Kimmie echó un vistazo por la plaza mientras su amiga las abría.
– ¿Quién pregunta por mí? -quiso saber.
Empujó la botella hacia Tine. En casa le habían enseñado que la cerveza era una bebida de proletarios.
– Ah, unos tíos.
Tine dejó la botella extra en el suelo, debajo del banco. Le gustaba sentarse allí, Kimmie lo sabía. Allí pasaba la mayor parte de su tiempo. Una cerveza en la mano, dinero en el bolsillo y un cigarrillo recién encendido entre los dedos amarillentos.
– Cuéntamelo todo, Tine.
– Ay, Kimmie, ya sabes que no tengo muy buena memoria. El caballo, ¿sabes? No ando muy bien de aquí -se rozó la cabeza-. Pero no les he dicho nada, solo que no tenía ni puta idea de quién eras.
Se echó a reír.
– Me enseñaron una foto tuya. Joder, qué guapa eras, Kimmie, cielo.
Chupó con fuerza el cigarrillo.
– Yo también era guapa, sí señor. Me lo dijo una vez uno. Se llamaba…
Se le extravió la mirada. También lo había olvidado.
Kimmie asintió.
– ¿Era uno solo el que preguntaba?
Tine cabeceó y bebió otro trago.
– Eran dos, pero no a la vez. Uno vino de noche, justo antes de que cerraran la estación, así que serían como las cuatro. ¿Te cuadra, Kimmie?
Ella se encogió de hombros. En realidad, daba lo mismo. Ahora ya sabía que eran dos.
– ¿Cuánto? -preguntó una voz que venía de arriba.
Una figura se erguía justo delante de Kimmie, pero ella no reaccionó. Aquel era el territorio de Tine.
– ¿Cuánto quieres por chupármela? -insistió la voz.
Sintió el codo de su amiga en el costado.
– Te está preguntando a ti, Kimmie -dijo desde su mundo. Ella ya había ganado lo que necesitaba por ese día.
Kimmie levantó la vista y se encontró cara a cara con un tipo vulgar hasta decir basta que llevaba las manos metidas en los bolsillos y tenía una expresión de lo más miserable.
– Largo de aquí -le ordenó con mirada asesina-. Lárgate si no quieres que te suelte una hostia.
Él retrocedió y se irguió. Luego esbozó una sonrisa de medio lado, como si aquella amenaza ya fuese una satisfacción.
– Quinientas. Quinientas si antes te lavas la boca. No quiero que me dejes la polla llena de flemas, ¿vale?
Se sacó el dinero del bolsillo y se abanicó con él mientras las voces arreciaban en la cabeza de Kimmie. Vamos , susurraba una. Él se lo ha buscado , decía el coro. Asió con fuerza la botella que Tine había debajo del banco y se la llevó a la boca. El tipo intentó sostenerle la mirada.
Cuando echó la cabeza hacia atrás y le escupió la cerveza en plena cara, él retrocedió con estupor en el rostro, se miró el abrigo con una expresión furiosa y volvió a clavar la vista en ella. Kimmie sabía que ahora era peligroso. Las agresiones no eran nada raro en aquella calle y el indio que repartía periódicos gratuitos en el cruce no se inmiscuiría en nada.
Por eso se incorporó un poco y le estrelló la botella en la cabeza. Los pedacitos salieron disparados hasta el buzón torcido del otro lado de la calle. Un reguero de sangre corría por la oreja del tipo y le chorreaba por el cuello del abrigo. Él observaba boquiabierto la botella hecha añicos mientras pensaba enloquecidamente cómo iba a explicarle aquello a su mujer, a sus hijos, a sus compañeros y, consciente de que necesitaría un médico y un abrigo nuevo para hacer que las cosas volvieran a la normalidad, echó a correr hacia la estación.
– No es la primera vez que veo a ese imbécil -dijo Tine sin apartar los ojos del charco de cerveza que se extendía por la acera-. Joder, Kimmie, ahora voy a tener que ir al Aldi a comprar otra birra. Qué lástima de botella. ¿Por qué tenía que venir ese gilipollas a tocarnos las narices, con lo bien que lo estábamos pasando?
Kimmie soltó el cuello de la botella y perdió de vista al tipo, que desapareció al fondo de la calle. Luego se metió los dedos por el pantalón, pescó un bolsito de ante, lo sacó y lo abrió. Los recortes eran muy recientes, los renovaba con frecuencia para saber qué aspecto tenían los demás. Los desdobló y los colocó delante de Tine.
