En unos minutos, cuando encontrara a su perro con el cráneo perforado, dejaría de reírse. Ojalá aprendiera la lección. Si Ditlev Pram lo decía, nada de perros mal adiestrados en sus cacerías.
En el mismo instante en que empezaron a oír algo entre la maleza, Ditlev alcanzó a ver el leve cabeceo de Krum. De modo que su abogado también lo había visto.
– No disparéis hasta que estéis completamente seguros, ¿de acuerdo? -les dijo en voz baja a los hombres que tenía al lado-. Los ojeadores cubren toda la zona que hay por detrás de la arboleda, así que yo creo que el animal va a salir de entre esos matorrales.
Señaló en dirección a unos enebros.
– Apuntad más o menos a un metro de altura, en el centro de la pieza. Así, si falláis, daréis en el suelo.
– ¿Qué es eso? -susurró Saxenholdt señalando hacia un conjunto de árboles silvestres que empezaron a moverse.
Se oyó un ruido de ramas aplastadas, primero débil, después más fuerte, y los gritos de los ojeadores que seguían al animal empezaron a hacerse más estridentes.
De pronto saltó.
Saxenholdt y Torsten descargaron sus rifles a la par y la oscura silueta se escoró ligeramente y dio un desmañado brinco hacia delante. Solo entonces, una vez en campo abierto, comprendieron lo que era. Los cazadores prorrumpieron en exclamaciones de entusiasmo mientras Saxenholdt y Torsten apuntaban por segunda vez.
– ¡Alto! -gritó Ditlev al ver que el avestruz se detenía un instante y miraba a su alrededor desorientada.
Estaba a cien metros.
– Esta vez dadle en la cabeza -volvió a gritar-. Disparad de uno en uno. Tú primero, Saxenholdt.
Todos guardaron silencio cuando el joven levantó el rifle y apretó el gatillo conteniendo la respiración. La bala, demasiado baja, arrancó el cuello del animal. La cabeza cayó por detrás. Pero el grupo aulló de entusiasmo. Hasta Torsten. Al fin y al cabo, ¿para qué quería él un piso en Berlín?
Ditlev sonreía. Esperaba que el avestruz se desplomara, pero su cuerpo descabezado correteó de un lado a otro unos segundos antes de que las irregularidades del terreno lo derribaran. Lo agitaron varias convulsiones hasta que finalmente las patas descendieron lentamente al suelo. Era un espectáculo sin parangón.
– ¡Toma ya! -jadeó el muchacho mientras los demás descargaban un par de disparos sobre las últimas perdices-. Era un avestruz. Es la hostia, me he cargado un puto avestruz. Joder, la de chochos que se van a pegar por mí esta tarde en el Victor. Y pienso en más de uno.
Se reunieron los tres en la posada delante de un chupito que había encargado Ditlev. Saltaba a la vista que Torsten lo necesitaba.
– ¿Qué te pasa, Torsten? Estás hecho unos zorros -dijo Ulrik justo antes de apurar su vaso de licor Jägermeister de un trago-. ¿Estás cabreado porque se te ha escapado? Joder, si ya has cazado avestruces otras veces.
Torsten jugueteó con su vaso.
– Es Kimmie. Esta vez va en serio.
Luego bebió.
Ulrik sirvió otra ronda y alzó su vaso hacia los demás.
– Aalbæk está en ello. Enseguida la trincaremos, no te preocupes, Torsten.
Torsten Florin se sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió la vela que había sobre la mesa. Nada más triste que una vela sin llama, solía decir.
– Espero que no estés tomando a Kimmie por una inofensiva palomita que da vueltas por ahí vestida con ropa vieja y cochambrosa y va a dejar que el tonto del culo de vuestro detective la encuentre así, sin más, porque no es así, Ulrik. Joder, estamos hablando de Kimmie. La conocéis tan bien como yo. No la va a encontrar y este problema nos va a costar caro.
Ditlev dejó el vaso y levantó la vista hacia las vigas del techo.
– ¿Qué quieres decir?
Odiaba a Torsten cuando se ponía así.
