– ¿Qué estás mirando?
– No lo sé -sacudió la cabeza-, pero algo me dice que tenemos que andarnos con cien ojos. ¿Puedes abrir las ventanas, por favor? Necesitamos más luz.
El subcomisario se levantó y volvió a recorrer el suelo con la mirada mientras sacaba su cajetilla del bolsillo de la camisa y Assad luchaba con el marco de la ventana.
Aparte de la ausencia de los cadáveres y del engaño del juego, todo parecía estar tal como lo encontraron aquel día.
Estaba encendiendo un cigarrillo cuando sonó su teléfono móvil. Era Rose.
El Trivial continuaba en los archivos de Holbæk. El expediente había desaparecido, pero seguían teniendo el juego.
Qué sorpresa, por lo visto no era del todo inútil.
– Vuelve a llamarlos -le ordenó conteniendo una buena bocanada de humo en los pulmones-. Pregúntales por las fichas y los quesitos.
– ¿Quesitos?
– Sí, así es como llaman a esos chismes que te dan cuando aciertas una respuesta. Se meten en las fichas. Tú pregúntales qué cuñas hay en cada ficha. Y anótalas, ficha por ficha.
– ¡Cuñas!
– Sí, joder. También se llaman así. Quesitos, cuñas, lo mismo da. Una especie de triangulitos. ¿Es que nunca has visto un Trivial?
Rose volvió a dejar escapar aquella risa siniestra.
– ¿Trivial? ¡Ahora se llama Bezzerwizzer, abuelo!
Y cortó la comunicación.
Lo suyo nunca sería una historia de amor.
Dio otra calada para bajar las pulsaciones. Quizá le dejaran cambiar a la tal Rose por Lis. Seguro que le apetecía un ritmo de trabajo algo más calmado. Desde luego, alegraría lo suyo el sótano al lado de las fotos de las tías de Assad, con peinado de punki o sin él.
En ese preciso instante se oyó una desagradable mezcolanza de madera chascada y cristales rotos seguida de algunos exóticos vocablos surgidos de los labios de Assad que no tenían nada que ver con su oración de la tarde, eso seguro. Los efectos de la ventana pulverizada fueron abrumadores, porque la luz irrumpió en todos los rincones sin dejar lugar a dudas: las arañas habían vivido tiempos felices en aquella casa. Sus telas pendían del techo como guirnaldas y la capa de polvo que recubría el largo estante de souvenirs era tan espesa que todos los colores se fundían en uno.
Carl y Assad repasaron los hechos que habían leído en los informes.
A primera hora de la tarde alguien había entrado en la cabaña por la puerta de la cocina, que estaba abierta, y había matado al chico de un golpe con un martillo que después apareció a varios cientos de metros. Al parecer el muchacho no se enteró de nada, según los informes del levantamiento del cadáver y la autopsia; murió en el acto, como demostraba su manera compulsiva de aferrarse a la botella de coñac.
La chica seguramente trató de levantarse, pero los agresores se abalanzaron sobre ella. Luego la golpearon hasta matarla, allí mismo, en el punto donde se veía una mancha oscura en la alfombra y donde se hallaron restos de masa cerebral, saliva, orina y sangre de la víctima.
Después suponían que los asesinos le habían quitado los pantalones al joven para vejarlo. Jamás dieron con ellos, pero nadie parecía dispuesto a considerar la posibilidad de que los dos hermanos estuvieran jugando al Trivial, ella en biquini y él desnudo. Una relación incestuosa era impensable. Los dos tenían pareja y llevaban una vida muy normal.
Esas mismas parejas habían pasado la noche con ellos en la cabaña, pero por la mañana habían regresado a Holbæk, donde estudiaban. Jamás se sospechó de ellos. Los dos tenían coartada y, además, el crimen los dejó completamente deshechos.
El móvil volvió a sonar. Al ver el número en la pantalla, Carl dio otra calada relajante a modo de prevención.
– ¿Sí, Rose? -contestó.
– Todo eso de las cuñas y los quesitos les ha parecido una pregunta muy extraña.
– ¿Y?
