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Jussi Adler-Olsen: Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Jussi Adler-Olsen Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Tiempo atrás, el que un policía alcanzara la edad de jubilación no era ninguna broma. El promedio de años que les quedaban tras una vida laboral tan agotadora no llegaba a alcanzar las dos cifras. Solo los periodistas estaban por debajo, aunque seguro que el promedio de cervezas consumidas por el gremio de los plumillas era muy superior. De algo había que morir.

Carl sabía de agentes que no habían llegado siquiera a celebrar su primer aniversario como jubilados y se habían ido al otro barrio dejando este en manos de nuevas promociones de gorilas de uniforme. Gracias a Dios, esos tiempos parecían ser ya cosa del pasado. Hasta los polis querían vivir la vida y ver a sus nietos tocados con el birrete de bachilleres. El resultado fue que muchos solicitaron el retiro del Cuerpo, como Klaes Thomasen, el policía jubilado y barrigón de Nykøbing Sjælland que asentía frente a ellos. Treinta y cinco años vestido de azul y negro ya estaban bien, decía. Ahora el hogar y la mujer le tiraban mucho más. Carl sabía a qué se refería, aunque eso de la mujer le comía un poco la moral. Técnicamente él seguía teniendo una, claro, pero ya hacía años que lo había dejado y sus amantes barbudos probablemente protestarían si insistía en recuperarla.

Como si se le hubiera pasado por la cabeza hacer tal cosa…

– Tienes una casa preciosa -comentó Assad contemplando, impresionado, los campos que rodeaban Stenløse y el impecable césped de Klaes Thomasen a través de las dobles ventanas.

– Muchas gracias por recibirnos, Thomasen -dijo Carl-. Ya no queda mucha gente que trabajara con Henning Jørgensen.

La sonrisa de su anfitrión se contrajo en una mueca.

– Era el mejor compañero y el mejor amigo del mundo. Vivíamos puerta con puerta; por eso nos mudamos después, entre otras cosas. Cuando su viuda enfermó y perdió el juicio nos resultó imposible continuar allí. Demasiados recuerdos.

– Por lo que tengo entendido, Henning Jørgensen no sabía de quién eran los cadáveres que iba a encontrar en la casa, ¿no?

El anciano hizo un gesto negativo.

– Recibimos una llamada de un vecino que había pasado a saludar y descubrió a los chicos asesinados. Llamó a la comisaría y contesté yo. Ese día Jørgensen libraba, pero cuando iba a recoger a los críos vio los coches patrulla a la puerta de su cabaña del lago. Iban a empezar su tercer año en el instituto al día siguiente.

– ¿Estabas allí cuando llegó?

– Sí, con los peritos y el oficial que estaba a cargo de la investigación.

Hizo un gesto apesadumbrado.

– Sí, él también está muerto. ¡Un accidente de tráfico!

Assad sacó una libreta y empezó a tomar notas. Cuando quisiera darse cuenta, su ayudante ya se las arreglaría él solito perfectamente. Carl no veía la hora de que llegara ese día.

– ¿Qué encontraste en la cabaña? Así, a grandes rasgos – preguntó el subcomisario.

– Una casa con todas las puertas y las ventanas abiertas de par en par. Muchas huellas de pisadas. Jamás identificamos los zapatos, pero parte de la arena que habían dejado nos condujo a la terraza de los padres de uno de los sospechosos. Después entramos en el salón y vimos los cadáveres en el suelo.

Se sentó junto a la mesa del sofá y les hizo una seña para que se acomodaran.

– La de la niña es una visión que prefiero olvidar, como comprenderás. La conocía.

Su canosa mujer sirvió el café. Assad declinó el ofrecimiento, pero ella hizo caso omiso.

– Nunca he visto un cuerpo más vapuleado -prosiguió-. Era tan poquita cosa… No entiendo cómo pudo sobrevivir tanto tiempo.

– ¿Qué quieres decir?

– La autopsia reveló que seguía con vida cuando se marcharon. Puede que aguantara una hora. Las hemorragias del hígado se fueron acumulando en el abdomen y perdió demasiada sangre.

– Los asesinos se arriesgaron mucho.

