Mientras Isabel apretaba el acelerador a fondo y su mirada deambulaba entre la carretera, el GPS y el retrovisor, Rakel dejó de sudar. El temblor de sus labios disminuía a cada segundo que pasaba. Los latidos de su corazón se sosegaron. Por un instante recordó cómo puede transformarse el miedo en furia.
El pavoroso recuerdo del aliento satánico y los ojos amarillos de los soldados del NPFL, que no mostraron compasión, se propagó por su cuerpo e hizo que apretara las mandíbulas.
Antes había actuado, o sea que podría volver a hacerlo.
Se volvió hacia su chofer.
– En cuanto entreguemos las cosas a Joshua me pongo al volante. ¿Entendido, Isabel?
Isabel sacudió la cabeza.
– No va a resultar, Rakel, no conoces mi coche. Hay un montón de cosas que no funcionan. Las luces de posición. El freno de mano está flojo. Tiene la dirección muy sensible.
Mencionó un par de cosas más, pero a Rakel le daba igual. Puede que Isabel no creyera que la beata Rakel pudiera estar a su altura al volante. Pero pronto saldría de su error.
Encontraron a Joshua en el andén de la estación de Odense: tenía el semblante gris y un aspecto lastimoso.
– ¡No me gusta lo que decís!
– No, pero Isabel tiene razón, Joshua. Lo haremos así. Debe notar nuestro aliento en su nuca. ¿Llevas el GPS, como hemos convenido?
Joshua asintió en silencio y la miró con ojos enrojecidos.
– El dinero me importa un bledo -aseguró.
Rakel lo asió del brazo con fuerza.
– No tiene nada que ver con el dinero. Ya no. Tú sigue sus instrucciones. Cuando él emita el destello de luz tú arroja el saco, pero deja el dinero en la bolsa de deportes. Mientras tanto, intentaremos seguir el tren lo mejor que podamos. No tienes que pensar en nada, solo debes orientarnos sobre dónde está el tren si te lo preguntamos, ¿de acuerdo?
Su marido hizo un gesto afirmativo, pero era evidente que no estaba de acuerdo.
– Dame la bolsa con el dinero -dijo Rakel-. No me fío de ti.
Él sacudió la cabeza; así que Rakel estaba en lo cierto. Y es que estaba segura.
– ¡Dámela! -gritó, pero Joshua seguía reacio. Entonces ella le cruzó una bofetada seca y fuerte bajo el ojo derecho y asió la bolsa de deportes. Para cuando Joshua se dio cuenta de lo que ocurría, la bolsa había pasado a manos de Isabel.
Entonces Rakel agarró el saco vacío y metió en él la ropa del secuestrador, a excepción de la camisa con los pelos. Y puso encima el herraje, el candado y la carta escrita por Joshua.
– Toma. Y haz lo que hemos convenido. De lo contrario no volveremos a ver a nuestros hijos. Créeme, lo sé .
Seguir la marcha del tren fue más difícil de lo que había creído. Al salir de Odense llevaban ventaja, pero para cuando llegaron a Langeskov esta empezó a disminuir. Los informes de Joshua eran inquietantes, y los comentarios de Isabel al comparar la situación por GPS del coche y del tren se hicieron cada vez más impacientes.
– Déjame coger el volante, Rakel -graznó Isabel-. No tienes temple para esto.
Pocas veces habían tenido unas palabras tanto efecto en Rakel. Apretó el acelerador hasta el fondo y, al cabo de unos cinco minutos, el rugido del motor acelerado al máximo fue el único sonido que se oía.
– ¡Ya veo el tren! -gritó Isabel, liberada, cuando la autopista E-20 cortó la línea de ferrocarril. Entonces apretó una tecla del móvil y a los pocos segundos oyó la voz de Joshua al otro lado de la línea.
– Tienes que mirar a la izquierda, Joshua, estamos algo más adelante -advirtió-. Pero la autopista hace una curva muy abierta de varios kilómetros, así que dentro de poco nos habrás adelantado. Intentaremos alcanzarte en el puente del Gran Belt, pero va a ser difícil. Después tendremos que pasar por la cabina de peaje.
