Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Carl asintió.

– No creo que esto nos lleve a ningún sitio, pero vamos a subir un poco por la carretera -dijo encendiendo otro cigarrillo. El aire puro filtrado a través de un buen pitillo era lo mejor del mundo.

Avanzaron unos minutos contra una suave brisa que arrastraba el aroma de los últimos coletazos del verano hasta llegar a una casa donde el ruido indicaba claramente que el último jubilado aún no se había retirado a hibernar.

– Sí, no hay demasiada gente por aquí ahora mismo, pero porque es viernes -le informó un vecino rubicundo con el cinto a la altura del pecho que encontraron al otro lado de la casa-. Vengan a echar un vistazo mañana. Los sábados y los domingos esto se pone hasta arriba, y todavía queda un mes por lo menos.

Al ver la placa de Carl se le disparó la lengua. Pretendía contárselo todo en una sola frase, lo de los robos, lo de los alemanes borrachos, lo de los locos del volante que había en Vig.

Ni que acabara de salir de una incomunicación de varios años a lo Robinson Crusoe, pensó Carl.

Llegados a ese punto, Assad aferró a aquel hombre por el brazo.

– ¿O sea que fue usted quien mató a los dos críos en esa calle que se llama Ved Hegnet?

Era un anciano. Su mundo se detuvo en plena respiración. Dejó de parpadear y sus ojos perdieron el brillo, como los de un muerto; sus labios se entreabrieron y se volvieron azules, y ni siquiera llegó a llevarse las manos al pecho, se limitó a recular tambaleándose, con lo que Carl se vio obligado a hacerse a un lado.

– La madre que… ¡Assad! ¿Qué cojones haces? -fueron las últimas palabras del subcomisario antes de abalanzarse sobre aquel hombre para desabrocharle el cinturón y el cuello de la camisa.

El viejo tardó diez minutos en volver en sí y en todo ese tiempo su mujer, que había salido de la casa a toda velocidad, no dijo ni una palabra. Fueron diez larguísimos minutos.

– Le ruego que disculpe a mi colega, por favor -le suplicó Carl al aturdido anciano-. Forma parte de un programa dano-iraquí de intercambios policiales y no acaba de entender todos los matices de nuestro idioma. A veces sus métodos y los míos carambolean un poco.

Assad no decía nada. Quizá fuera la palabra carambolear la que lo tenía un poco fuera de juego.

– Recuerdo aquel caso -dijo al fin el vecino tras un par de abrazos de su mujer y tres minutos de inspiraciones y espiraciones-. Algo terrible. Pero si tienen preguntas, hablen con Valdemar Florin. Vive aquí, en Flyndersøvej; subiendo a la derecha, a cincuenta metros. El cartel no tiene pérdida.

– ¿Por qué has dicho eso de la policía iraquí, Carl? -le preguntó Assad mientras tiraba una piedra al mar.

Carl prefirió no hacerle caso y se concentró en observar la residencia de Valdemar Florin, que se alzaba en lo alto de la colina. Había sido un bungaló muy célebre en las revistas de los años ochenta. La jet solía ir allí a divertirse a lo grande en fiestas legendarias carentes de moderación alguna. Corría el rumor de que Florin nunca perdonaría a quien intentara igualar sus fiestas.

Valdemar Florin siempre había sido un hombre poco amigo de hacer concesiones. A menudo bordeaba los márgenes de la ley, pero, por algún impenetrable motivo, jamás lo sorprendían infringiéndola. Un par de indemnizaciones por asuntos de derechos laborales y acoso sexual a sus empleadas, por supuesto, pero eso era todo. Florin era un todoterreno de los negocios. Construcción, armas, gigantescas partidas de alimentos de emergencia, rápidas inversiones en el mercado libre de petróleo de Rotterdam; nada se le resistía.

Ahora todo eso era cosa del pasado. Florin perdió su influencia sobre la gente guapa y rica cuando su mujer, Beate, se quitó la vida. Poco a poco, sus casas de Rørvig y Vedbæk se fueron transformando en fortalezas que nadie deseaba visitar. Era vox populi que su afición por las jovencitas había empujado a su mujer al suicidio, y esas cosas no se perdonaban ni siquiera en aquellos círculos.

