– ¿Cómo lo sabes, Tryggve? ¿Vuelves a hablar con tu padre?
– No. Lo sé por mi hermano pequeño, Henrik. Y no se lo diga a nadie, porque si no las va a pasar canutas.
Después Carl miró la hora. Dentro de una hora y veinte minutos iba a llegar Mona con su meticuloso superpsicólogo. Pero ¿por qué quería hacerle pasar ese trago? ¿Creía que de repente iba a echar a saltar como una liebre de primavera diciendo «aleluya, ya no me entran sofocos por que mataran a mi compañero delante de mis ojos sin que yo hiciera nada»?
Sacudió la cabeza. Si no fuera por Mona, ya se encargaría él de neutralizarle las ganas de preguntar a aquel aprendiz de psiquiatra.
Llamaron suavemente a la puerta. Era Laursen, con una bolsita de plástico en la mano.
– Cedro -se limitó a decir, depositando ante él la astilla encontrada en la botella del mensaje-. Tienes que buscar una caseta de botes hecha de cedro. ¿Cuántas crees que habrán levantado en el norte de Selandia antes del secuestro? No muchas, te lo digo yo, porque en aquella época todos usaban madera tratada. Fue antes de que Silvan y el resto de hipermercados de material de construcción dijeran al señor y a la señora Dinamarca que aquello ya no era lo bastante fino.
Carl miró el pedazo de madera. ¡¿Cedro?!
– ¿Quién dice que la caseta está hecha del mismo material que el pedazo que encontró Poul Holt para escribir? -preguntó.
– Nadie. Pero existe la posibilidad. Creo que vas a tener que hablar con los carpinteros de la zona.
– Muy buen trabajo, Tomas, pero la caseta puede que sea del año de la polca. Casi seguro que incluso de antes. En Dinamarca debemos guardar la contabilidad de los últimos cinco años. Ningún hipermercado ni tienda de materiales de construcción sabe quién compró madera de cedro en cantidad considerable hace diez años, y todavía menos hace veinte. Eso solo funciona en las películas. En la vida real nunca ocurre.
– Pues podía haberme ahorrado el trabajo -sonrió Laursen. Como si el zorro de él no supiera la pregunta que daba vueltas y más vueltas en el coco de su antiguo compañero. ¿Cómo emplear aquella información? ¿Cómo?
– Oye, por cierto, en el Departamento A están eufóricos -continuó.
– ¿Y eso…?
– Han conseguido que el dueño de una de las empresas que han sufrido incendios últimamente se desmoronase. Está en una de las salas de interrogatorio, cagado de miedo. Teme que los que le prestaron el dinero vayan a matarlo.
Carl procesó la información.
– Yo también creo que no le faltan razones para temerlo.
– Bueno, Carl, vas a estar unos días sin noticias mías. Tengo un cursillo.
– Ajá. ¿Qué, tienes que aprender a cocinar para instituciones?
Puede que riera demasiado alto.
– Pues sí. ¿Cómo lo has adivinado?
Carl vio la mirada de Laursen, una mirada que había visto antes. En las escenas del crimen, donde encontraban al muerto y casi todos iban vestidos con monos blancos.
La mirada triste que Laursen debía haber dejado atrás seguía presente.
– ¿Qué ocurre, Tomas? ¿Te han despedido?
Laursen asintió en silencio, breve.
– No es lo que piensas. Es que la cantina no da para pagar gastos. Aquí trabajan ochocientas personas, y pasan de comer en la cantina. Así que van a cerrarla.
Carl arrugó el entrecejo. No pertenecía a la élite que, tras largo tiempo de lealtad, eran premiados con una rodaja más de limón sobre el filete de pescado empanado, pero bueno. Si cerraban el refectorio, la fonda, la central de papeo, el restaurante del personal, la cantina o como diablos quisieran llamar al montón de mesas cojas y techo abuhardillado con el que te dabas un coscorrón a las primeras de cambio, entonces las cosas iban mal de verdad.
– ¿Van a cerrarla? -preguntó.
