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Jussi Adler-Olsen: Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Jussi Adler-Olsen Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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– ¿Dónde está la nueva que me van a mandar? -le preguntó a la señora Sørensen a través del mostrador de secretaría.

Aquel fantoche no se dignó siquiera levantar la vista del teclado.

El subcomisario dio un golpecito en el mostrador. Como si fuera a servir de algo.

De pronto notó un roce en el hombro.

– Aquí lo tienes, Rose, en su insigne persona -dijo una voz por detrás de él-. Permíteme: Carl Mørck.

Al volverse se encontró con dos rostros asombrosamente idénticos y pensó que el inventor del color negro no había vivido en vano. Unos mechones ultracortos de color carbón, los ojos azabache y una ropa oscura y triste. De lo más desagradable.

– Joder, Lis. ¿Qué te ha ocurrido?

La secretaria más eficiente del departamento se pasó la mano por lo que antes eran unos delicados cabellos rubios y lo obsequió con una fulgurante sonrisa.

– Bonito, ¿eh?

Él asintió lentamente.

Observó a la otra mujer, que, encaramada a unos tacones de vértigo, lo observaba con una sonrisita capaz de bajarle los humos al más pintado, y luego volvió a estudiar a Lis. Eran como dos gotas de agua. A saber quién le había contagiado el look a quién.

– Bueno, pues aquí tienes a Rose. Lleva un par de semanas con nosotros, llenando la secretaría con sus buenas vibraciones. La confío a tu cuidado. Trátamela bien, Carl.

Carl irrumpió en el despacho de Marcus como un vendaval y con un montón de argumentos preparados, pero al cabo de veinte minutos comprendió que no había nada que hacer. Le concedieron una semana, después tendría que llevarse a la chica al sótano sí o sí. Marcus Jacobsen le informó de que ya habían desalojado y acondicionado el cuartito contiguo a su despacho, donde almacenaban diversos materiales para acordonar. Rose Knudsen era un nuevo miembro del Departamento Q y no había más que hablar.

Fueran cuales fuesen los motivos de su jefe, a Carl no le gustaban.

– Salió de la Academia de Policía con las calificaciones más altas, pero suspendió el examen de conducir, y eso es el fin de cualquiera por mucho talento que tenga. Tal vez fuera un poco sensible para el trabajo de campo, pero como estaba empeñada en entrar en la policía estudió secretariado y ya lleva un año en la comisaría del centro. Ha estado sustituyendo unas semanas a la señora Sørensen, que ya se ha reincorporado -le explicó Marcus Jacobsen dándole la vuelta por enésima vez a una caja con tabaco llena a rebosar.

– ¿Y por qué no la mandas de vuelta al centro, si puede saberse?

– ¿Que por qué? Un rifirrafe interno, cosas de ellos. Nada que nos incumba.

– De acuerdo.

La palabra rifirrafe sonaba de lo más peligrosa.

– El caso es que ahora tienes secretaria, Carl, y de las buenas.

Eso mismo decía de todo el mundo.

– Pues a mí me ha parecido muy simpatiquísima -intentaba animarlo Assad a la luz de los fluorescentes del Departamento Q.

– Pues que sepas que les ha montado un buen rifirrafe a los del centro, así que tan simpática no será.

– ¿Un rifi…? Esa vas a tener que repetírmela, Carl.

– Olvídalo, Assad.

Su ayudante asintió y bebió un sorbo de un brebaje con olor a menta que se había servido en la taza.

– Carl, oye entonces. No he avanzado nada con el caso que me asesignaste antes de irte. He mirado aquí y allá y en todos los sitios imposibles, pero con el lío de la mudanza superior todos los expedientes han desaparecido.

El subcomisario levantó la cabeza. ¿Desaparecido? ¡Joder! Aunque… sí, al fin una buena noticia aquel día.

– Sí, totalmente missing . Pero cuando andaba rebuscando en los montones y me encontré este, entonces. Está muy interesante.

Assad le tendió una carpeta y aguardó cual estatua de sal con expresión expectante.

– ¿Tienes intención de quedarte ahí plantado mientras me lo leo?

