– ¿Tú crees? No es ningún tonto, Rakel. Lo sabes tan bien como yo. Huir del país no es ninguna garantía para él. Ostras, de todas formas detienen a casi todos.
– Pero ¿entonces qué? -preguntó Rakel, removiéndose inquieta en el asiento. Después rogó-: ¿Te importa conducir algo más despacio? Si nos pillan en un control de carretera van a quitarte el carné.
– Qué le vamos a hacer. Si ocurre eso, cogerás tú el volante. Tienes carné de conducir, ¿verdad?
– Sí.
– Vale -dijo Isabel mientras adelantaba por la derecha un BMW cromado lleno de chicos de piel oscura con la visera de la gorra de béisbol hacia atrás. Después continuó-. No hay tiempo que perder, porque lo que digo yo es que no sabemos qué va a hacer si consigue el dinero, y tampoco estamos seguros de lo que pueda hacer si no lo consigue. Por eso debemos ir siempre un paso por delante de él. Somos nosotras las que marcamos el ritmo, no él. ¿Entiendes?
Rakel sacudió la cabeza con tal vigor que hasta Isabel se dio cuenta, pese a tener la mirada fija en la autopista.
– No, no entiendo nada.
Isabel se humedeció los labios. Si aquello salía mal iba a ser por su culpa. Y al contrario, en aquel momento tenía la impresión de que todo lo que hacía y decía no solo era valioso, sino que además era necesario y urgente.
– Si resulta que ese cabrón vive en la dirección a la que nos dirigimos, entonces estaremos mucho más cerca de él de lo que pudiera imaginar en sus peores pesadillas. Tendrá que ponerse a rebuscar en su mente psicópata para descubrir dónde ha cometido un fallo. Eso hará que se sienta inseguro sobre el siguiente paso que vayáis a dar, ¿vale? Y eso lo hará vulnerable, que es lo que nos hace falta.
Adelantaron quince coches antes de que Rakel respondiera.
– Podemos hablar de eso después, ¿no? En este momento me gustaría estar un rato en paz.
Isabel la miró un momento cuando irrumpieron en el puente del Pequeño Belt. Los labios de Rakel no emitían sonido alguno, pero, si te fijabas, se movían sin cesar. Tenía los ojos cerrados y las manos aferradas al móvil con tal fuerza que sus nudillos relucían blancos.
– ¿De verdad crees en Dios? -preguntó Isabel.
Pasó un rato; lo más seguro es que no abriera los ojos hasta terminar su rezo.
– Sí, creo en Dios. Creo en la Madre de Dios, y en que ella está para proteger a mujeres desdichadas como yo. Por eso le rezo, y ella me escuchará, estoy segura.
Isabel arqueó las cejas, pero asintió en silencio y se quedó callada.
Cualquier otra cosa habría resultado mezquina.
Ferslev estaba en medio de una extensa red de campos junto a Isefjord, e irradiaba una sensación mucho más despreocupada e idílica de lo que sospechaban que se ocultaba en alguna parte del pueblo.
Isabel notó que sus latidos se aceleraban a medida que se acercaban a la dirección. Y cuando vieron de lejos que la casa apenas se veía desde la carretera, por la abundancia de árboles, Rakel la tomó del brazo y le pidió que parase el coche.
Tenía la cara blanca y se acariciaba las mejillas sin cesar, como si con el masaje quisiera poner en marcha la circulación sanguínea. Tenía la frente perlada de sudor y apretaba los labios con fuerza.
– Para aquí, Isabel -indicó cuando llegaron al seto. Después salió del coche vacilante y se arrodilló en el borde de la carretera. No había duda de que no se sentía bien. Gemía cada vez que vomitaba, y los vómitos continuaron hasta que debió de vaciársele el estómago.
– ¿Estás bien? -preguntó Isabel mientras un gran Mercedes pasaba al lado a gran velocidad.
Como si no supiera la respuesta; al fin y al cabo, había vomitado. Pero son cosas que se preguntan.
– Bueno -dijo Rakel mientras volvía al asiento del copiloto y se secaba las comisuras de los labios con el dorso de la mano-. Y ahora ¿qué?
