Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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– Dale algo de té, Carl. La parienta se va a cabrear si vomita en su tapizado.

Carl acercó la cesta de provisiones y sirvió té sin preguntar.

– Toma, Assad.

Este apartó un poco los prismáticos, miró al té y después sacudió la cabeza.

– No voy a vomitar, Carl. Lo que me sube lo vuelvo a tragar.

Carl abrió los ojos como platos.

– Sí, suele pasar lo mismo, entonces, cuando montas en dromedario por el desierto. Allí también puede cansarse el estómago. Pero si vomitas, pierdes demasiada agua. En el desierto es una estupidez. Por eso, o sea.

Carl le dio unas palmadas en el hombro.

– Bien, Assad. Tú vigila, a ver si ves una caseta de botes. Te dejo en paz.

– No busco la caseta, porque, o sea, no la vamos a encontrar.

– ¿Por qué lo dices?

– Creo que estará bien camuflada. No hace falta que esté rodeada de árboles. Puede estar en un montón de tierra y arena, entonces, o bajo una casa o junto a unos matorrales. No tenía mucha altura, no lo olvides.

Carl cogió los otros prismáticos. Su compañero no era del todo fiable. Tendría que mirar él.

– Si no buscas la caseta, ¿qué es lo que buscas, Assad?

– Algo que pueda ronronear. Un molino de viento u otra cosa. Cualquier cosa que pueda provocar ese ronroneo.

– Va a ser difícil, Assad.

Assad lo miró un momento, como si estuviera bastante cansado de su compañía. Después le dio una fuerte arcada, de modo que Carl retrocedió un poco, por si acaso. Y cuando terminó, hablaba casi en susurros.

– Carl, ¿sabías que el récord de estar contra una pared como si fueras una silla son doce horas y no sé cuántos minutos?

– No me digas. -Carl se dio cuenta de que su expresión se hacía inquisitiva.

– ¿Sabías que el récord de estar de pie sin interrupción está en diecisiete años y dos meses?

– ¡Imposible!

– Pues es verdad, o sea. Era un gurú indio, y por la noche dormía de pie.

– Ajá. Pues no lo sabía, Assad. ¿Qué quieres decir con eso?

– Pues que algunas cosas parecen más difíciles de lo que son, y otras parecen más fáciles.

– Ya. ¿Y…?

– Así que vamos a buscar el sonido ronroneante y después dejaremos de hablar de eso.

Joder con el razonamiento.

– Bien. Pero, de todas formas, no me creo lo del que estuvo diecisiete años de pie -replicó Carl.

– Vale. Y ¿sabes qué, Carl? -inquirió, mirándolo serio y conteniendo una arcada.

– No.

Assad acercó los prismáticos a los ojos.

– Allá tú, o sea.

Se pusieron a escuchar y oyeron el zumbido de los veleros a motor y pesqueros, de las motos de la carretera, de los aviones monomotores que fotografiaban las propiedades de alrededor, para que Hacienda tuviera algo que evaluar y poder desollar vivos a los ciudadanos. Pero ningún sonido que fuera lo bastante constante, y tampoco sonidos que pudieran soliviantar a la Liga de Enemigos de los Infrasonidos.

La mujer de Klaes Thomasen fue a buscarlos a Hundested, y él prometió preguntar a todo quisqui si tenían conocimiento de una caseta como la descrita. El guardabosque de Nordskoven era una posibilidad, dijo; los clubes de vela, otra. Él iba a continuar la caza al día siguiente, que iba a estar soleado y sin lluvia.

Assad seguía teniendo mal aspecto cuando, ya en su coche, regresaron a casa.

En aquella situación, era fácil solidarizarse con la mujer de Thomasen. Ostras, tampoco a él le gustaría que nadie vomitase en la elegante tapicería de su coche.

– Tú avisa si tienes ganas de devolver, ¿vale, Assad? -advirtió Carl.

Assad asintió en silencio con expresión ausente. No parecía poder controlar algo así.

Carl repitió la pregunta cuando pasaron por Ballerup.

– Igual me viene bien un descanso, o sea -reconoció Assad pasado un rato.

