Apoyó una mano en el brazo de su amigo. No quedaba un solo músculo. Era como tocar un pedazo de carne puesta a macerar. No percibió ningún temblor.
– Te siento muy débilmente en un puntito de piel, Carl. Agarra las tijeras y dame unos cuantos pinchazos. No lo hagas muy rápido, yo te aviso cuando lo note.
Pobrecillo, paralizado de cuello para abajo. Algo de sensibilidad en un hombro, eso era todo. Cualquier otra cosa no era más que la vana esperanza de un hombre desesperado.
Pero lo pinchó como él quería, subiendo por el centro del antebrazo, primero por una cara y luego por la otra. Al llegar casi a la altura de la axila por la parte posterior, Hardy se quedó sin respiración.
– Ahí, Carl. Coge el bolígrafo y haz una marca.
Obedeció. Para eso estaban los amigos.
– Hazlo otra vez. Intenta engañarme y yo te diré cuándo pasas por la marca. Cierro los ojos.
Se echó a reír, o quizá fuera un sollozo, cuando Carl volvió a rozar la marca.
– ¡Ahí! -gritó.
Joder, era increíble. Daba escalofríos.
– No se lo cuentes a la enfermera, Carl.
El subcomisario frunció el entrecejo.
– Pero ¿por qué no, Hardy? Si es maravilloso. Puede que después de todo aún haya una esperanza, por mínima que sea. Así tendrán un punto de partida.
– Quiero esforzarme para que sea una zona más grande. Quiero recuperar un brazo entero, ¿de acuerdo?
Hardy miró por primera vez a su viejo amigo.
– Y lo que haga después con ese brazo no es asunto de nadie, ¿entendido?
Carl asintió. Por él, lo que fuera con tal de levantarle los ánimos a su compañero. Al parecer, el sueño de coger las tijeras de la mesa y clavárselas en el cuello era lo único que lo mantenía con vida.
No podía dejar de preguntarse si ese puntito de sensibilidad en el brazo no habría estado ahí desde el principio, pero mejor dejar las cosas como estaban. Al fin y al cabo, en el caso de Hardy no había nada que perder.
Volvió a colocarle bien la ropa y lo arropó con la manta hasta la barbilla.
– ¿Sigues viendo a la psicóloga, Hardy?
Carl imaginó el estupendo cuerpo de Mona Ibsen, una visión de lo más reconfortante.
– Sí.
– Ah, ¿y de qué habláis? -preguntó con la esperanza de que su nombre saliera a colación de un modo u otro.
– Sigue dándole vueltas a lo del tiroteo de Amager. No sé si servirá de algo, pero cada vez que viene se pasa el rato hablando de esa puta pistola de clavos.
– Sí, ya me imagino.
– ¿Sabes una cosa, Carl?
– No.
– Me ha obligado a pensar en todo aquello, aunque yo no quería. De qué coño va a servir, digo yo, pero luego resulta que está esa pregunta.
– ¿Qué pregunta?
Hardy le clavó la misma mirada que empleaban para interrogar a los sospechosos. Ni acusadora ni lo contrario, solo inquietante.
– Anker, tú y yo fuimos a la cabaña entre ocho y diez días después de que mataran a ese tipo, ¿verdad?
– Así es.
– Los asesinos habían tenido toneladas de tiempo para borrar sus huellas. Toneladas. Entonces ¿por qué no lo habían hecho? ¿Por qué esperaron? Podrían haberle pegado fuego a todo. Podrían haberse llevado de allí el cadáver y haberlo quemado todo.
– Sí, sorprende un poco. Yo tampoco lo entiendo.
– Entonces, ¿por qué volvieron precisamente cuando estábamos nosotros?
– Sí, eso también es sorprendente.
– ¿Sorprendente? ¿Sabes una cosa, Carl? A mí no me sorprende tanto. Ya no.
Intentó aclararse la voz, pero no lo logró.
– A lo mejor si Anker estuviera con nosotros podría decir algo más -añadió de pronto.
– ¿Qué quieres decir?
Carl llevaba semanas sin pensar en Anker. Apenas nueve meses después de que a su fiel compañero le metieran una bala entre ceja y ceja en aquella maldita casa, él ya lo había borrado de su mente. Quién sabe cuánto tiempo lo recordarían si le sucediera a él.
