Dio las gracias, se disculpó y salió del coche para limpiar las huellas del móvil y arrojarlo a un seto. Si se trataba de una trampa, no iban a cazarlo siguiendo la pista del teléfono.
– Eh -oyó por detrás. Dio la vuelta y vio a dos hombres saliendo del coche que acababa de aparcar. Matrícula de Lituania, ropa de deporte desgastada y unos rostros demacrados que no le deseaban nada bueno.
Fueron directos hacia él. El propósito era claro: en un visto y no visto lo derribarían y le vaciarían los bolsillos; era evidente que vivían de eso.
Alzó la mano en señal de aviso y señaló el móvil de su mano.
– ¡Toma! -gritó, arrojándolo con fuerza contra uno de los hombres mientras saltaba en diagonal y daba una patada en la entrepierna al otro, de modo que su cuerpo huesudo cayó al suelo gimiendo y soltó la navaja de muelle.
En menos de dos segundos asió la navaja, asestó dos cuchilladas en el vientre al hombre tumbado y una en el costado al otro.
Después recogió su teléfono móvil y lo arrojó junto con la navaja tan lejos como pudo, entre los matorrales.
La vida le había enseñado a golpear primero.
Abandonó a su suerte a aquellos dos engendros sanguinolentos y tecleó la estación de Roskilde en el GPS.
Se pondría allí en ocho minutos.
La ambulancia llevaba cierto tiempo parada cuando aparecieron con la camilla. Se puso a la cola de miradas curiosas dirigidas al contorno del cuerpo de Joshua, cubierto por una manta. Cuando vio al policía de uniforme que abría paso a la camilla con el abrigo y la bolsa de Joshua en brazos, estuvo seguro.
Joshua había muerto. El dinero se había esfumado.
– ¡Mierda puta! -Estuvo jurando sin parar mientras dirigía el rumbo del Mercedes hacia Ferslev, donde había tenido su domicilio-tapadera durante años. Su dirección, su nombre, su furgoneta, todo cuanto le proporcionaba seguridad, estaba unido a aquella casa. Y ahora se había terminado. Isabel tenía la matrícula de la furgoneta y se la había pasado a su hermano, y el dueño del coche estaba vinculado a la casa. Ya no era un domicilio seguro.
Cuando llegó al pueblo y se dirigió a través de los árboles hasta la pequeña propiedad rural, la zona estaba en calma. Hacía un rato que la pequeña comunidad había llegado al estado de sopor al que invitaba la pantalla del televisor. Solo el edificio principal de una granja situada más allá de los sembrados tenía un par de ventanas iluminadas. De modo que la voz de alarma la darían desde allí.
Comprobó que Rakel e Isabel se habían colado en el garaje y en la casa, echó un vistazo a todo y puso aparte algunos objetos. Cosas que pudieran resistir al incendio. Un espejito, una caja de costura, el botiquín de primeros auxilios.
Luego sacó la furgoneta del granero anexo, fue marcha atrás hacia el otro lado de la casa y embistió con fuerza contra el gran ventanal de la sala, desde donde había buenas vistas hacia los descampados.
El ruido de cristales rotos hizo que un par de pájaros alzaran el vuelo asustados, pero eso fue todo.
Entonces dio la vuelta a la casa y entró con la linterna encendida. Perfecto, pensó cuando vio la furgoneta con las ruedas traseras deshinchadas y la parte delantera plantada sobre el parqué del suelo. Caminó sobre los cristales rotos, abrió la puerta del maletero, cogió el bidón de reserva y esparció la gasolina desde la sala hasta la cocina, sobre el suelo del pasillo y en la primera planta.
Después desenroscó la tapa del depósito de la furgoneta, arrancó un pedazo de cortina, empapó la mitad en la gasolina del suelo y metió el otro extremo en la entrada al depósito.
Se quedó un rato en el patio exterior y miró alrededor antes de dar fuego al resto de la cortina y lanzarlo al charco de gasolina del pasillo, que llegaba hasta las bombonas de gas.
