Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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– Sí, lo sabemos, señora Jørgensen -fueron las primeras palabras de Carl.

– Uno de sus antiguos compañeros me dio una copia del expediente.

– Ajá. ¿Fue Klaes Thomasen?

– No, él no.

Tosió y sofocó un acceso de tos con una buena calada al purito.

– Me lo dio otro; Arne, se llamaba, pero ya murió. Reunió todo lo que tenía que ver con el caso y lo guardó en una carpeta.

– ¿Podemos verla, por favor, señora Jørgensen?

Con los labios trémulos, se llevó a la frente una mano casi transparente.

– No, no es posible. Ya no la tengo.

Permaneció unos instantes con los párpados apretados. Por lo visto tenía jaqueca.

– No sé quién fue el último al que se la presté; la han estado mirando varias personas.

– ¿Es esta?

Carl le tendió la carpeta verde.

Ella hizo un gesto negativo.

– No, era más grande. Gris y mucho más grande. No podía levantarla con una sola mano.

– ¿Y no existe más material, algo que pueda dejarnos?

La anciana miró a su amiga.

– ¿Se lo decimos, Yvette?

– No sé, Martha. ¿Te parece buena idea?

La enferma volvió sus hundidos ojos azules hacia un doble retrato que había en el alféizar de la ventana, entre una regadera oxidada y una figurita de piedra de san Francisco de Asís.

– Míralos, Yvette. ¿Qué habían hecho ellos?

Se le humedecieron los ojos.

– Mis niños. ¿No podríamos hacerlo aunque solo sea por ellos?

Yvette dejó una cajita de After Eight sobre la mesa.

– Claro que sí -suspiró. Después se dirigió hacia un rincón donde un montón de papeles navideños doblados y envoltorios reutilizables componían un mausoleo en honor a la vejez y al recuerdo de unos días en que «escasez» era una palabra cotidiana.

– Aquí está -dijo sacando de su escondrijo una caja de Peter Hahn repleta hasta los topes.

– Martha y yo hemos pasado estos últimos diez años completando un poco el expediente con recortes de periódico. Cuando murió mi marido ya solo nos teníamos la una a la otra.

Assad tomó la caja y la abrió.

– Son noticias sobre agresiones que quedaron sin esclarecer -prosiguió Yvette-. Y luego están los recortes de los asesinos de faisanes.

– ¿Los asesinos de faisanes? -se sorprendió Carl.

– Sí, ¿cómo llamarlos si no?

La anciana revolvió un poco en la caja y extrajo un ejemplo de lo más ilustrativo.

Sí, el nombre más acertado era el de asesinos de faisanes. Allí estaban, todos juntos, en una enorme fotografía sacada de un semanario. Un par de miembros de la realeza, algo de chusma burguesa y también Ulrik Dybbøl Jensen, Ditlev Pram y Torsten Florin, todos ellos con su escopeta de caza bajo el brazo y un pie triunfante bien asentado en tierra, frente a varias hileras de perdices y faisanes derribados.

– Uf -exclamó Assad. No había mucho más que añadir.

Advirtieron la agitación que empezaba a apoderarse de Martha Jørgensen, pero no adónde conduciría.

– No pienso tolerarlo -gritó de pronto-. Quiero que desaparezcan. Mataron a mis hijos y a mi marido. ¡Quiero que se pudran en el infierno!

Intentó ponerse en pie, pero su propio peso hizo que se venciera hacia delante y se golpeara la frente contra el borde de la mesa. No pareció sentirlo.

– Ellos también tienen que morir -bufó con la mejilla contra el mantel mientras tiraba las tazas al tratar de extender los brazos.

– Cálmate, Martha -la tranquilizó Yvette, que devolvió a la anciana jadeante a su torre de cojines.

Una vez comprobaron que había recuperado el ritmo normal de respiración y volvió a mostrarse pasiva y a dar chupadas a su purito, Yvette los condujo al comedor. Les pidió disculpas por la reacción de su amiga y la achacó a que el tumor del cerebro ya era tan grande que resultaba imposible predecir cómo y ante qué reaccionaba. No siempre había sido así.

Como si necesitara una disculpa.