– Sí. Pero la directora de la Policía exige que haya una cantina, así que van a subcontratar el negocio. Lone y todos los demás, entre ellos yo, tendremos que preparar bocadillos hasta que algún tipo, en nombre del liberalismo, nos mande al desempleo o nos ponga a picar cebolla sin descanso.
– Entonces, ¿te largas ya?
Una sonrisa arrugada asomó a su rostro curtido.
– ¿Largarme? Ni por el forro. No, me han dado permiso para participar en un cursillo y cualificarme para poder presentar el pliego de condiciones para llevar la cantina. Qué cojones.
Acompañó un rato a Laursen escaleras arriba y encontró a Yrsa en el segundo piso, en acalorada discusión con Lis sobre quién estaba más bueno, George Clooney o Johnny Depp. Quienesquiera que fuesen.
– Hay que ver cómo se trabaja aquí -comentó agrio, y pilló a Pasgård en plena carrera de la máquina de café a su despacho.
– Gracias por la ayuda, Pasgård -dijo, entrando al despacho-. Quedas liberado del caso.
El tipo lo miró incrédulo. Siempre imaginaba que los demás estaban tan llenos de jueguecitos como él.
– Una última misión, Pasgård, y después tú y Jørgen podéis seguir con el afinado de timbres en Sundby. Hazme el favor de ocuparte de que lleven al padre de Poul Holt a Jefatura para interrogarlo. Martin Holt debería estar en este momento en la sede central de Holbæk de los Testigos de Jehová. En Stenhusvej 28, por si no lo sabías.
Miró el reloj.
– Me vendría bien interrogarlo dentro de dos horas justas. Seguro que protesta, pero al fin y al cabo es testigo clave de un caso de asesinato.
Giró sobre los talones. Estaba oyendo ya las protestas de la Policía de Holbæk. ¡Irrumpir en el momento más sagrado de los Testigos de Jehová! ¡Santo cielo! Pero Martin Holt los acompañaría sin problemas. Al fin y al cabo, de dos males el peor era deber reconocer sus mentiras sobre la expulsión de su hijo a sus almas gemelas de los Testigos de Jehová.
Una cosa era haber mentido a los que estaban fuera de la secta, otra hacerlo a los iniciados.
Encontró a Assad en el escritorio del pasillo frente al despacho de Jacobsen. Un triste ordenador de los que habían retirado cinco años antes ronroneaba sobre la mesa. Eso sí, le habían dado un teléfono móvil relativamente nuevo para que se pudiera comunicar con el exterior. Desde luego, unas condiciones fantásticas.
– ¿Cae algo, Assad?
Este levantó la mano en el aire. Por lo visto, tenía que terminar de escribir algo. Poner en orden las ideas antes de que se esfumaran. Carl conocía bien el problema por experiencia propia.
– Es extraño, Carl. Cuando hablo con gente que ha abandonado una secta, todos creen que quiero engancharlos a otra. ¿Crees que será por el acento?
– ¿Tienes acento? No me había dado cuenta.
Assad alzó la vista con un guiño.
– Ah, me tomas, o sea, el pelo. Ya me he dado cuenta -advirtió, levantando un dedo en señal admonitoria-. A mí no me toman el vacile tan fácil.
– O sea, que no hay nada que nos haga avanzar -convino Carl asintiendo con la cabeza. Desde luego, no era culpa de Assad-. Pero, a lo mejor, es porque no hay gran cosa que buscar. Tampoco podemos estar seguros de que el secuestrador haya cometido el crimen más que esta vez, ¿no?
Assad sonrió.
– Ja, ya estás otra vez tomando el vacile. Por supuesto que el secuestrador lo ha hecho más de una vez. He leído en tu mirada que lo sabías.
Tenía razón. Sobre aquella cuestión no podía haber grandes dudas. Un millón de coronas era mucho dinero, pero tampoco era tanto. Al menos, si vivías de eso.
Pues claro que el secuestrador lo había hecho más veces. ¿Por qué no iba a hacerlo?
– Tú sigue con lo tuyo. De todas formas, de momento no hay gran cosa que hacer.
Cuando llegó al mostrador tras el cual Yrsa y Lis seguían sin cortarse con su parloteo sexista acerca de qué físico debían tener los hombres de verdad, golpeó discretamente con los nudillos el cristal.
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