Se encogió de hombros.
– ¿Tengo yo la culpa?
¡Ayudante oficial de un oficial! Dios nos coja confesados. Muchas más como esa y acabaría con una úlcera.
– Sería más correcto que te presentaras como ayudante de un subcomisario de la Policía Criminal, o mejor aún, ayudante de un subcomisario de policía. Aunque, si insistes en usar el otro título, por mí que no quede. Eso sí, dilo con absoluta claridad, ¿estamos? Y ahora, baja al garaje y prepara nuestro cacharro. Nos vamos a Rørvig.
La cabaña estaba en medio de un conjunto de pinos y con el paso de los años había ido hundiéndose hasta quedar levemente enterrada en la arena. A juzgar por las ventanas, grandes agujeros opacos entre vigas podridas, nadie había vuelto a usarla después del crimen. Un lugar de lo más desangelado.
Observaron las rodadas que dibujaban caminos serpenteantes entre las casas. Con el mes de septiembre tan avanzado, no se veía un alma en varias leguas a la redonda.
Assad colocó las manos a modo de pantalla en un vano intento de ver el interior de la cabaña a través de la ventana más grande.
– Ven -lo llamó Carl-. Creo que la llave está al otro lado.
Levantó la vista hacia el alero de la parte posterior de la casa. La llave llevaba veinte años a la vista de todo el mundo, colgando de un clavo oxidado por encima de la ventana de la cocina, tal como había dicho Yvette, la amiga de Martha Jørgensen. ¿Quién se la iba a llevar? A nadie le apetecía entrar en aquella casa. ¿Y los ladrones que asolaban las zonas de vacaciones todos los años fuera de temporada? Hasta con los ojos cerrados se veía que allí no había nada. Todo en aquella cabaña invitaba a darse la vuelta y largarse.
Se puso de puntillas para alcanzar la llave y abrió la puerta. Resultaba asombrosa la facilidad con que cedió la vieja cerradura y giraron los goznes.
Al asomar la cabeza reconoció el aroma de los malos tiempos. La humedad, el enmohecimiento, el abandono. El olor que envuelve las alcobas de los viejos.
Buscó el interruptor del pequeño pasillo y comprobó que habían cortado el suministro eléctrico.
– ¡Toma! -exclamó Assad al tiempo que le metía por los ojos una bombilla halógena.
– Aparta esa linterna, Assad, no la necesitamos.
Pero su ayudante ya había puesto un pie en el pasado haciendo ondear su estandarte de luz por entre bancos pintados en tonos pastel y cacharros de cocina de esmalte azul.
La oscuridad no era total. La luz del sol se filtraba, débil y gris, a través de los cristales polvorientos y el salón parecía una secuencia nocturna de una vieja película en blanco y negro. Una enorme chimenea de piedras grandes, la tarima de listones anchos, alfombrillas suecas desperdigadas aquí y allá y un tablero de Trivial Pursuit que continuaba en el suelo.
– Como decía el informe -observó Assad dándole un empujoncito a la caja del juego. En tiempos había sido de color azul marino, ahora era negra. El tablero estaba algo menos sucio, al igual que las dos fichas que se veían sobre él. En el calor de la lucha se habían alejado de sus casillas, pero seguramente no demasiado. La ficha rosa contenía cuatro quesitos; la marrón, ninguno. Carl supuso que la rosa con los quesitos de las cuatro respuestas acertadas sería la de la chica. Al parecer, aquel día tenía la mente más despejada que su hermano. Quizá él se hubiera pasado con el coñac. Al menos eso indicaba el informe de la autopsia.
– Lleva aquí desde 1987, entonces. ¿Tan viejo es este juego, Carl? No lo entiendo.
– A lo mejor, a Siria tardó un poco más en llegar, Assad. Pero ¿lo venden allí?
Tomó nota del silencio de su ayudante y después bajó la vista hacia las dos cajas que contenían las tarjetas de las preguntas. Delante de cada caja había una tarjeta. Las últimas preguntas a las que se enfrentaron los hermanos en su vida. Pensándolo bien, era desolador.
Paseó la mirada por el suelo.
Aún quedaban claras huellas del crimen. En el punto donde encontraron a la chica había manchas oscuras. Sangre, evidentemente, al igual que las salpicaduras del tablero. En algunos sitios se veía el rastro de los círculos con los que los de la científica habían rodeado las huellas, aunque los números se habían borrado. El polvo de los expertos en huellas dactilares ya casi ni se veía, pero podía adivinarse su contorno.
