– No está pasando su mejor momento, Ditlev.
– Bueno, pues entonces vamos a tener que ocuparnos tú y yo del tema.
Apretó los dientes. Cualquier día Torsten les iba a dar un susto, no podían descartarlo; y si se venía abajo, sería una amenaza tan grande como Kimmie.
Ulrik lo escudriñaba y él se percató de ello.
– No irás a hacerle nada a Torsten, ¿verdad, Ditlev?
– Claro que no, hombre; estamos hablando de nuestro Torsten.
Se observaron unos instantes como alimañas que miden la intensidad de sus miradas con las cabezas gachas. Ditlev sabía que a terquedad jamás ganaría a Ulrik Dybbøl Jensen. Su padre había fundado la empresa de análisis financiero, pero el hijo había sido el responsable de que gozase de una influencia ilimitada. Cuando se empeñaba en algo, las cosas se hacían según sus deseos y no escatimaba medios para conseguirlo.
– Bueno -rompió el silencio Ditlev-, vamos a dejar que Aalbæk haga su trabajo y luego ya se verá.
A Ulrik le cambió la cara.
– ¿Está todo preparado para la cacería de faisanes? -preguntó ansioso como un chiquillo.
– Sí, Bent Krum ha citado a todo el mundo. El jueves a las seis en la posada de Tranekær. No va a haber más remedio que invitar a los gilipollas de la zona, pero espero que sea la última vez.
Su amigo se echó a reír.
– Supongo que tendréis algún plan para la cacería, ¿no?
Ditlev asintió.
– Sí, la sorpresa está en casa.
Los músculos de la mandícula de Ulrik estaban en tensión. Lo excitaba la idea, resultaba obvio. Excitado e impaciente, así era el verdadero Ulrik.
– ¿Qué? -añadió su anfitrión-. ¿Me acompañas a ver qué tal llevan la lavandería las niñas filipinas?
Ulrik levantó la cabeza con los ojos entornados. A veces eso era un sí, a veces un no; con él nunca se sabía. Tenía demasiadas inclinaciones contradictorias.
– Lis, ¿tú sabes cómo ha venido a parar a mi mesa este caso?
La secretaria observó la carpeta mientras atusaba sus recién estrenadas greñas. Sus labios curvados hacia abajo eran un no, por supuesto.
Carl le mostró el expediente a la señora Sørensen.
– ¿Y usted? ¿Alguna idea?
Tardó cinco segundos en escanear con la mirada la primera página.
– Se siente -dijo con aire de triunfo, porque para ella cada tropiezo del subcomisario era un momento grandioso.
Tampoco Lars Bjørn -el subjefe de Homicidios-, ni su superior, ni ningún otro responsable a cargo de las investigaciones supo darle ninguna explicación. El caso se había puesto encima de la mesa él solito.
– ¡He llamado a la policía de Holbæk, Carl! -le gritó Assad desde la caja de zapatos en la que trabajaba-. El expediente está, hasta donde ellos saben, donde siempre tiene que estar, en sus archivos. Pero lo comprobarán cuando tengan tiempo.
El subcomisario plantó sus zapatos Ecco del cuarenta y cinco encima de la mesa.
– ¿Y qué dicen los de Nykøbing Sjælland?
– Un momento, voy a llamarlos.
Assad silbó un par de estrofas de una de las melancólicas canciones de su tierra mientras marcaba. Sonaba como si silbase hacia dentro. Fatal.
Carl estudió el tablón de anuncios de la pared. Cuatro portadas conmovedoramente unánimes colgaban una junto a otra: el caso Lynggaard había sido resuelto con solvencia y el Departamento Q, el nuevo grupo de investigación especializado en casos de especial relevancia que dirigía Carl Mørck, era un éxito rotundo.
Observó sus manos cansadas, que a duras penas eran capaces de sostener un mugriento expediente de tres centímetros de grosor cuya procedencia ignoraba por completo. Cuando pensaba en ello, la palabra éxito le hacía sentirse extrañamente vacío.