– Una vez vino un hombre y le dijo que había conocido a Lisbet. -Levantó imperceptiblemente sus casi inexistentes cejas-. Lisbet era la hija de Martha y el chico se llamaba Søren, pero ya lo sabían, ¿verdad?

Assad y Carl asintieron.

– Es posible que el amigo de Lisbet se llevara la carpeta, no lo sé -continuó al tiempo que echaba un vistazo hacia la galería-. Le prometió expresamente a Martha que se la devolvería algún día.

Su mirada era tan triste que sintieron el impulso de abrazarla.

– Me temo que ya no va a llegar a tiempo.

– Yvette, ¿te acuerdas del nombre del hombre que se llevó la carpeta? -quiso saber Assad.

– No, lo siento. Yo no estaba presente y ella ya no recuerda gran cosa. -Se tocó la sien-. El tumor, ya saben.

– ¿Sabes si era policía? -añadió Carl.

– No creo, pero no lo descarto. No lo sé.

– ¿Y por qué no le disteis todo esto, entonces? -preguntó Assad refiriéndose a la carpeta que sostenía bajo el brazo.

– Ah, ¿eso? Eso fue idea de Martha. Ya hay un hombre que ha confesado los crímenes, ¿no? Yo la ayudaba a recopilar los recortes porque la hacía sentir mejor. Supongo que el hombre que se llevó el resto no lo encontró relevante. E imagino que tenía razón.

Le preguntaron por la llave de la cabaña de Martha y después por los días anteriores y posteriores al crimen, pero, como dijo la propia Yvette, ya hacía veinte años de todo aquello y, además, eran recuerdos desagradables.

Cuando llegó la enfermera se despidieron.

Sobre la mesilla de Hardy había una fotografía de su hijo, lo único que revelaba que aquella figura inmóvil con tubos que le salían de la uretra y el pelo aplastado y grasiento había tenido una vida más allá de la que podían ofrecerle un respirador, un televisor encendido a perpetuidad y un montón de enfermeros atareados.

– Pues sí que has tardado en decidirte a mover el culo y venir por aquí -lo saludó con la mirada clavada en un punto imaginario a mil metros de altitud sobre la Clínica de Lesiones Medulares de Hornbæk, un lugar desde el que contemplar el horizonte que permitía caer desde tal altura que uno ya no se volvía a despertar.

Carl se estrujó el cerebro en busca de una buena disculpa, pero al final lo dejó por imposible. Tomó la foto enmarcada y comentó:

– Me he enterado de que Mads ha empezado la universidad.

– ¿Y cómo? ¿Te tiras a mi mujer? -preguntó su amigo sin siquiera pestañear.

– No, Hardy, ¿cómo cojones se te ocurre? Me he enterado porque… no sé quién coño lo dijo el otro día en Jefatura.

– ¿Qué ha sido de tu sirio? ¿Lo han devuelto a las dunas?

El subcomisario conocía a Hardy, eso no era lo que le preocupaba.

– Dime lo que sea, Hardy. Total, ya estoy aquí.

Inspiró aire antes de añadir:

– Te prometo que a partir de ahora voy a venir a verte más a menudo, chavalote. He estado de vacaciones, ya sabes.

– ¿Ves esas tijeras que hay encima de la mesa?

– Sí, claro.

– Siempre están ahí; las usan para cortar las gasas y el esparadrapo que me sujeta las sondas y las agujas. Están bastante afiladas, ¿verdad?

Carl las miró.

– Sí, Hardy.

– ¿Te importaría clavármelas en la aorta? Eso me haría muy feliz -dijo riendo-. Carl, siento un temblor en el antebrazo, creo que justo debajo del deltoides.

Carl Mørck frunció el ceño. De modo que Hardy sentía temblores. Pobre hombre. Ojalá pintaran tan bien las cosas.

– ¿Quieres que te rasque?

Apartó un poco la manta sin saber si bajarle un poco la ropa o rascarle por encima.

– Escúchame, gilipollas. Tiembla. ¿Es que no lo ves?

Carl apartó la camisa del pijama. Hardy solía llevar muy a gala su atractivo; se cuidaba y siempre estaba bronceado. Ahora tenía la piel blanca como la de un gusano y surcada de finas venillas azules.

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