– No encontraron nada -dijo Carl; pensaba en voz alta.
– ¿Qué?
– No encontraron ninguna huella que no fuera de los dos hermanos, de su padre o de su madre.
Volvió a observar el tablero.
– Es extraño que el juego siga ahí. Pensaba que se lo habrían llevado para analizarlo.
– Sí -asintió Assad rascándose la cabeza-. Bien dicho, Carl. Ahora me acuerdo. Fue una de las pruebas que presentaron en el caso contra Bjarne Thøgersen, o sea, que en realidad sí que se lo llevaron, entonces.
Los dos clavaron los ojos en el juego.
No debería estar ahí.
Carl enarcó las cejas. Después sacó el móvil y llamó a Jefatura.
Lis no parecía precisamente entusiasmada.
– Hemos recibido instrucciones claras de no volver a ponernos a tu disposición, Carl. ¿Tienes idea de cómo estamos de trabajo? ¿Has oído hablar de la reforma de la policía o necesitas que te refresque la memoria? Y ahora, encima, nos robas a Rose.
Pues que se la quedaran si eso los consolaba, joder.
– Eh, eh, echa el freno. ¡Que soy yo! ¡Carl! Tranquila, ¿vale?
– Ya tienes tu propia criada, así son las cosas. Habla con ella. ¡Un momento!
Se quedó mirando el teléfono con aire confuso y volvió a llevárselo al oído al percibir el sonido de una voz altamente reconocible.
– Sí, jefe. ¿Qué puedo hacer por ti?
Frunció el ceño.
– Yo… ¿con quién hablo? ¿Rose Knudsen?
Aquella risa ronca no presagiaba nada bueno para el futuro.
Le pidió que averiguara si aún había un Trivial Pursuit edición Genus entre los efectos del crimen de Rørvig. No, no tenía ni idea de por dónde podía empezar a buscar. Sí, había muchas posibilidades. ¿Que dónde preguntaba primero? Eso tendría que averiguarlo ella solita. Pero era para hoy.
– ¿Quién era? -preguntó Assad.
– Tu competidora. Ten cuidado, igual de un empujón te manda de vuelta con tus guantes de goma verdes y tu cubo de fregar.
Pero Assad no lo oyó. Ya estaba en cuclillas junto al tablero estudiando las salpicaduras de sangre.
– ¿No es raro que no haya más sangre en el juego, Carl? La mataron justo ahí -dijo señalando la mancha de la alfombra.
El subcomisario recordó las fotografías del lugar de los hechos y los cadáveres.
– Pues sí -asintió-. Sí, tienes razón.
Con todos los golpes que le habían dado y la cantidad de sangre que había perdido, era extraño que el tablero estuviese tan limpio. Mierda, no habían llevado el expediente para compararlo con las fotos.
– Yo recuerdo que el tablero estaba lleno de sangre, entonces -observó Assad con un dedo en la casilla dorada del centro.
Carl se agachó junto a él, introdujo un dedo por debajo del cartón con mucho cuidado y lo levantó. Era cierto, lo habían movido un poco. Varias manchas de sangre se habían colado por debajo, totalmente antinatural.
– No es el mismo tablero, Assad.
– No, no es el mismo, entonces.
Volvió a dejarlo caer con delicadeza y después le echó un vistazo a la caja y a su aparentemente leve rastro de polvo dactilar. Una caja intacta después de veinte años. Mirándolo bien, ese polvo podía ser cualquier cosa. Fécula de patata, blanco de plomo. Cualquier cosa.
– ¿Quién habrá puesto aquí el juego? -se preguntó Assad-. ¿Lo habías visto antes?
El subcomisario no contestó.
Contemplaba el estante que daba la vuelta a la habitación casi a la altura del techo. Acababa de aparecer ante sus ojos una época en que las torres Eiffel de níquel y las jarras de cerveza con tapadera de hojalata de Baviera eran trofeos de viaje habituales. Los más de cien souvenirs que abarrotaban el estante hablaban de una familia con caravana que conocía sobradamente el paso del Brennero y los bosques de la Selva Negra. Carl vio a su padre. La nostalgia estuvo a punto de provocarle un cortocircuito.
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