– ¡Eh, veo el tren! -gritó Isabel.
Rakel se sobresaltó.
– ¿Dónde?
Isabel señaló con el dedo hacia el sur, lejos de la carretera principal; mejor, imposible.
– ¡Ahí! ¡Arranca!
Rakel encendió las luces, se puso en tercera en cinco segundos, atravesó las dos curvas del pueblo en un solo movimiento, y de pronto el collar de luces del tren y el cono halógeno del Mondeo se cruzaron en algún lugar del paisaje.
– ¡Dios mío, ahora veo el destello de luz! -gritó Joshua con gran agitación por el móvil-. ¡Oh, Dios mío, protégenos y ampáranos!
– ¿Lo ha visto? -preguntó Rakel al lado. También ella lo había oído gritar por el móvil.
Isabel asintió en silencio y Rakel bajó un poco la cabeza.
– Oh, Madre de Dios unigénito. Que tu luz sagrada nos abrace y nos muestre el camino hasta tu gloria. Tómanos como a tus propios hijos y que tu corazón nos temple.
Respiró con fuerza y después aspiró el aire hasta el fondo de sus pulmones mientras apretaba el acelerador.
– La luz está justo enfrente ahora, voy a abrir la ventana -se oyó por el móvil-. Eso, ahora dejo el móvil en el asiento. Dios mío, Dios mío.
Joshua resoplaba en segundo plano. Sonaba como un anciano a quien quedan pocos pasos por recorrer en la vida. Demasiadas cosas que hacer, demasiados pensamientos que ordenar.
Los ojos de Isabel giraron en la oscuridad. No veía las luces intermitentes. Así que en aquel momento él debía de estar al otro lado del tren.
– La carretera corta la vía del tren dos veces ahí, Rakel. ¡Estoy segura de que él está en la misma carretera que nosotras! -gritó, mientras Joshua, al otro lado de la línea, se afanaba por sacar el saco por la ventana.
– ¡Voy a soltarlo! -gritó en segundo plano.
– ¿Dónde está él? ¿Lo ves, Joshua? -quiso saber Isabel.
Joshua volvió a coger el móvil. Su voz era clara y nítida.
– Sí, veo su coche. Está justo antes de una espesura donde la carretera se acerca a la vía.
– Mira por la ventana al otro lado. Rakel va a dar un destello con las luces largas.
Hizo señas a Rakel, que estaba con la cabeza inclinada hacia delante tratando de divisar algo en el paisaje más allá del tren.
– ¿Nos ves, Joshua?
– ¡SÍ! -gritó él-. Os veo a la altura del puente. Vais camino de donde está el tren. Llegaréis en un mom…
Isabel oyó que Joshua emitía un gemido. Después sonó como si el móvil hubiera caído al suelo.
– ¡Veo el destello! -gritó Rakel.
Cruzó el puente a toda máquina y bajó por la estrecha carretera comarcal. Doscientos metros más y habrían llegado.
– ¿Qué está haciendo el hombre, Joshua? -gritó Isabel, pero Joshua no respondió. Puede que el móvil se apagara al caer.
– Santa Madre de Dios, perdona mis malas acciones -salmodió Rakel, cuando pasaron zumbando junto a un par de casas y una granja en la curva, y otra casa aislada más allá, cerca del terraplén de la vía, y entonces el cono de luz iluminó el coche.
Estaba aparcado en una curva a unos cientos de metros, a solo cincuenta de la vía, y detrás del coche estaba el cabrón con el saco abierto, mirando en su interior. Vestía un anorak ligero y pantalones claros. Para cualquier otra persona habría podido pasar por un turista extraviado.
En el mismo instante en que la luz larga lo bañó, levantó la cabeza. Era imposible ver su expresión a aquella distancia, pero en aquel momento debía de haber cientos de ideas atravesando su mente. ¿Qué hacía su ropa en el saco? Tal vez hubiera llegado a reparar en que había una carta encima. Desde luego, debía de saber que no había dinero dentro. Y ahora aquella luz larga acercándose a velocidad de vértigo.
– ¡Voy a embestirlo! -gritó Rakel mientras el hombre se apresuraba a meter el saco en el coche y se ponía tras el volante.
Estaban a pocos metros cuando arrancó y salió a la carretera acelerando a tope.