– Sí, gracias -contestó su ayudante al tiempo que dejaba la taza sobre la mesa.

Carl se llenó los carrillos de aire y abrió la carpeta resoplando lentamente.

Era un caso antiguo, muy antiguo. Del verano de 1987, para ser exactos, el año que tomó un tren con un amigo para ir al carnaval de Copenhague, donde le enseñó a bailar la samba una pelirroja que llevaba el ritmo metido en las caderas, una cualidad divina, como se demostró cuando acabaron la noche entre los matojos de los jardines de Rosenborg encima de una manta. Él tenía poco más de veinte años y nunca había sido menos virgen que al regreso de ese viaje.

Buen verano aquel de 1987. El verano que lo trasladaron de Vejle a la comisaría de Antonigade.

Los crímenes debieron de tener lugar entre ocho y diez semanas después del carnaval, por las mismas fechas en que la pelirroja decidía descubrirle los secretos de su cuerpo de samba a otro nativo de Jutlandia; sí, justo al mismo tiempo que él hacía sus primeras rondas nocturnas por las angostas callejuelas de Copenhague. Curioso que no recordara nada de un caso tan particular.

Las víctimas -dos hermanos, una chica y un chico de diecisiete y dieciocho años respectivamente- aparecieron molidas a palos, irreconocibles, en una cabaña que había en los alrededores de un lago, el Dybesø, cerca de Rørvig. Ella había salido muy malparada y, a juzgar por las múltiples lesiones que se había producido al tratar de rechazar los golpes, había sufrido lo indecible.

Se saltó unas cuantas líneas. No había móvil sexual ni se echó nada en falta.

A continuación leyó de nuevo el informe de la autopsia y hojeó los recortes de periódico. Eran pocos, pero con los titulares más grandes que había visto en su vida.

«Asesinados a golpes», decía el Berlingske Tidende , que acompañaba el titular con una detallada descripción del hallazgo de los cadáveres nada propia del viejo periódico.

Los dos cuerpos aparecieron en el salón, ella en biquini y su hermano, desnudo y con una botella de coñac a medias en la mano. Lo habían matado de un único golpe en la nuca con un objeto contundente que más adelante resultó ser un martillo de carpintero; lo encontraron en un matorral de brezo entre los lagos de Flyndersø y Dybesø.

El móvil era un misterio, pero las sospechas no tardaron en recaer en un grupo de alumnos de un internado que solían parar por el gigantesco chalé de los padres de uno de ellos, cerca del lago. Habían causado problemas en Den Runde, una sala de conciertos de la zona, en más de una ocasión y varios golfillos del lugar habían acabado maltrechos.

– ¿Has llegado ya adonde pone quiénes eran los sospechosos?

Carl lo miró por debajo de las cejas. Assad debería haberse conformado con esa respuesta, pero insistió.

– Sí, claro. El informe también hace entender que sus padres eran unos de esos que ganan mucho dinero. Había muchos en los dorados ochenta esos, o como se llamaran, ¿no?

El subcomisario asintió. Acababa de llegar a esa parte del texto.

Efectivamente. Los padres de todos ellos eran gente conocida entonces, y lo seguían siendo incluso al cabo de tantos años.

Leyó de refilón los nombres de los alumnos del internado un par de veces y le entraron sudores fríos. Si los padres ganaban dinero a espuertas y eran archiconocidos, otro tanto ocurría con muchos de sus hijos ahora. Habían nacido en una cuna de plata y habían saltado al oro. Estaban Ditlev Pram, fundador de toda una serie de exclusivas clínicas privadas, Torsten Florin, diseñador de fama internacional, y el analista de Bolsa Ulrik Dybbøl Jensen, todos ellos encumbrados al éxito, al igual que el ya fallecido armador Kristian Wolf. Los dos últimos miembros del grupo eran punto y aparte. Kirsten-Marie Lassen también había formado parte de la jet , pero ya nadie conocía su paradero, y Bjarne Thøgersen, que había confesado la autoría de los crímenes y cumplía condena por ellos, tenía unos orígenes algo más humildes.

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