Isabel escuchó el comentario de Joshua.
– ¿Te ha llamado él? -preguntó después, antes de cerrar el móvil.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Rakel.
– Que aún no había hablado con el secuestrador. Pero no sonaba bien, Rakel. Se niega a creer que podamos llegar a tiempo. Ha dicho entre tartamudeos que a lo mejor daba igual que lleguemos o no. Que bastaba con que el secuestrador comprendiera el mensaje de la carta.
Rakel apretó los labios. «Da igual», decía su marido. Pues de eso nada. Tenían que llegar antes de que el secuestrador emitiera un destello hacia el tren. Tenían que llegar antes, y entonces iba a enterarse aquel cabrón que se había llevado a sus hijos de lo que ella era capaz.
– No dices nada, Rakel -comentó Isabel a su lado-. Pero lo que dice Joshua es verdad. No podemos llegar a tiempo.
La tía volvía a tener la vista pegada al velocímetro. No podía subir más.
– ¿Qué vas a hacer en el puente, Rakel? Hay un montón de cámaras y el tráfico es denso. Y ¿qué vas a hacer cuando tengamos que pagar el peaje al otro lado?
Rakel estuvo un rato sopesando las preguntas mientras avanzaba por el carril de adelantamiento con el intermitente puesto y las luces largas encendidas.
– Tú no te preocupes de nada -dijo después.
Isabel estaba aterrorizada.
Aterrorizada por la demencial conducción de Rakel y por su propia falta de capacidad para poder hacer algo al respecto.
Doscientos, trescientos metros más adelante llegaron a las barreras del puesto de peaje del puente del Gran Belt, y Rakel no reducía la velocidad. Dentro de pocos segundos tendrían que conducir a treinta por hora, y ahora iban a ciento cincuenta. Ante ellas el tren con Joshua atravesaba zumbando el paisaje, y aquella mujer quería alcanzarlo.
– ¡Tienes que frenar, Rakel! -gritó cuando estaban frente a las cabinas de pago-. ¡FRENA!
Pero Rakel estrujaba el volante entre sus manos, inmersa en su propio mundo. Debía salvar a sus hijos.
Lo que pudiera ocurrir, por lo demás, carecía de importancia.
Vieron que los vigilantes de la cabina de peaje para camiones agitaban los brazos, y un par de coches que tenían delante se hicieron bruscamente a un lado.
Entonces atravesaron la barrera con un enorme estruendo y una nube de fragmentos salió volando por los aires.
Si su antigualla de Ford Mondeo hubiera tenido un par de años menos, o al menos hubiera estado mejor de lo que estaba, las habría detenido la explosión de un par de airbags. «No funcionan, ¿los cambio?» fue lo que preguntó el mecánico la última vez, pero era carísimo. Isabel se arrepintió muchas veces de haber dicho que no, pero ahora no se arrepentía. Si se hubieran desplegado los airbags mientras conducían a aquella velocidad, la cosa podría haber sido muy grave. Pero lo único que podría recordar aquel inadmisible ataque a la propiedad pública era una gran abolladura en el radiador y un corte feo en el parabrisas que iba ensanchándose poco a poco.
Tras ellas había una gran actividad. Si la Policía no estaba ya al corriente de que un coche matriculado a su nombre había atravesado a toda velocidad una barrera del puente sobre el Gran Belt, alguien andaba despistado.
Isabel respiró con fuerza y volvió a teclear el número de Joshua.
– ¡Ahora estamos en el puente! ¿Dónde estás tú?
Joshua dio sus coordenadas de GPS e Isabel las comparó con las suyas. No podía estar muy lejos.
– No me siento bien -se quejó Joshua-. Creo que lo que estamos haciendo es un error.
Isabel trató de tranquilizarlo como pudo, pero no pareció lograrlo.
– Llama en cuanto veas el destello -dijo, y apagó el móvil.
Justo antes de la salida 41 divisaron el tren, a la izquierda. Un collar de perlas luminoso deslizándose por el paisaje negro. En el tercer vagón iba un hombre con el corazón oprimido.
¿Cuándo puñetas se iba a poner aquel demonio en contacto con ellos?
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