Era un Mercedes negro como el que había visto Isabel en la pequeña granja de Ferslev. Así que era a él a quien había visto mientras Rakel vomitaba.
Justo después la carretera atravesaba un bosque espeso, y el rugido del motor y del coche que iba delante se alzaba entre las copas. El Mercedes que perseguían era más nuevo que el Ford. No iba a ser fácil mantener su velocidad, y además ¿para qué?
Miró a Rakel, que iba aferrada al volante, bien concentrada. ¿Qué diablos pensaba hacer?
– ¡No te acerques, Rakel! -gritó-. Dentro de poco los coches patrulla que nos siguen pedirán refuerzos. Van a ayudarnos. Conseguiremos que lo cacen. Cortarán la carretera en algún sitio.
– ¿Oiga…? -sonó por el móvil que tenía en la mano. Era una voz desconocida. De hombre.
– ¿Sí…?
La mirada de Isabel estaba concentrada en las luces traseras rojas que corrían delante de ellas, pero el resto de su ser giraba en torno a aquella voz. Años de frustraciones y derrota le habían enseñado a sentir temor ante cualquier cosa. ¿Por qué no hablaba Joshua?
– ¿Quién eres? -preguntó con voz ronca-. ¿Estás conchabado con ese cabrón? ¿Lo estás?
– Perdone, pero no sé de qué habla. ¿Era usted quien estaba hablando con el propietario de este móvil?
Isabel sintió que la frente se le perlaba de sudor frío.
– Sí, era yo.
Reparó en que Rakel se movía en su asiento. ¿Qué ocurre?, parecía preguntar todo su cuerpo mientras trataba de conducir recto por la estrecha carretera y la distancia con el cabrón de delante crecía y crecía.
– Me temo que se ha desplomado -informó la voz del móvil.
– ¿Qué dice? ¿Quién es usted?
– Otro pasajero que estaba trabajando con el ordenador cuando ha sucedido. Siento mucho tener que decirlo, pero estoy bastante seguro de que está muerto.
– ¡Eh! -gritó Rakel-. ¿Qué pasa? ¿Con quién hablas, Isabel?
– Gracias -se limitó a decir Isabel al hombre del móvil, y luego apagó el suyo.
Miró a Rakel y a los árboles, que se fundían sobre sus cabezas como una masa gris por la enorme velocidad. Si aparecía algún animal en el lindero del bosque o, simplemente, si se amontonaba demasiada hojarasca resbaladiza en la carretera iban a tener un accidente. Podía suceder a la mínima. ¿Cómo iba a contarle a Rakel lo que acababa de oír? ¿Quién sabía cómo iba a reaccionar? Su marido había muerto unos segundos antes, y ella iba conduciendo como una loca por el paisaje oscuro.
Isabel solía tener ataques de depresión por la vida que llevaba. La soledad la rodeaba como un manto, y las sombrías noches de invierno generaban a menudo ideas también sombrías. Pero ahora no se sentía así. Porque ahora que el ansia de venganza impulsaba sus actos, ahora que tenía la responsabilidad sobre la vida de dos jóvenes y que su secuestrador, el diablo en persona, huía a toda pastilla ante ellas, Isabel supo que deseaba sobrevivir. Supo que, por muy espantoso que fuera este mundo, podría encontrar un lugar en él.
La cuestión era si lo encontraría Rakel.
Entonces, Rakel volvió la cabeza hacia ella.
– Vamos, dilo, Isabel. ¡¿Qué ha ocurrido?!
– Creo que a tu marido le ha dado un ataque al corazón, Rakel.
No podía haberlo dicho con más suavidad.
Pero Rakel sospechó que tras la frase había algo, Isabel se dio cuenta.
– ¿Se ha muerto? -gritó Rakel-. Dios mío, ¿ha muerto, Isabel? Dime la verdad.
– No lo sé.
– ¡DILO! Si no…
Su mirada irradiaba furia. El coche empezó a dar ligeros bandazos.
Isabel alzó la mano hacia el brazo de Rakel, pero detuvo el movimiento.
– Mantén la mirada en la carretera, Rakel -dijo-. En este momento debes pensar en tus hijos, ¿vale?
Sus palabras produjeron un estremecimiento en el cuerpo de Rakel.
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