Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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Así fue como empezó el interés de Carl por el trabajo de detective, y ahora podía decirse que en cierta medida había vuelto al punto de partida.

– Resulta que la tinta correspondía a un texto invertido. El papel de la pescadería no llevaba nada impreso, de modo que debió de pasar algo de tiempo junto a un periódico, y su tinta se calcó.

– Hala… -reaccionó Yrsa, inclinándose hacia delante cuanto lo permitían sus piernas cruzadas-. ¿Y qué ponía?

– Bueno, si no fuera porque las letras eran grandes, no lo habríamos conseguido, pero por lo que he entendido han llegado a la conclusión de que ponía «Frederikssund Avis», que he averiguado que es un semanario gratuito.

Pensaba que en ese punto Assad se partiría de regocijo, pero no dijo nada.

– ¿No lo entendéis? Eso reduce muchísimo las posibilidades geográficas, si creemos que el pedazo de papel proviene de la zona donde se recibe ese semanario gratis en el buzón. Si no, habríamos tenido que tomar en consideración toda la costa del norte de Selandia. ¿Os dais cuenta de cuántos kilómetros son?

– No. -Fue la seca reacción desde el asiento de atrás.

Tampoco él lo sabía.

Entonces sonó su móvil. Miró un momento la pantalla y se puso contento.

– Mona -dijo en un tono completamente distinto al empleado antes-. Me alegro de que hayas llamado.

Notó que Assad se removía en el asiento del copiloto. A lo mejor ya no pensaba que su jefe estaba perdido para siempre.

Carl trató de invitarla a su casa aquella misma noche, pero no lo llamaba por eso. No, esta vez era por cuestiones profesionales, le dijo riendo, y el pulso de Carl se desbocó. Resulta que tenía de visita a un colega a quien le gustaría mucho hablar con Carl de sus traumas.

Carl frunció el ceño. ¡Vaya! Así que le gustaría, ¿eh? ¿Qué diablos les importaban sus traumas a los colegas de Mona? Los había estado guardando con celo para ella.

– Me siento estupendo, Mona, o sea que no es necesario -dijo, y se imaginó su cálida mirada.

Mona volvió a reír.

– Sí, claro, estoy segura de que te subió la moral que ayer pasáramos la noche juntos, ya me doy cuenta, pero hasta entonces no estabas tan animado, ¿verdad? Y tampoco puedo estar día y noche de servicio.

Carl volvió a tragar saliva. De solo pensarlo echaba a temblar. Estuvo a punto de preguntarle por qué no podía hacerlo, pero se contuvo.

– Vale, entonces de acuerdo.

Estuvo a punto de decir «cariño», pero reparó en la atenta mirada burlona de Yrsa por el retrovisor. Y se controló.

– Tu colega puede venir mañana. Pero andamos con mucho trabajo y tendrá que ser solo un momento, ¿vale?

No quedaron en su casa para aquella noche. ¡Mierda!

Tendrían que dejarlo para mañana. Eso esperaba.

Apagó el móvil y dirigió a Assad una sonrisa fingida. Cuando aquella mañana se miró en el espejo se sentía como un auténtico Don Juan. Ahora le costaba más.

– Oh, Mona, Mona, Mona, ¿cuándo llegará el día en que te coja de la mano? ¿Cuándo podremos… escaparnos? -canturreó Yrsa.

Assad se sobresaltó. Si no la había oído cantar antes, ahora sí que la había oído. Tenía una voz ciertamente especial.

– No la conocía -dijo Assad. Se volvió un segundo hacia atrás, asintiendo con la cabeza. Después se quedó callado.

Carl sacudió la cabeza. ¡Ostras! Ahora que Yrsa sabía lo de Mona, iban a saberlo todos. Tal vez no debiera haber respondido la llamada.

– Imagínate -dijo Yrsa desde el asiento trasero.

Carl miró por el retrovisor.

– ¿Qué tengo que imaginar? -dijo, preparado para el contraataque.

– Frederikssund. Imagínate si asesinó a Poul Holt aquí, cerca de Frederikssund -continuó Yrsa, mirando al frente.

