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Jussi Adler-Olsen: Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Jussi Adler-Olsen Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Esta vez la ansiedad llegó sin previo aviso. No solía ser así, normalmente la alertaban las visiones, manos que se alzaban para descargar un golpe, en ocasiones sangre y cuerpos mutilados y otras veces el recuerdo fugaz de una risa lejana. El susurro de unas promesas rotas. Pero esta vez las voces no tuvieron tiempo de prevenirla.

Empezó a temblar y sintió unos espasmos que le sacudían las entrañas. Las náuseas eran una consecuencia tan inevitable como las lágrimas. A veces trataba de ahogar en alcohol la hoguera de sus sentimientos, pero lo único que lograba era empeorar las cosas.

En momentos como esos se limitaba a aguardar en la oscuridad y dejar pasar el tiempo.

Cuando volviera a tener la mente despejada, se levantaría y bajaría a la estación de Dybbølsbro, tomaría el ascensor para ir al andén número 3 y esperaría al fondo del todo a que pasara un tren a toda velocidad. Entonces extendería los brazos, se acercaría al borde de las vías y gritaría: «No escaparéis, cabrones».

El resto lo dejaría en manos de las voces.

8

Apenas le había dado tiempo a entrar cuando vio la funda de plástico en medio de la mesa.

Qué cóño…, pensó. Después llamó a Assad a voces.

Cuando su ayudante apareció en el umbral, le señaló la funda.

– ¿De dónde ha salido eso? ¿Tú sabes algo?

Pero Assad hizo un gesto negativo.

– No la vamos a tocar, ¿estamos? Podría tener huellas.

Los dos estudiaron el primer folio. «Ataques de la banda del internado», se leía en impresión láser.

Se trataba de una lista de agresiones con fechas, lugares y nombres de las víctimas, y parecían extenderse bastante en el tiempo. Un joven en una playa de Viborg, unos gemelos en un campo de deportes a plena luz del día, un matrimonio en la isla de Langeland. Al menos veinte.

– Vamos a tener que averiguar quién nos deja aquí estas cosas, Assad. Llama a los de la científica. Si es alguien de la casa, será sencillo dar con sus huellas.

– Las mías no las tienen -dijo Assad en tono casi decepcionado.

Carl meneó la cabeza. ¿Y eso por qué? Cada vez descubría más cosas poco ortodoxas en la contratación de su ayudante.

– Localízame la dirección de la madre de los chicos muertos. Se ha mudado varias veces en los últimos años, pero al parecer ya no reside en el último domicilio que figura en el registro, así que sé un poco creativo, ¿vale? Llama a sus vecinos, ahí tienes los números. Puede que sepan algo.

Señaló hacia un revoltijo de notas que acababa de sacarse del bolsillo después de rebuscar un poco.

A continuación apuntó en una libreta las tareas pendientes. De repente los embargó a ambos la sensación de estar trabajando en un nuevo caso.

– En serio, Carl, no pierdas el tiempo con un caso cerrado con una condena.

Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios, sacudía la cabeza mientras hurgaba entre las notas de su mesa. Cuatro nuevos casos graves en tan solo ocho días, a lo que había que sumar tres solicitudes de permiso y dos bajas por enfermedad, una de ellas seguramente a perpetuidad. Carl sabía lo que estaba pensando su jefe: ¿a quién quitar y de qué caso? Pero, gracias a Dios, ese no era su problema.

– ¿Por qué mejor no te centras en la visita de Noruega, Carl? Allí todo el mundo ha oído hablar del caso Lynggaard y se mueren de ganas de saber cómo estructuras tu trabajo y qué prioridades tienes. Creo que están hasta arriba de casos antiguos a los que les gustaría dar carpetazo. Podrías concentrarte en adecentar tu despacho y, de paso, darles una lección de cómo trabaja la policía danesa, así tendrán algo de que hablar cuando vayan a ver a la ministra.

Carl dejó caer la cabeza. ¿De verdad que sus invitados iban a ir a tomar el té con la inflada ministra de Justicia y a chismorrear como cotorras acerca de su departamento? La cosa no pintaba nada bien.