– En realidad, no. Las lesiones del cerebro eran tan graves que no habría podido aportar nada al caso aunque hubiera sobrevivido. Saltaba a la vista.

El recuerdo lo obligó a volverse hacia los campos. Carl conocía la sensación. Imágenes interiores que te hacían sentir deseos de no hacer caso del mundo y pasar de largo.

– ¿Y los asesinos lo sabían?

– Sí. Una fractura de cráneo como aquella no deja lugar a dudas. En plena frente, muy poco común. Estaba claro.

– ¿Y el chico?

– Él estaba al lado, con expresión de asombro, pero tranquilo. Era un chaval muy bueno, lo había visto muchas veces, en casa y en comisaría. Quería ser policía como su padre.

Se volvió hacia Carl. No todos los días se veía a un agente tan curtido como él con una mirada tan triste.

– ¿Y entonces llegó el padre y lo vio todo?

– Lamentablemente, sí. Pretendía llevarse los cadáveres de sus hijos. Corría por la escena del crimen como un desesperado y lo más probable es que destruyera muchas huellas. Tuvimos que sacarlo de allí a la fuerza. Ahora me arrepiento profundamente.

– ¿Y luego le pasaron el caso a los chicos de Holbæk?

– No; nos lo quitaron.

Le hizo un gesto a su mujer. Ya había más que suficiente de todo en la mesa.

– ¿Una pasta? -les preguntó como si tuvieran la posibilidad de decir que no.

– Entonces, ¿fuiste tú quien nos envió el expediente?

– No.

Bebió un sorbo de café y observó las notas de Assad.

– Pero me alegro de que hayan reabierto el caso. Cada vez que salen en la tele los cabrones de Ditlev Pram, Torsten Florin y el tipo ese de la Bolsa, me amargan el día.

– Por lo que veo, tienes tu propia opinión acerca de los culpables.

– No te quepa duda.

– ¿Y qué hay de la condena de Bjarne Thøgersen?

El policía retirado dibujaba círculos con el pie por debajo de la mesa, pero mantenía el semblante sereno.

– Lo hicieron esos putos niños ricos, créeme. Ditlev Pram, Torsten Florin, el de la Bolsa y la chica que iba con ellos. Ese mierda de Bjarne Thøgersen seguramente también estaba en el ajo, sí, pero lo hicieron entre todos. También Kristian Wolf, el número seis. Y no murió precisamente de un ataque al corazón. Si quiere que le cuente mi teoría, lo quitaron de en medio los demás porque se echó para atrás. Fue un asesinato. Otro.

– Hasta donde sé yo, entonces Kristian Wolf murió de un disparo accidental, ¿no? El informe dice que se disparó en el muslo sin querer. Se desangró porque no había cazadores cerca.

– No me lo trago. Se lo cargaron.

– ¿Y en qué la basas tu teoría, entonces?

Assad se inclinó sobre la mesa e hizo desaparecer una pasta sin quitar la vista de Thomasen.

El anciano se encogió de hombros. Olfato de policía. Seguramente se estaría preguntando qué sabía un ayudante de esas cosas.

– Bueno, entonces ¿tienes algo que enseñarnos de los crímenes de Rørvig que no podamos encontrar en otra parte? -continuó Assad.

Klaes Thomasen le acercó la bandeja de pastas unos centímetros.

– Me temo que no.

– Entonces ¿quién? -insistió volviendo a alejar la bandeja-. ¿Quién puede ayudarnos, o sea? Si no lo averiguamos, el caso volverá al montón.

Un comentario de una autonomía sorprendente.

– Yo lo intentaría con la mujer de Henning, Martha Jørgensen. Probad con ella. Después de la muerte de sus hijos y el suicidio de su marido estuvo detrás de los responsables de la investigación durante meses. Probad con ella.

7

La bruma envolvía las vías del tren en una luz grisácea. Al otro lado de la telaraña de catenarias, hacía ya horas que se oía el rugido del motor de los furgones amarillos que entraban y salían de la terminal del correo. La gente se dirigía a sus puestos de trabajo y los trenes de cercanías que sacudían el hogar de Kimmie iban atestados a más no poder.

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