Reemprendió la lectura con un suspiro. El asesinato de dos chicos jóvenes. Un crimen brutal. Varios niños ricos bajo sospecha y, al cabo de nueve años, uno del grupo se entrega, precisamente el único que no tiene dónde caerse muerto, y se declara culpable. Thøgersen no tardaría ni tres años en volver a estar en la calle y no había que perder de vista que regresaría bien podrido de dinero después de haberlo ganado jugando en la Bolsa mientras estaba entre rejas. ¿Era legal? ¿Estando en la cárcel? Qué idea tan desagradable.
Revisó de arriba abajo las copias de los informes de los interrogatorios y miró por encima el caso de Bjarne Thøgersen por tercera vez. Al parecer, el asesino no conocía a sus víctimas. Aunque el condenado sostenía que había visto a los hermanos en varias ocasiones, no se pudo demostrar. El expediente indicaba más bien lo contrario.
Volvió a consultar la portada de la carpeta. «Policía de Holbæk», ponía. ¿Por qué no de Nykøbing? ¿Y por qué no colaboró con ellos la Brigada Móvil? ¿Sería que a los de Nykøbing les tocaba demasiado de cerca, sería eso? ¿O no serían lo bastante buenos?
– ¡Oye, Assad! -le gritó a través del pasillo central fríamente iluminado-. Llama a los de Nykøbing y pregúntales si alguno de ellos conocía personalmente a las víctimas.
Del cuchitril de su ayudante no llegó respuesta alguna, solo murmullos telefónicos.
Se levantó y cruzó el pasillo.
– Assad, pregúntales si alguno de ellos…
Assad lo detuvo con un gesto. Estaba en plena faena.
– Sí, sí, sí -dijo a través del auricular, seguido de otros diez síes del mismo tono.
Carl lanzó un resoplido mientras recorría el cuarto con la mirada. En la estantería de Assad había más fotografías enmarcadas que antes. Ahora una de dos mujeres mayores pugnaba con el resto de las fotos familiares. Una de ellas tenía el labio superior cubierto de pelusa negra y la otra era una figura imprecisa con un pelo que parecía un casco. Sus tías, contestaba él a quien quería saberlo.
Cuando su ayudante colgó, el subcomisario señaló hacia las fotos.
– Son mis tías de Hamah. La del pelo ya está muerta.
Carl asintió. Con ese aspecto, lo contrario le habría sorprendido.
– ¿Qué te han dicho los de Nykøbing?
– Que ellos tampoco nos han mandado el caso. Y no me extraña que no lo encontraran, entonces, porque nunca lo llevaron.
– Claro que sí. En el expediente pone que colaboraron la policía de Nykøbing, la de Holbæk y la Brigada Móvil.
– No. Dicen que ellos solo se ocuparon de levantar el cadáver y entonces pasaron el caso.
– ¿Ah, sí? Me parece un poco raro. ¿Sabes si alguien de esa comisaría tenía algún tipo de relación personal con las víctimas?
– Sí y no.
– Ah; y eso ¿por qué?
– Porque los muertos eran los hijos de uno de los agentes -consultó sus notas-. Se llamaba Henning. Henning P. Jørgensen.
Carl imaginó a la maltrecha chiquilla. Era la peor pesadilla de cualquier policía, encontrar a sus hijos asesinados.
– Qué cosa tan triste. Pero bueno, supongo que eso explica por qué quieren reabrir el caso, me juego algo a que hay un interés personal de por medio. Pero antes has dicho que sí y que no. ¿Por qué no?
Assad se recostó en su asiento.
– Pues porque en la comisaría ya no hay ningún familiar de los niños, porque nada más encontrar los cuerpos el padre volvió, saludó al oficial de guardia, entró directamente en la armería y se disparó el arma justo aquí.
Se llevó a la sien dos dedos cortos y rechonchos.
La reforma de la policía había supuesto muchas cosas extrañas. Los distritos ya no se llamaban como antes, la gente ya no ocupaba los mismos cargos y habían trasladado los archivos. En resumen, que a casi todo el mundo le costaba no perder pie en medio de tanta palabrería, y muchos aprovecharon la coyuntura para bajarse del carro y cambiar su rango por el de prejubilados.
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