– Necesito saber quién está echándome casos encima de la mesa, Marcus. Luego ya veremos.

– Muy bien, muy bien; tú decides. Pero si reabres el caso Rørvig, a nosotros haz el favor de dejarnos completamente al margen. Mis hombres no pueden desperdiciar ni un minuto.

– Tú tranquilo -dijo el subcomisario poniéndose en pie. Marcus se acercó al interfono.

– Lis, ¿puedes venir un momento, por favor? No encuentro mi agenda.

Carl bajó la vista al suelo. Allí estaban todos los planes de su jefe, seguramente después de caerse de la mesa.

De un puntapié, los hizo desaparecer bajo la cajonera. Tal vez la reunión con los noruegos siguiera el mismo camino.

Cuando vio llegar a Lis al trote, la obsequió con una cálida mirada. Le gustaba más antes de su metamorfosis, pero, qué carajo, Lis era Lis.

Estoy deseando empezar a trabajar ahí abajo con vosotros, decían desde el otro lado del mostrador los hoyuelos -de una profundidad similar a la de la fosa de las Marianas- que flanqueaban la sonrisa de Rose Knudsen.

Sus hoyuelos no se vieron correspondidos, pero también es verdad que Carl carecía de ellos.

En el sótano, después de la oración vespertina, Assad ya estaba listo, enfundado en un descomunal chubasquero y con una carterita de piel bajo el brazo.

– La madre de los hermanos que asesinaron vive en la casa de una vieja amiga suya, en Roskilde -explicó; y añadió que, si pisaban un poco el acelerador, podrían estar allí en menos de media hora-. Pero también han llamado de Hornbæk. Malas noticias, Carl.

Carl podía ver a Hardy como si lo tuviese delante. Doscientos siete centímetros de carne paralizada con el rostro vuelto hacia el estrecho con su sinfín de barquitos de recreo que ya le decían adiós a la temporada.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó. De repente se sentía fatal. Llevaba más de un mes sin ir a ver a su compañero.

– Dicen que llora todo el día. Aunque lo atiborran de pastillas y esas cosas, o sea, no para de llorar.

Era una casa con jardín como cualquier otra y estaba situada al final de Fasanvej. «Jens Arnold e Yvette Larsen», se leía en la placa de latón, y debajo había un letrerito de cartón donde ponía en mayúsculas: «MARTHA JØRGENSEN».

Salió a recibirlos a la puerta una mujer frágil como polvo de ángel que había rebasado hacía ya tiempo la edad de jubilación, una anciana tan hermosa que le arrancó a Carl una tierna sonrisa.

– Sí, Martha vive conmigo. Está aquí desde que murió mi marido. Pero hoy no se encuentra demasiado bien -susurró una vez en el pasillo-. El médico dice que está avanzando muy deprisa.

Oyeron una tos antes de pasar a una galería acristalada. Allí estaba, escrutándolos con sus ojos hundidos desde detrás de varias hileras de frascos de pastillas.

– ¿Quiénes son? -preguntó mientras desprendía la ceniza de un purito con mano temblorosa.

Assad se acomodó en una silla cubierta de descoloridas mantitas de lana y hojas marchitas procedentes de las macetas de la ventana y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, le tomó una mano a Martha Jørgensen y la atrajo hacia sí.

– Puedo decirte una cosa, Martha. Mi madre también pasó por lo que estás pasando tú ahora y yo lo vi, entonces. Y no me hizo gracia.

La madre de Carl habría retirado la mano, pero ella no lo hizo. ¿Cómo hace Assad para saber estas cosas?, se preguntó el subcomisario mientras trataba de encontrar un papel con el que poder encajar en medio de aquella escena.

– Nos da tiempo a tomar un té antes de que llegue la enfermera -anunció Yvette con una sonrisita insistente.

Martha derramó algunas lágrimas cuando Assad le contó qué los llevaba por allí.

Tomaron té y pasteles mientras la anciana conseguía hacer acopio de fuerzas para hablar.

– Mi marido era policía -dijo al fin.

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