Se sacudió la idea de encima y miró a Yrsa.
– Haz copias y mándalas a todos los distritos policiales. ¿Sabes cómo hacerlo?
Yrsa se encogió de hombros.
– Y déjame ver el texto antes de enviarlo.
– ¿Qué texto?
Carl dio un suspiro. Para algunas cosas era fantástica, pero desde luego no era ninguna Rose.
– Tienes que describir el asunto, Yrsa. Decir que sospechamos que esa persona ha cometido un asesinato y que nos gustaría saber si alguien conoce a un hombre con ese aspecto que haya tenido algún encontronazo con la ley.
– ¿Adónde nos lleva esto, Carl? ¿Qué relación hay? ¿Se te ocurre algo? -Lars Bjørn arrugó el ceño y empujó la foto de los cuatro hermanos Jankovic hacia el inspector jefe de Homicidios.
– ¿Que adónde nos lleva? Nos lleva a que si queréis seguir con vuestros casos de incendios provocados tendréis que buscar en las fichas de delincuentes a serbios con un anillo como el de estas cuatro bolas de grasa. Tal vez encontréis uno así en los archivos daneses, pero yo que vosotros me pondría en contacto con la Policía de Belgrado.
– ¿Estás diciendo que los cadáveres que encontramos en los edificios calcinados son serbios relacionados con la familia Jankovic y que los anillos expresan esa relación de pertenencia? -inquirió el inspector jefe.
– Sin duda. Y creo que esos deben de llevar el anillo desde su nacimiento, porque hay malformaciones en el hueso del meñique.
– ¿Una hermandad de delincuentes? -concluyó Bjørn.
Carl lo miró con una sonrisa mema. Estaba de lo más despierto para ser lunes.
Marcus Jacobsen, junto a Bjørn, miró con expresión hambrienta su paquete de tabaco, que yacía aplastado en la mesa.
– Sí, hay que ponerse en contacto con nuestros colegas serbios. Si las cosas son como crees, esa gente pertenece a la hermandad casi desde que nace. ¿Sabes quién se encarga de esas actividades de préstamo hoy en día? Los cuatro fundadores ya no viven, por lo que veo.
– Yrsa está en ello. Es una sociedad anónima, pero la mayoría de los accionistas se apellidan Jankovic.
– O sea, una mafia serbia que presta dinero.
– Sí. Sabemos que las empresas incendiadas debieron dinero a la familia en algún momento. Lo que no sabemos es por qué estaban allí los cadáveres. Eso os lo dejamos a vosotros.
Carl sonrió y puso el dibujo sobre la mesa.
– Y aquí está el supuesto autor del asesinato de Poul Holt y el secuestro de su hermano. Un tipo encantador, ¿verdad?
Marcus Jacobsen lo miró como a los demás. Había visto a cantidad de asesinos en su vida.
– Tengo entendido que Pasgård ha hecho un descubrimiento referente al caso -dijo después Jacobsen con sequedad-. Así que al final os ha venido bien un poco de ayuda.
Carl frunció el ceño. ¿De qué coño hablaba el tío?
– ¿Qué descubrimiento? -quiso saber.
– Ah, ¿todavía no lo ha comunicado? Seguro que está escribiendo el informe en este momento.
A los veinte segundos Carl estaba en el despacho de Pasgård. Un cuarto sombrío que la foto de su pequeña familia de tres debería haber iluminado, pero que en su lugar recordaba lo poco acogedor que puede ser el cubículo de un funcionario así.
– ¿Qué pasa? -preguntó Carl mientras Pasgård tecleaba como loco.
– Tendrás el informe dentro de dos minutos, y yo habré acabado con este caso.
Aquello sonaba efectivo de pelotas, pero aun así el hombre giró la silla después de dos minutos exactos y dijo:
– Mira, puedes leerlo en pantalla antes de que lo imprima. Así puedes corregir algo si crees que no queda claro.
Pasgård y Carl habían entrado en Jefatura por la misma época, pero aunque Carl, en honor a la verdad, nunca intentó agradar a nadie, era a él a quien pasaban la mayoría de los trabajos buenos. Una evidente espina clavada para un lameculos como Pasgård.
Por eso la sonrisa ácida de Pasgård no era más que la manifestación apenas oculta de la inmensa alegría que sentía mientras Carl leía el informe.
Después Carl se volvió hacia él.
– Buen trabajo, Pasgård -dijo sin más.
– Assad, ¿tienes que ir a casa o puedes hacer unas horas extra esta noche? -preguntó. Cien a uno a que no se atrevía a decir que no.