Bueno, al menos las relaciones de Carl y Mona ya no ocupaban su mente. Y claro que sabía a qué se refería ella. Frederikssund no estaba lejos de donde vivía Yrsa.

La maldad no hacía distingos entre ciudades.

– Entonces ahora vais a intentar encontrar una caseta de botes en la boca de uno de los fiordos -siguió diciendo Yrsa-. Da miedo pensarlo, si es que es verdad. Pero ¿por qué no crees que pueda ser más al sur? Allí también leen prensa local de vez en cuando, ¿no?

– Tienes razón. Puede haberlo llevado de la zona de Frederikssund a otra parte, por alguna razón. Pero por algo hay que empezar, y eso parece lógico. ¿Verdad, Assad?

Su copiloto no dijo nada. Puede que estuviera ya medio mareado.

– ¡Aquí! -dijo Yrsa, señalando la acera-. Puedes dejarme aquí.

Carl miró el GPS. Bastaba continuar por Byvej y Ejner Thygesens Vej para llegar a Sandalparken, donde ella vivía. ¿Por qué dejarla allí?

– Enseguida llegamos, Yrsa. No es ninguna molestia.

Se dio cuenta de que ella estaba a punto de declinar la oferta. Lo más probable era que dijera que tenía que hacer compras, pero en ese caso tendría que dejarlo para más tarde.

– Te acompaño un momento si no te importa, Yrsa. Quiero saludar a Rose y decirle una cosa.

Carl vio sin dificultad las arrugas que se formaron en la piel encalada del rostro de Yrsa.

– Solo un momento -repitió, para quitarle la iniciativa.

Aparcó ante el número 19 y salió del coche.

– Tú quédate aquí, Assad -ordenó, mientras abría la puerta a Yrsa.

– Creo que Rose no está en casa -informó Yrsa en las escaleras, con una expresión facial que Carl no le había visto antes. Más apagada y laxa de lo habitual. Como la expresión que pones cuando sales del aula de examen sabiendo que has hecho un examen mediocre.

– Espera fuera un momento, Carl -lo instó Yrsa mientras abría con llave la puerta del piso-. Puede que esté todavía en la cama. Estos días hay veces que no se levanta.

Carl observó el cartel de la puerta mientras Yrsa llamaba a gritos a Rose en el interior. Solo ponía «Knudsen».

Yrsa dio un par de gritos más, y después volvió a la puerta.

– No, Carl. En este momento no está, a lo mejor ha salido a hacer unas compras. ¿Quieres que le diga algo cuando vuelva?

Carl empujó un poco la puerta y logró meter el pie en el recibidor.

– No, ya sé qué hacer: le escribiré una nota. ¿Tienes por ahí un pedazo de papel?

Con la práctica y destreza adquiridas durante años, se adentró algo más en el territorio. Como una babosa que mueve su cuerpo deslizándose de manera imperceptible. No se veía que moviera los pies, pero de pronto había recorrido varios metros, y ahora era imposible echarlo.

– Está algo revuelto -se disculpó Yrsa, todavía con el abrigo puesto-. Rose lo revuelve todo cuando está así. Sobre todo cuando pasa sola todo el día.

Tenía razón. El pasillo era un revoltijo de ropa, embalajes vacíos y montones de revistas viejas.

Carl miró a la sala. Si aquello era el dominio de Rose, desde luego no se parecía en nada a como se imaginaba Carl que viviría una roquera con pelo punki y cantidad de bilis fluyendo por su cuerpo. No, si alguien se había encargado de los interiores, solo podía ser una hippy de pura cepa, recién vuelta de un trekking por Nepal con la mochila llena de baratijas. No había visto nada igual desde la época en que se acostaba con una chica de Vrå. Varas de incienso, grandes fuentes de latón y cobre con elefantes y todo tipo de figuras esotéricas labradas. Paños de batik en las paredes, pieles de buey en las sillas. Solo faltaba una bandera de Estados Unidos desgarrada para volver a mediados de los setenta. Todo ello bien condimentado con una capa de polvo más que gruesa. Aparte de los montones de revistas no había nada, nada en absoluto, que le dijera que las hermanas Yrsa y Rose pudieran ser las arquitectas de aquel desbarajuste anacrónico.

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