron con un gemido. Estaba abajo, frente a la puerta de entrada, gritando. La llamaba a gritos, así que todo el barrio lo estaría oyendo; ella notó que una sonrisa se abría en sus labios y se concentró en dar el último grito que iba a salvarla. El grito que haría reaccionar al soldado que estaba abajo.

Y gritó con todas sus fuerzas.

Fue un grito tan apagado que no lo oyó ni ella.

Capítulo 30

Los soldados llegaron a última hora de la tarde en un jeep desvencijado, y uno de ellos gritó que los partidarios locales de Doe habían escondido armas en la escuela del pueblo y que ella debía decirles dónde.

Su piel brillaba, pero reaccionaron con gelidez cuando les aseguró que ella no tenía nada que ver con el régimen krahn de Samuel Doe, y que no sabía nada de armas.

Rakel -o mejor dicho, Lisa, que es como se llamaba entonces- y su novio llevaban todo el día oyendo tiros. Los rumores decían que la retaguardia de la guerrilla de Taylor se estaba empleando a fondo con la población, y por eso se habían preparado para huir. ¿Quién iba a quedarse a esperar a ver si la sed de sangre del nuevo régimen liberaba a la gente según el color de su piel?

Su novio había subido a la primera planta a por el rifle de caza, y los soldados la cogieron desprevenida mientras trataba de llevar algunos de los libros de la escuela a los anexos. Aquel día habían quemado muchas casas, lo hacía por precaución.

Y allí estaban ellos, los que llevaban todo el día matando, que ahora debían liberar las descargas eléctricas que hormigueaban por su cuerpo.

Se dijeron algo que no entendió, pero los ojos lo decían todo. Estaba en el lugar equivocado. Demasiado joven y demasiado accesible en el aula vacía.

Saltó con todas sus fuerzas a un lado e intentó huir por la ventana, pero la agarraron por los tobillos. La arrastraron de vuelta y le dieron un par de patadones hasta que se quedó quieta.

Tres cabezas bailaron en el aire un momento ante su mirada, y después dos cuerpos se abalanzaron sobre ella.

La superioridad numérica y la arrogancia hicieron que el tercer soldado apoyara su Kalashnikov en la pared y ayudara a los otros dos a abrirle las piernas. Le taparon la boca y la penetraron uno tras otro mientras reían histéricos. Respiraba con dificultad por las narices medio taponadas, y en un momento dado oyó a su novio gemir en el cuarto de al lado. Tuvo miedo por él. Miedo de que los soldados lo oyeran y lo remataran.

Pero su novio gemía en voz baja. Aparte de eso no reaccionó.

Cuando cinco minutos más tarde, tumbada en el suelo polvoriento, miró a la pizarra, donde apenas dos horas antes habían escrito «I can hop, I can run» [2] , su novio había desaparecido con el arma. No le habría costado disparar y matar a los soldados sudorosos, tumbados con los pantalones desabrochados y resoplando junto a ella.

Pero él no estuvo para defenderla, y tampoco estaba cuando ella se puso en pie de un salto, agarró el Kalashnikov del soldado, disparó una larga ráfaga que descuartizó los cuerpos de los negros y salió dejando tras de sí un eco de gritos y un vaho de humo de pólvora y sangre caliente.

Su novio había estado con ella cuando todo iba bien. Cuando la vida era fácil y el futuro prometedor. No cuando llevó a rastras los cuerpos descuartizados hasta el estercolero y los cubrió con hojas de palma, y tampoco cuando limpió las paredes de pedazos de carne y sangre.

Por eso, entre otras cosas, tenía que escapar.

Era la víspera de que se confesara ante Dios y se arrepintiera profundamente de sus pecados. Pero la promesa que se hizo por la noche cuando se arrancó el vestido y lo quemó, la noche en que se lavó la entrepierna hasta despellejarse, no la olvidó jamás.

Si el Diablo volvía a cruzarse en su camino, tomaría cartas en el asunto.

Si ella quebrantaba los mandamientos del Señor, sería una cuestión entre ella y Él.

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