Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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– Pues claro, viejo amigo. La vida aquí no merece la pena sin ti.

Hardy esbozó una leve sonrisa.

– No creo que Jesper esté de acuerdo. Cuando vuelva por la tarde le encantará que la sala esté como solía estar.

¿Por la tarde? Carl lo había olvidado por completo.

– Pero eso, que no voy a estar cuando vuelvas del trabajo, Carl. Morten va a acompañarme al hospital, así que estoy en buenas manos. Quién sabe, quizá vuelva un día de estos -se animó, tratando de sonreír, mientras jadeaba en busca de aire. Después se sinceró-. Carl, hay algo que me da vueltas en la cabeza.

– Ah, ¿sí? Cuéntame.

– Te acuerdas del caso de Børge Bak en el que encontraron el cadáver de una prostituta bajo el puente Langebro? Parecía que se hubiera ahogado por accidente, tal vez un suicidio sin más, pero no lo era.

Sí, Carl lo recordaba con nitidez. Una mujer de color. Poco más de dieciocho años. Estaba desnuda, a excepción de una anilla de hilo de cobre trenzado en torno a un tobillo. No era algo en lo que uno se fijara de modo especial, muchas mujeres africanas lo llevaban. De modo que se fijaron más en las numerosas marcas de pinchazos que tenía en los brazos. Típico de putas heroinómanas, pero no tan habitual entre las chicas africanas de Vesterbro.

– La había matado su chulo, ¿verdad? -comentó Carl.

– No, la mataron más bien los que la vendieron al chulo.

Sí, ahora lo recordaba.

– Ese caso me recuerda al caso que lleváis ahora, el de los cuerpos carbonizados en incendios.

– Vaya. ¿Te refieres a la anilla de cobre que llevaba la africana en el tobillo?

– Exacto.

Cerró los ojos con fuerza dos veces. Aquello equivalía a una afirmación.

– La chica no quería seguir haciendo la calle. Quería volver a casa, pero no había ganado suficiente dinero, así que no podía ser.

– Y entonces, la mataron.

– Sí. Las chicas africanas creen en el vudú, pero aquella no, y eso ponía en peligro todo el sistema. Tenía que desaparecer.

– Entonces usaron la anilla con ella para recordar a las demás putas que rebelarse contra sus amos o contra el vudú tiene su castigo.

Hardy volvió a cerrar los ojos dos veces.

– Eso es. Alguien trenzó plumas, pelo y todo tipo de chismes en la anilla. El resto de las chicas africanas captó el mensaje.

Carl se secó la boca. No cabía duda de que Hardy había descubierto algo.

Jacobsen estaba de espaldas a Carl, mirando a la calle. Lo hacía a menudo cuando estaba concentrado.

– Dices que Hardy está convencido de que los cadáveres de los incendios eran cobradores. Que su trabajo consistía en administrar y cobrar las cuotas de las tres empresas y que no lo hicieron bien. Que no se cobró lo que se debía y que por eso los mataron.

– Sí. La organización daba un castigo ejemplar para el resto de cobradores. Y las empresas que habían pedido el préstamo satisfacían la deuda con la indemnización del seguro. Dos pájaros de un tiro.

– Si esos serbios se llevaron las indemnizaciones de las aseguradoras, va a haber un par de empresas sin fondos para volver a montarlas -aseveró Jacobsen.

– Sí.

El inspector jefe de Homicidios hizo un gesto afirmativo. Las explicaciones sencillas daban muchas veces soluciones sencillas. Era algo bestial, sin duda, pero las bandas del Este de Europa y las de los Balcanes tampoco se caracterizaban por su sensiblería.

– ¿Sabes qué, Carl? Vamos a seguir esa teoría -dijo, moviendo la cabeza arriba y abajo-. Voy a hablar con la Interpol enseguida. Tendrán que ayudarnos a conseguir alguna respuesta de los serbios. Da las gracias a Hardy de mi parte. Por cierto, ¿cómo le va? ¿Se va haciendo a tu casa?

Carl meneó la cabeza de lado a lado. «¿Se va haciendo?» Tampoco era para tanto.

– Por cierto, información confidencial. -Marcus Jacobsen lo detuvo cuando salía por la puerta-: hoy vais a tener visita de la Inspección de Trabajo.