– Vamos directamente a la casa. Él cree que mi hermano el policía está al corriente de todo. Así que si ese cabrón está en casa va a soltar a los niños en cuanto me vea. No se atreverá a nada. Pensará que tiene que marcharse cuanto antes.
– Aparca el coche de manera que no piense que le hemos cortado el camino -propuso Rakel-. Si no, corremos el riesgo de que haga algo a la desesperada.
– No. Creo que te equivocas. Al contrario, vamos a colocar el coche atravesado. Así tendrá que salir a través de los prados. Si puede escaparse en coche, podría llevarse a tus hijos.
Pareció que Rakel iba a vomitar de nuevo, pero tragó saliva un par de veces y se repuso.
– Lo sé, Rakel. No estás acostumbrada a nada así, tampoco lo estoy yo. Tampoco yo estoy a gusto. Pero tenemos que hacerlo.
Rakel la miró. Sus ojos estaban húmedos, pero fríos.
– En mi vida he conocido más cosas de las que crees -aseguró con una dureza sorprendente-. Tengo miedo, pero no por mí. Tiene que salir bien.
Isabel dejó el coche atravesado en el camino y después se colocaron en medio del patio de la granja, bajo los árboles, a la espera de lo que ocurriera.
Del tejado llegaba el arrullo de las palomas, y una débil brisa hacía susurrar a la hierba marchita de los bordes. Aparte de aquello, el único signo de vida provenía de la respiración profunda de las dos mujeres.
Las ventanas de la casa parecían negras. Quizá porque estaban muy sucias, quizá porque estaban cubiertas por algo en el interior, era difícil saberlo. A lo largo de la pared se veían aperos de jardín viejos y oxidados, y la pintura del maderamen estaba cuarteada por todas partes. Parecía un lugar abandonado y deshabitado. Ciertamente inquietante.
– Vamos -ordenó Isabel, y se encaminó directa hacia la puerta de entrada. La golpeó con fuerza a intervalos. Después se hizo a un lado y golpeó con los nudillos el cristal de la entrada, pero no hubo ningún movimiento tras las paredes.
– ¡Santa Madre de Dios! Si están ahí dentro, a lo mejor están intentando ponerse en contacto con nosotras -dijo Rakel, saliendo de su estado de trance. Acto seguido, con un coraje sorprendente, agarró una azada con el mango roto que había sobre los adoquines junto a la pared y golpeó con fuerza la ventana contigua a la puerta principal.
Quedó claro que su vida cotidiana estaba llena de tareas prácticas cuando después colgó la azada del hombro y desenganchó la ventana con las manos. Todo indicaba que estaba dispuesta a emplear la herramienta contra el hombre, si es que estaba dentro con los niños. Dispuesta a enseñarle que iba a tener que meditar sus siguientes pasos con detalle.
Isabel caminó tras ella mientras recorrían la casa. En la planta baja, aparte de cuatro o cinco bombonas de gas colocadas en fila junto a la entrada y unos pocos muebles estratégicamente colocados ante las rendijas de las cortinas para que pareciera que vivía alguien, no había absolutamente nada. Polvo en el suelo y sobre las superficies horizontales; por lo demás, nada. Ningún papel, nada de publicidad, ningún utensilio de cocina, ropa de cama o embalaje vacío. No había ni papel higiénico.
Estaba claro que en aquella casa no vivía nadie.
Luego vieron la escalera empinada que llevaba a la primera planta, y subieron con cautela, a paso lento, hasta llegar arriba.
Las recibieron las paredes cubiertas de corcho y papel pintado con todo tipo de colores y motivos. Los tabiques parecían de papel de lo delgados que eran. Variopinta mezcla de estilos y manifiesta falta de dinero. Solo había un mueble en los tres cuartos: un tosco armario de color verde claro con la puerta entreabierta.
La tenue luz del atardecer penetró e iluminó la habitación cuando Isabel descorrió las cortinas. Abrió la puerta del armario y dio un grito ahogado.
El hombre acababa de estar allí, porque la mayor parte de la ropa colgada de las perchas la había vestido mientras vivía en su casa. Estaba la cazadora de gamuza, los Wranglers gris claro y las camisas de Esprit y Morgan. Desde luego, no eran prendas que pudiera esperarse ver en un lugar tan humilde como aquel.
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