– ¿Era este uno de los que preguntaban por mí?
Colocó el dedo sobre una fotografía de prensa. Al pie se leía: «Ulrik Dybbøl Jensen, director del instituto financiero UJD, se niega a colaborar con el grupo de expertos de los conservadores».
Ulrik se había convertido en un hombre de peso, tanto físicamente como en sentido figurado.
Tine observó el recorte a través de una nube de humo de tabaco azulada y movió la cabeza de un lado a otro.
– Ninguno estaba tan gordo.
– ¿Y este?
Era de una revista femenina que había encontrado en una papelera de Øster Farimagsgade. Torsten Florin parecía gay, con sus largos cabellos y su piel reluciente, pero no lo era. Ella podía dar fe de ello.
– A ese sí que lo he visto, en Tv Danmark o algo así. Tiene algo que ver con la moda, ¿no?
– ¿Era él?
Tine dejó escapar una risita, como si fuera un juego. De modo que tampoco era Torsten.
Una vez descartado también el recorte de Ditlev Pram, Kimmie volvió a guardárselo todo en los pantalones.
– ¿Qué te dijeron de mí esos hombres?
– Solo dijeron que te estaban buscando, cielo.
– ¿Podrías reconocerlos si fuésemos allí a buscarlos?
Ella se encogió de hombros.
– No van todos los días.
Kimmie se mordió el labio. Cuidado ahora. Estaban muy cerca.
– Si vuelves a verlos, me avisas, ¿de acuerdo? Fíjate bien en qué aspecto tienen, ¿vale? Apúntalo para que no se te olvide.
Apoyó una mano en la rodilla de Tine, que se arqueaba como el filo de un cuchillo por debajo de los raídos vaqueros.
– Si tienes algún mensaje para mí, mételo debajo de ese cartel amarillo.
Señaló hacia un letrero donde ponía: «Alquiler de vehículos – grandes ofertas».
Tine tosió y asintió al mismo tiempo.
– Te daré mil coronas para tu rata cada vez que me traigas algo bueno. ¿Qué me dices, Tine? Así podrás comprarle una jaula nueva. Todavía la tienes en el cuarto que alquilas, ¿verdad?
Permaneció cinco minutos junto al cartel del aparcamiento que había delante de la célebre fachada de la antigua fundición C. E. Bast para asegurarse de que Tine no la veía.
Nadie sabía dónde vivía y así debían seguir las cosas.
Transcurrido ese tiempo, cruzó la calle en dirección a la verja con un incipiente dolor de cabeza y una sensación de hormigueo bajo la piel. Rabia y frustración al mismo tiempo. Los demonios que llevaba en su interior detestaban ese estado.
Una vez sentada en su angosto camastro con la botella de whisky en la mano a la escasa luz de la casita, se serenó. Ese era su auténtico mundo. Allí estaba a salvo, tenía cuanto necesitaba. La arqueta con su más preciado tesoro debajo de la cama, el póster de los pequeños jugando clavado a la puerta, la foto de la niña, los periódicos que había pegado a la pared para aislarla. La ropa amontonada, el orinal en el suelo, el rimero de periódicos detrás, dos minifluorescentes de pilas y un par de zapatos de repuesto en el estante. Podía hacer con ello lo que quisiera, y si se le antojaba algo nuevo, podía permitírselo.
Se echó a reír al sentir los efectos del whisky y comprobó los huecos que había tras los tres ladrillos de la pared. Casi siempre lo hacía al volver a casa. Primero el hueco con las tarjetas de crédito y los últimos extractos del cajero; después, el del efectivo.
Todos los días calculaba cuánto quedaba. Llevaba once años viviendo en la calle y aún tenía 1. 344. 000 coronas. De seguir así, no se le acabaría nunca. Solo el fruto de sus robos bastaba para cubrir las necesidades del día a día. La ropa también la robaba. En comida no gastaba demasiado, pero gracias al Gobierno de la llamada conciencia sanitaria, el alcohol ya no era tan caro. Ahora destrozarse el hígado salía a mitad de precio, qué gran país. Riendo de nuevo, se sacó del bolso la granada, la guardó con las demás en el tercer hueco y volvió a colocar los ladrillos con tanto esmero que los huecos que los separaban apenas eran visibles.
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