– Carl, había alguien esperándonos en aquella casa, si no no tiene sentido. Quiero decir que no era una investigación corriente. Uno de nosotros estaba involucrado y no era yo. ¿No serías tú?
Seis eran los todoterreno que aguardaban sobre la gravilla de la antigua posada de Tranekær, frente a la fachada pintada de amarillo, cuando Ditlev asomó la cabeza por la ventanilla del suyo y dio la señal de que lo siguieran.
Cuando llegaron al bosque, el sol aún se estremecía tras el arco del horizonte y los ojeadores desaparecieron entre la vegetación. Los ocupantes de los vehículos conocían el procedimiento, de modo que en pocos minutos estuvieron frente a Ditlev con las chaquetas abrochadas y las escopetas abiertas. Algunos habían traído sus perros consigo.
El último en sumarse a ellos fue, como de costumbre, Torsten Florin. Pantalones bombachos de cuadritos y chaqueta de caza entallada hecha a medida, esa era la combinación del día. Podría haber ido a un baile con semejante atuendo.
Ditlev lanzó una mirada de desaprobación hacia un perdiguero que en el último instante salió por la puerta de atrás de uno de los coches; solo después pasó revista a los rostros de los asistentes. A uno de ellos no lo había invitado él.
Se inclinó hacia Bent Krum.
– ¿Quién la ha invitado, Krum? -susurró.
En su calidad de abogado de Ditlev Pram, Torsten Florin y Ulrik Dybbøl Jensen, Bent Krum era el coordinador de las cacerías. Se trataba de un hombre polifacético que llevaba años sacándoles las castañas del fuego y dependía de la suma más que considerable que todos los meses ingresaban en su cuenta.
– Ha sido tu mujer, Ditlev -contestó en el mismo tono de voz-. Dijo que Lissan Hjorth podía acompañar a su marido. Que sepas que es bastante mejor tiradora que él.
¿Mejor tiradora? Eso no tenía que ver una mierda en el asunto. En las cacerías de Ditlev no había mujeres por varias razones, como si Krum no lo supiera. Puta Thelma.
Apoyó una mano en el hombro de Hjorth.
– Lo siento, amigo, pero tu mujer hoy no va a poder acompañarnos- le dijo.
Después le pidió que le diera a ella las llaves del coche, aunque era más que evidente que iba a causarles problemas.
– Así puede bajar a la posada. Los llamaré para que abran. Que se lleve ese perro tan revoltoso que tenéis, esto es una batida especial, Hjorth, ya deberías saberlo.
Algunos invitados trataron de interceder, antiguos ricachones sin una fortuna significativa, como si tuvieran voz o voto. Además, no conocían a ese chucho asqueroso.
Ditlev clavó la punta de la bota en la tierra y lo repitió:
– Nada de mujeres. Vete de una vez, Lissan.
Repartió pañuelos naranjas entre los asistentes y evitó la mirada de Lissan Hjorth cuando la saltó.
– Y acuérdate de llevarte contigo a ese bicho -se limitó a decirle.
No iban a venir ahora a meter las narices en sus normas. Como si fuera una cacería cualquiera.
– Si mi mujer no puede ir, yo tampoco voy, Ditlev -intentó presionarlo Hjorth.
Un tipejo asqueroso embutido en una asquerosa chaqueta Moorland raída. ¿Acaso no se había atravesado ya bastante en el camino de Ditlev Pram? ¿Acaso había beneficiado eso sus negocios? ¿No había estado a punto de ir a la quiebra cuando Ditlev trasladó sus pedidos de granito a China? ¿De veras quería que lo castigase de nuevo? Él no tenía inconveniente alguno.
– Tú decides.
Le dio la espalda a la pareja y se dirigió a los demás.
– Ya conocéis las reglas. Lo que veáis hoy no es asunto de nadie más, ¿de acuerdo?
Asintieron. No esperaba otra reacción.
– Hemos soltado doscientas piezas entre faisanes y perdices, machos y hembras. Hay más que de sobra para todos -rio-. Sí, es un poco pronto para las perdices, pero ¿a quién le importa?
Читать дальше