Assad sonrió. Seguro que lo tomó como un regalo. Ahora podrían seguir con el caso. Las discusiones acerca de Samir Ghazi y sobre dónde vivía de verdad Assad tendrían que esperar.
– Ven con nosotros, Yrsa. Te llevamos a casa. Nos pilla de paso.
– ¿Pasando por Stenløse? Ni hablar, no os coge de camino. No, iré en tren. Me encanta viajar en tren.
Se abrochó el abrigo y se echó al hombro el bolsito de imitación de piel de cocodrilo. Sin duda, una impedimenta inspirada en viejas películas inglesas, igual que sus zapatos marrones de medio tacón.
– Hoy no irás en tren, Yrsa -dijo Carl-. Quiero daros explicaciones por el camino, si no tenéis inconveniente.
Algo reacia, Yrsa se sentó en el asiento trasero, casi como una reina a la que quisieran contentar con una simple carroza tirada por cuatro caballos. Con las piernas cruzadas y el bolso en el regazo. El olor a perfume se expandió bajo el techo, amarillento por el humo.
– A Pasgård le han contestado de la sección de Biología acuática, y han salido varias cosas interesantes. Para empezar, se ha corroborado que las escamas proceden de un tipo de trucha de fiordo que, como su nombre indica, suele habitar en fiordos, en la frontera entre el agua dulce y el agua salada.
– ¿Y la mucosidad? -quiso saber Yrsa.
– Posiblemente se deba a los mejillones o gambas de fiordo. Todavía no están seguros.
Assad asintió con la cabeza en el asiento del copiloto y después miró la primera página del mapa del norte de Selandia. Al rato plantó el dedo en medio del mapa.
– Bueno, yo los veo aquí. Isefjord y el fiordo de Roskilde. ¡Ajá! Pero no sabía que se unían ahí arriba, en Hundested.
– Pero bueno… -se oyó del asiento trasero-. ¿Habéis pensado rastrear los dos fiordos? Que no os pase nada.
– Exacto -confirmó Carl, dirigiéndole una mirada por el retrovisor-. Pero nos hemos aliado con un conocido pescador del lugar que también vive en Stenløse. Assad, seguro que lo recuerdas del caso del doble asesinato de Rørvig. Thomasen. El que conocía al padre de los asesinados.
– Ah, ese. Su nombre empezaba por K. El de la barriga.
– Eso es. Se llamaba Klaes. Klaes Thomasen, de la comisaría de Nykøbing. Tiene un barco amarrado en Frederikssund y conoce los fiordos como la palma de su mano. Nos llevará de paseo. Aún quedan un par de horas para que anochezca.
– ¿Iremos en barco, entonces? -preguntó Assad, abatido.
– No queda otro remedio si buscamos una caseta para botes que sobresale en la orilla.
– Carl, o sea, no me gusta la idea.
Carl decidió hacerse el sordo.
– Aparte de ser el hábitat de truchas de fiordo, hay otra indicación de que debemos buscar la caseta de botes en las bocas de los fiordos. Aunque me duele reconocerlo, Pasgård ha hecho un buen trabajo. Después de que los biólogos marinos hicieran sus pruebas, esta mañana ha mandado el papel a la Policía Científica para que analicen las sombras que mencionó Laursen. Y en efecto, resulta que era tinta. En cantidades minúsculas, pero había.
– Creía que los escoceses ya lo habrían comprobado -opinó Yrsa.
– Claro, pero lo que más han analizado han sido las letras del papel, no tanto el papel en sí. Pero cuando los de la Policía Científica han vuelto a analizarlo esta mañana, se han dado cuenta de que había restos de tinta por toda la hoja.
– ¿Era solo tinta, o ponía algo? -preguntó Yrsa.
Carl sonrió. Una vez estuvo con uno de sus amigos tumbado en la plaza del mercado de Brønderslev examinando una huella de zapato. Algo borrada por la lluvia, pero aun así distinta a las demás, sin duda. Veían que en la punta de la suela había unas letras rayadas, pero hubo de pasar algo de tiempo hasta que cayeron en la cuenta de que la huella del zapato escribía las letras invertidas en el suelo. Ponía PEDRO. Y pronto se propagó que debía de ser uno de los trabajadores de la fábrica de maquinaria Pedershaab, que temía que le robasen el único par de zapatos de trabajo. Así que cuando los chicos metían la ropa en la taquilla cuando iban a la piscina al aire libre en la otra punta de la ciudad, siempre pensaban en el pobre Pedro.
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