– Ayer atacó a una de nuestras modelos delante de mi empresa. Llevaba horas plantada a la salida del edificio, esperando. Había dieciocho colillas en el suelo. ¿Y a quién creéis que estaba esperando?
– ¿Qué quieres decir con que la atacó?
Ulrik parecía preocupado.
Torsten sacudió la cabeza de un lado a otro.
– Tranquilo, Ulrik. Nada grave, fue solo un golpe, no llamamos a la policía. A la chica le he dado una semana de vacaciones y dos billetes para Cracovia.
– ¿Estás seguro de que era ella?
– Sí. Le enseñé a la modelo una foto antigua de Kimmie.
– ¿No hay ninguna duda?
– No.
Torsten parecía molesto.
– No podemos dejar que la detengan -continuó Ulrik.
– No, joder, claro que no. Pero tampoco podemos dejar que se acerque a ninguno de nosotros, ¿no? Es capaz de cualquier cosa, estoy seguro.
– ¿Creéis que aún le queda dinero? -preguntó Ulrik en el mismo instante en que un camarero con cara de recién levantado se acercaba para saber si se les ofrecía algo más.
Ditlev negó con la cabeza.
– Estamos servidos, gracias -dijo.
Permanecieron en silencio hasta que el hombre abandonó el local con una pequeña reverencia.
– Ulrik, joder. ¿Cuánto nos sacó aquella vez? Casi dos millones. ¿Y cuánto crees que gasta viviendo en la calle? -intervino Torsten-. Nada, lo que quiere decir que puede permitirse comprar lo que le dé la gana. Armas incluidas. No tiene más que patear un poco el adoquinado de Copenhague para encontrar una amplia oferta, me consta.
Ulrik movió su enorme corpachón.
– Quizá no fuera mala idea conseguirle refuerzos a Aalbæk otra vez.
– ¿Con quién dice que quiere hablar? ¿Con el oficial el-Assad, ha dicho?
Carl clavó la vista en el auricular. ¡¡¿Oficial?!! ¿Assad? Va listo si después de semejante ascenso se cree que se va a ir de rositas.
Transfirió la llamada y no tardó ni un segundo en oír el timbre del teléfono que había sobre la mesa de su ayudante.
– ¿Sí? -contestó Assad desde su cuarto de las escobas.
Carl enarcó las cejas y sacudió la cabeza. Oficial el-Assad, ¿cómo se atrevía?
– Han llamado de la policía de Holbæk para decir que llevan toda la mañana buscando el expediente del crimen de Rørvig.
Assad se rascó las mejillas. Ya llevaba dos días revisando expedientes, estaba sin afeitar y parecía agotado.
– ¿Y sabes qué ha pasado, entonces? Que no lo tienen. Ha desaparecido sin arrastrar rastro -añadió.
El subcomisario dejó escapar un suspiro.
– Supongamos que alguien se lo llevó. Apuesto lo que quieras a que fue el tal Arne, el que le dio a Martha Jørgensen la carpeta gris con los informes. ¿Has preguntado si recordaban de qué color era? ¿Has preguntado si era gris?
Assad hizo un gesto negativo.
– Bueno, en realidad da lo mismo. Marta dijo que ese hombre había muerto, así que no vamos a poder hablar con él. -Carl entornó los ojos-. Pero hay otra cosa que quiero poner en claro. ¿Querrías explicarme cuándo te han nombrado oficial? Creo que deberías cuidarte mucho de hacerte pasar por policía. Hay un artículo de la ley que no lo ve con muy buenos ojos, el 131, por si te interesa. Te arriesgas a una condena de seis meses de prisión.
Assad echó la cabeza ligeramente hacia atrás.
– ¿Oficial? -repitió conteniendo el aliento un segundo al tiempo que se llevaba la mano al pecho como si pretendiera salvaguardar la inocencia que rezumaba en esos momentos. Carl no había visto semejante arrebato de indignación desde que el primer ministro reaccionara ante las acusaciones de la prensa con respecto a la intervención indirecta de los soldados daneses en varios casos de tortura en Afganistán.
– Jamás se me pasaría por la cabeza -protestó su ayudante-. Al revés, o sea, lo que yo he dicho es que era el ayudante oficial de un oficial. La gente ya no te escucha, Carl.
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