El Mercedes iba ya a toda velocidad por la carretera cuando el depósito de gasolina de la furgoneta explotó con un enorme estruendo. Pasado minuto y medio llegó el turno de las bombonas de gas. Parecía que el tejado se elevaba, de lo violenta que fue la explosión.
Tras pasar por el centro de la ciudad y volver a divisar los descampados, paró en el arcén y miró atrás.
Como una hoguera de San Juan chisporroteando hacia el cielo, la casa ardía con estruendo tras los árboles. Se veía ya desde leguas de distancia. Dentro de poco las llamas llegarían hasta los árboles y todo ardería.
Por ese lado no tenía ya nada que temer.
Cuando llegaran los bomberos estimarían que no podía salvarse nada.
Dirían que había sido una broma pesada.
Era lo que solían decir los campesinos.
Se puso ante la puerta del cuarto donde su mujer estaba enterrada bajo las cajas y comprobó una vez más, con una extraña mezcla de melancolía y satisfacción, que reinaba un silencio de muerte. Lo habían pasado bien los dos. Ella era guapa, dulce y una buena madre que bien podría haber terminado de otra manera. Una vez más debía agradecerse a sí mismo que no fuera así. Antes de volver a buscar a alguien con quien vivir, se encargaría de borrar lo que se ocultaba en el cuarto. Hasta entonces el pasado se había impuesto sobre su vida, pero no iba a hacerlo con su futuro. Haría un par de secuestros más, vendería la casa y se establecería lejos de todo aquello. Puede que para entonces hubiera aprendido a vivir. Pasó unas horas tumbado en el sofá esquinero reflexionando sobre lo que tenía que hacer en adelante. Podría conservar Vibegården y la caseta de botes; era un sitio seguro. Pero tendría que encontrar una sustituta para la casa de Ferslev. Una casita apartada de los caminos frecuentados. Un sitio donde no llegara la gente y cuyo dueño, a ser posible, fuera un paria en la zona. Un vejete que cuidara de sí mismo y no supusiera una carga para nadie. Tal vez tendría que buscar más hacia el sur esta vez. Ya había visto un par de casas apropiadas en la zona de Næstved, pero la experiencia le decía que la elección final no iba a ser fácil.
El dueño de la pequeña propiedad rural de Ferslev había sido perfecto. Nadie se interesaba por él y tampoco él se interesaba por nadie. Había trabajado la mayor parte de su vida en Groenlandia, y por lo visto tenía una novia en Suecia, se decía entonces en el pueblo. «Por lo visto.» Aquel maravilloso, vago, «por lo visto» lo puso sobre la pista. Se creía que era un hombre que se las arreglaba con el dinero que había ganado en una vida anterior. Lo llamaban «el raro», y con eso firmó su sentencia de muerte.
Habían pasado ya diez años desde que mató «al raro», y desde entonces se había preocupado de pagar todas las facturas que de vez en cuando llegaban al buzón de la casita rural. Pasados un par de años, se dio de baja en la compañía eléctrica y en el servicio de basuras, y desde entonces nunca aparecía nadie por allí. El pasaporte y el permiso de conducir a nombre del muerto, con otras fotos y una fecha de nacimiento más plausible, se los hizo un fotógrafo de Vesterbro. Un hombre bueno y cumplidor para quien la falsificación se había convertido en un arte igual al que, por iniciativa de su maestro, adoptaron los alumnos de Rembrandt. Un auténtico artista.
El nombre Mads Christian Fog lo había acompañado durante diez años, pero también eso se acabó.
Volvía a ser Chaplin.
Con dieciséis años y medio se enamoró de una de sus hermanastras. Era muy vulnerable, etérea, de frente lisa y despejada y con finas venas en las sienes. No tenía nada que ver con el tosco material genético de su padrastro ni con la corpulencia de su madre.
Quería besarla y abrazarla, perderse en su mirada y sumergirse en su interior, y sabía que estaba prohibido. A los ojos de Dios eran hermanos de verdad, y la mirada de Dios vigilaba todos los rincones de aquella casa.
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