– Vale, ¿puedes esperar dos minutos? Es que tengo que hacer una cosa por el camino. De todos modos tenemos que pasar por ahí camino de Holte. Después puedo llevarte a casa.

Assad no respondió.

Carl miró a la carretera. Había oscurecido. La cuestión estaba en si lo dejarían entrar.

– Verás, es que quiero visitar a mi suegra. Lo he acordado con Vigga. ¿Te parece bien? Su madre vive en una residencia cerca de aquí.

Assad asintió con la cabeza.

– No sabía que Vigga tuviera una madre. ¿Cómo es? ¿Es, o sea, simpática?

Aquella pregunta, dentro de su simpleza, era tan complicada de responder que Carl casi se saltó el semáforo en rojo de la calle Mayor de Bagsværd.

– Cuando salgas, ¿puedes dejarme en la estación, Carl? De todas formas tú vas al norte, y yo tengo un autobús que me deja en la puerta de casa, entonces.

Sí, Assad sabía bien cómo proteger su anonimato y el de su familia.

– No, no puede visitar a la señora Alsing ahora, es demasiado tarde. Vuelva mañana antes de las dos, a ser posible hacia las once de la mañana, que es cuando está más espabilada -dijo la enfermera de guardia.

Carl sacó su placa de policía.

– No he venido solo por cuestiones privadas. Este es mi asistente, Hafez el-Assad. Solo será un momento.

La enfermera miró extrañada la placa, y después a aquel ser medio tambaleante junto a Carl. El personal de la residencia no estaba acostumbrado a aquello.

– Creo que está dormida. Su salud ha decaído bastante últimamente.

Carl miró la hora. Las nueve y diez. Era la hora de empezar el día para la madre de Vigga, ¿de qué coño hablaba la enfermera? No en vano había sido camarera en los bares de copas de Copenhague durante más de cincuenta años. No, nunca llegaría a estar tan senil.

Con amabilidad, pero también de mala gana, los condujo al ala de los seniles y los dejó frente a la puerta de Karla Margrethe Alsing.

– Avísennos cuando quieran salir -informó la enfermera, señalando con el dedo-. Hay personal ahí.

Encontraron a Karla en un mar de cajas de bombones y pasadores de pelo. Con su indómita cabellera cana y un kimono desaliñado, parecía una artista de Hollywood que no había comprendido que su carrera había terminado. Reconoció enseguida a Carl y se quedó posando inclinada hacia atrás mientras gorjeaba su nombre y le contaba lo fantástico que era que estuviera allí. A Vigga le venía de familia, sin duda.

Ni se dignó mirar a Assad.

– ¿Café? -preguntó, sirviendo un poco de un termo sin tapa a una taza que había sido usada más de una vez. Carl iba a protestar, pero se dio cuenta de que era una empresa arriesgada. Luego se volvió hacia Assad y le pasó la taza. Si alguien necesitaba un café frío y enmohecido, era él.

– Vaya, esto está bien -dijo Carl observando el paisaje de muebles que lo rodeaba. Marcos dorados, muebles de caoba con adornos recargados y brocados. En la vida de Karla Margrethe Alsing nunca faltaron símbolos de estatus.

– ¿En qué empleas el tiempo? -preguntó, esperando una lección sobre lo difícil que se le hacía leer y lo malos que eran ahora los programas de televisión.

– ¿El tiempo? -preguntó con mirada ausente-. Bueno, aparte de tener que cambiar este trasto de vez en cuando…

Se detuvo en medio de la frase, rebuscó bajo la almohada y sacó un consolador anaranjado lleno de botones.

– … ya casi no puedo hacer nada.

Carl oyó detrás el tintineo de la taza de café de Assad.

Capítulo 29

A cada hora que pasaba, sus fuerzas iban agotándose. Trató de gritar a voz en cuello cuando el coche se fue, pero cada vez que vaciaba los pulmones era casi imposible recuperar el aliento. El peso de las cajas era sencillamente excesivo. Su respiración iba haciéndose más y más superficial.

Avanzó un poco su mano derecha y sus uñas arañaron la caja que colgaba sobre su rostro. El mero hecho de oír el raspar contra el cartón daba esperanzas. Así que podía hacer algo.

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