– ¿Por qué, Carl? -repitió Assad-. ¿Por qué has dicho lo de la policía iraquí?

Observó a su menudo compañero. Por debajo de la piel tostada le ardían las mejillas. Si era de indignación o a causa de la fresca brisa de Skansehage quedaría para siempre en el terreno de lo desconocido.

– Assad, no puedes ir por ahí amenazando a la gente con ese tipo de preguntas. ¿Cómo has sido capaz de acusar a ese anciano de algo que evidentemente no había hecho? ¿Para qué?

– Tú también lo haces.

– Vale, vamos a dejarlo ahí.

– Y lo de la policía iraquí, ¿qué?

– Olvídalo, Assad. Era pura fantasía -contestó.

Pero mientras los conducían a la sala de estar de Valdemar Florin sentía los ojos de su ayudante clavados en la nuca y tomó buena nota de ello.

Valdemar Florin estaba sentado frente a un ventanal desde el que se divisaba la calle por la que habían llegado hasta allí y un panorama casi infinito de la bahía, Hesselø Bugt. A su espalda se abrían cuatro cristaleras dobles que conducían a una terraza de arenisca con piscina que ocupaba el centro del jardín como un depósito reseco en un desierto. Hubo un tiempo en que todo aquello rebosaba de vida. Entre sus invitados habían figurado hasta miembros de la realeza.

Florin estaba leyendo un libro tranquilamente, las piernas sobre un escaño, la chimenea encendida, un whisky con soda encima de la mesa de mármol; un conjunto muy armonioso en el que la única nota discordante era el sinfín de páginas arrancadas que había desperdigadas por la alfombra de lana.

Carl carraspeó un par de veces, pero el viejo hombre de negocios no apartó la vista de su libro hasta que terminó de leer la página, la arrancó y la tiró al suelo con las demás.

– Así sabe uno por dónde va -explicó-. ¿Con quién tengo el honor?

Assad miró a Carl con las cejas enarcadas. Aún había expresiones que no alcanzaba a digerir así, sin más ni más.

La sonrisa de Florin se desvaneció cuando el subcomisario le mostró su placa, y cuando lo informó de que eran de la policía de Copenhague y le puso al tanto de su misión, les pidió que se fueran.

Rondaba los setenta y cinco años. Seguía siendo un hurón arrogante que lanzaba dentelladas a diestro y siniestro y en sus ojos se escondía el brillo de una ira muy fácil de despertar que ardía en deseos de salir a la luz. Bastaría con azuzarlo un poco y le daría rienda suelta.

– Sí, señor Florin, nos hemos presentado aquí sin avisar y si quiere usted que nos vayamos, lo haremos. Siento un enorme respeto y admiración por usted y haré, naturalmente, lo que desee. También puedo volver mañana por la mañana, si le parece mejor.

Esta reacción hizo que asomara un destello de vanidad en alguna parte detrás de su coraza. Carl acababa de proporcionarle el sueño de cualquiera. ¿Para qué andarse con carantoñas, zalamerías y regalos si lo único que quería la gente era respeto? Como decía su profesor de la Academia, dales un poco de respeto a tus congéneres y bailarán al son que tú les toques. Y vaya si tenía razón.

– Bonitas palabras, pero no me engañan -dijo el anciano. Aunque no era cierto.

– ¿Podemos sentarnos, señor Florin? Serán solo cinco minutos.

– ¿De qué se trata?

– ¿Cree usted que Bjarne Thøgersen fue el único responsable de la muerte de aquellos dos hermanos en 1987? He de decirle que hay quien sostiene lo contrario. Su hijo no está bajo sospecha, pero algunos de sus compañeros sí podrían ser sospechosos.

Florin arrugó la nariz como si fuera a dejar escapar un juramento, pero se contuvo y lanzó los restos del libro sobre la mesa.

– ¡Helen! -gritó-. Tráeme otro whisky .

Encendió un cigarrillo egipcio sin ofrecerles.

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