– Ah, ¿sí? Y tú ¿cómo lo sabes? Creía que sus visitas solían ser por sorpresa.

El inspector jefe de Homicidios sonrió.

– Qué coño, al fin y al cabo somos la Policía, ¿no? Lo sabemos todo.

– Yrsa, hoy tienes que trabajar en el segundo piso, ¿vale?

Ella no pareció oírlo.

– Gracias por la nota que nos dejaste ayer. Es decir, de parte de Rose -dijo.

– Bien. ¿Y qué ha respondido? ¿Va a volver al trabajo pronto?

– La verdad es que no me ha dicho nada sobre eso.

No podía decirse de forma más explícita.

Tendría que arreglárselas con Yrsa.

– ¿Dónde está Assad? -preguntó.

– En su despacho, telefoneando a miembros de sectas expulsados. Yo me encargo de los grupos de apoyo.

– ¿Hay muchos?

– No. Tendré que hacer como Assad y llamar a exmiembros de la comunidad.

– Buena idea. ¿Dónde los encontráis?

– En viejos recortes de prensa. Hay montones de ellos.

– Cuando subas al segundo piso llévate a Assad. Los de la Inspección de Trabajo están al llegar.

– ¿Quiénes?

– Los de la Inspección de Trabajo. Los del amianto.

No pareció registrarlo en su mollera.

– ¡Hola! -saludó, chasqueando los dedos-. ¿Estás despierta?

– Hola, tu padre. Voy a decirlo con todas las letras, Carl. No tengo ni idea de qué es lo del amianto. ¿No te estás confundiendo con Rose?

¿Había sido Rose?

Santo cielo, ya no sabía quién era quién ni dónde estaba.

Tryggve Holt telefoneó a Carl mientras este pensaba si poner una silla en medio del suelo para poder rematar a la mosca la próxima vez que se posara en su sitio preferido, en medio del techo.

– ¿Les ha gustado el dibujo? -preguntó Tryggve.

– Sí, ¿y a ti?

También a él le había gustado.

– Lo llamo porque hay un policía danés, un tal Pasgård, que no deja de llamarme. Ya le he dicho lo que sé; ¿no podría decirle que es muy irritante y que me deje en paz?

Con gusto, pensó Carl.

– ¿Te importa si te hago antes un par de preguntas, Tryggve? -propuso-. Ya me encargaré de que te deje en paz.

El tipo no quedó muy contento, pero tampoco se negó.

– No creemos que sean molinos de viento, Tryggve. ¿No podrías describir mejor el sonido?

– ¿Cómo voy a describirlo?

– ¿Cómo era de grave?

– La verdad es que no sé. ¿Qué quiere que diga?

Carl emitió un sonido grave.

– ¿Era así de grave?

– Sí, algo parecido.

– No ha sido muy grave.

– Pues, entonces, no sería un sonido grave. Aunque yo lo llamaría así.

– ¿Sonaba a metálico?

– ¿Cómo, metálico?

– Era un sonido suave, ¿o más bien agudo?

– No lo recuerdo. Algo agudo, creo.

– O sea, ¿como una especie de motor?

– Sí, puede. Pero sonó sin parar durante días.

– ¿Y no disminuyó con la tormenta?

– Sí, un poco, pero no mucho. Oiga, ya le he contado esto a Pasgård. Bueno, casi todo. ¿No puede hablar con él? No soporto tener que pensar más sobre aquello.

Pues vete a ver a un psicólogo, pensó Carl.

– Te comprendo, Tryggve -fue lo que dijo.

– Llamaba también por otra cosa. Mi padre está hoy en Dinamarca.

– No me digas -se sorprendió Carl, y cogió el bloc-. ¿Dónde?

– Tiene reunión de los Testigos de Jehová en la sede central de Holbæk. Parece que quiere que lo manden a otra parte. Creo que usted le ha metido miedo. No puede aceptar que se hurgue en aquella cuestión.

Entonces estáis de acuerdo, amigo mío, pensó.

– Ya. ¿Y qué pueden hacer los Testigos de Jehová de Dinamarca? -preguntó.

– ¿Que qué pueden hacer? Pues, por ejemplo, podrían mandarlo a Groenlandia o a las islas Faroe.

Carl arrugó el entrecejo.

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