– Bueno, pues han ido a mirarlo, claro.
– ¿Y?
– La ficha rosa tenía cuatro quesitos, uno amarillo, uno rosa, uno verde y uno azul.
El subcomisario bajó la vista hacia la ficha que tenía delante. Coincidía, él tenía lo mismo.
– La ficha azul, la amarilla, la verde y la naranja estaban sin usar. Se habían quedado en la caja con los demás quesitos y estaban vacías.
– Vale; ¿y la marrón?
– La ficha marrón tenía un quesito marrón y otro rosa dentro, ¿me sigues?
Carl no contestó, se limitó a observar la ficha marrón vacía que había sobre el tablero. Muy, muy extraño.
– Gracias, Rose -dijo-. Estupendo.
– ¿Qué, Carl? -lo interrogó su ayudante-. ¿Qué ha dicho?
– Debería haber un chisme marrón y otro rosa en la ficha marrón, Assad. Pero esa de ahí está vacía.
Ambos la observaron.
– ¿Será que tenemos que encontrar los dos chismes que faltan, entonces? -preguntó Assad. Y dicho y hecho, se tiró al suelo y empezó a buscar debajo de un aparador de roble que había contra la pared.
Carl volvió a llevarse el cigarrillo a los labios. ¿Por qué habrían dejado allí aquel Trivial para reemplazar el original? Saltaba a la vista que algo iba mal. ¿Y por qué había sido tan fácil abrir la cerradura de la cocina? ¿Por qué les habían dejado aquel caso encima de la mesa? ¿Quién estaba detrás de todo aquello?
– Pasaban aquí las navidades, tenía que hacer frío, entonces -comentó Assad al encontrar un adorno en forma de corazón en las profundidades del aparador.
Carl asintió. Era imposible que aquella casa hubiera sido más fría que en ese momento, todo en ella rezumaba pasado y desgracia. ¿Quién había vuelto por allí? ¿Una anciana que no tardaría en morir de un tumor cerebral, eso era todo?
Observó las tres puertas de paneles que conducían a los dormitorios. Pim, pam, pum; papá, mamá y los niños. Revisó las habitaciones una por una. Las consabidas camas de madera de pino con sus pequeñas mesillas cubiertas con lo que parecían reminiscencias de unos tapetes de cuadros. La habitación de la niña decorada con fotos de Duran Duran y Wham, la del chico con Suzy Quatro enfundada en ajustado cuero negro. Entre aquellas sábanas el futuro había sido luminoso e infinito, pero en la sala, detrás de Carl, se lo habían arrancado brutalmente de entre las manos. Eso colocaba el eje de la vida en el punto exacto donde se encontraba él. En el umbral que separaba lo que uno esperaba de lo que conseguía.
– Aún hay bebidas en los armarios de la cocina -gritó Assad.
Ladrones, al menos, no habían entrado.
Estaban contemplando la cabaña desde fuera cuando Carl se sintió invadido por una extraña inquietud. Trabajar en ese caso era como tratar de recoger mercurio con las manos: venenoso al contacto e imposible de retener; volátil y concreto a un tiempo. Los años que habían transcurrido. El hombre que había confesado. La banda del internado que aún seguía pisando fuerte entre lo más granado de la sociedad.
¿Qué tenían que buscar? ¿Por qué seguir adelante? Esas eran las preguntas que se hacía cuando se volvió hacia su compañero.
– Creo que deberíamos dejar este caso, Assad -le dijo-. Venga, vámonos a casa.
Le dio un puntapié a una mata de hierba que crecía entre la arena y sacó las llaves del coche. El caso estaba cerrado, quería decir con eso. Pero, en lugar de seguirlo, su ayudante se quedó contemplando la ventana rota del salón como si acabase de abrir la entrada de un santuario.
– No sé, Carl -objetó-. Ahora somos los únicos, o sea, que podemos hacer alguna cosa por esos chicos, ¿te has dado cuenta?
«Hacer alguna cosa», decía, como si aquella pequeña criatura de Oriente Medio llevase atada a la cintura una cuerda de salvamento conectada con el pasado.
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