Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Arrastró la maleta hasta la tienda tailandesa que había en el sótano del otro lado de la calle y la colocó junto al escaparate. Solo una vez le habían birlado una maleta después de dejarla ahí, algo que con toda seguridad no se repetiría con semejante tiempo; hasta los ladrones se quedaban bajo techo. Además, le traía sin cuidado, no contenía nada de valor.

Tras poco más de diez tristes minutos en la plazoleta de la estación, el pez picó. De un taxi bajó una mujer espectacular con un abrigo de visón, una maleta con sólidas ruedas de goma y un cuerpo ágil que no debía de pasar de una 38. Antaño a Kimmie solo le interesaban las de la talla 40, pero ya había llovido mucho y vivir en la calle no engordaba, precisamente.

Mientras la recién llegada trataba de orientarse junto a uno de los expendedores automáticos del vestíbulo, le robó la maleta. Después salió por la puerta de atrás con toda la calma del mundo y llegó a la parada de taxis de Rewntlowsgade en un abrir y cerrar de ojos.

Nada como tener práctica.

Una vez allí, cargó el botín en el maletero del primer coche y le pidió al taxista que la llevara a dar una vuelta por ahí.

Sacó un buen puñado de billetes de cien coronas del bolsillo del abrigo.

– Te daré un par de estos de propina si haces lo que te digo -añadió, haciendo caso omiso de su mirada suspicaz así como del temblor que le sacudía las aletas de la nariz.

Al cabo de más o menos una hora regresaría a recoger la maleta vieja vestida con ropa nueva y con el olor de una desconocida impregnado en el cuerpo.

Para entonces las narices del taxista temblarían de un modo muy, pero que muy distinto.

2

Ditlev Pram era un hombre atractivo y lo sabía. Cuando volaba en business siempre había un amplio surtido de féminas que no protestaban si les hablaba de su Lamborghini y de lo rápido que lo conducía hasta su humilde morada de Rungsted.

En esta ocasión, el objeto de sus deseos era una mujer con una melena de suaves cabellos y unas gafas de montura negra y poderosa que la hacían parecer inaccesible. Le excitaba.

La había abordado sin éxito, le había ofrecido The Economist con una central nuclear a contraluz en la portada sin obtener otra cosa que un gesto de rechazo con la mano y había hecho que le sirvieran una copa que ella no se bebió. Para cuando el vuelo de Stettin aterrizó en el aeropuerto de Kastrup a la hora prevista, había desperdiciado noventa preciosos minutos.

Ese era el tipo de cosas que lo volvían agresivo.

Echó a andar por los pasillos acristalados de la terminal 3 y, al llegar a la banda transportadora, divisó a su víctima. Era un hombre con dificultades para caminar que se dirigía hacia la cinta mecánica.

Ditlev apretó el paso y lo alcanzó en el preciso instante en que el desconocido ponía un pie en la banda. Lo veía como si ya hubiese sucedido: una zancadilla disimulada y aquel saco de huesos se estrellaría contra la pared de plexiglás; su rostro resbalaría por ella con las gafas retorcidas mientras el viejo intentaba frenéticamente ponerse en pie.

Estaba deseando hacer realidad sus fantasías, así era él. Eso era lo que habían mamado él y el resto de la banda. No era nada especialmente meritorio ni tampoco algo de lo que avergonzarse. Si se decidiera a hacerlo, en cierta forma la culpa sería de esa guarra. Podía haberlo acompañado a casa y no habrían tardado ni una hora en estar metidos en la cama.

Ella lo había querido.

Nada más dejar atrás la antigua posada en el retrovisor y antes de que el mar volviese a aparecer y lo cegara, sonó su móvil.

– ¿Sí? -contestó mirando la pantalla.

Era Ulrik.

– Alguien que conozco la vio hace unos días -dijo-. En el paso de cebra de Bernstorffsgade, frente a la estación.

Ditlev apagó el mp3.

– Bien. ¿Cuándo exactamente?

– El lunes. El 10 de septiembre. Hacia las nueve de la noche.

– ¿Y qué has hecho al respecto?

– Fui a dar una vuelta por allí con Torsten, pero no la encontramos.

– ¿Con Torsten?

– Sí. Ya lo conoces, no me ayudó gran cosa.

– ¿Quién se está ocupando del tema?

– Aalbæk.

– Vale. ¿Qué aspecto tenía?

– Me dijeron que iba muy bien vestida y que está más delgada. Pero apestaba.

– ¿Qué?

– Sí, a sudor y a meados.

Eso era lo malo de Kimmie. No solo era capaz de desaparecer del mapa durante meses, incluso años; también resultaba imposible identificarla. Invisible y de pronto inquietantemente visible. Ella era lo más peligroso, lo único que podía suponer una auténtica amenaza para ellos.

– Esta vez tenemos que atraparla, Ulrik. ¿Estamos?

– ¿Para qué coño crees que te he llamado?

3

Solo una vez llegó al sótano de la Jefatura de Policía, a las puertas de las oficinas a oscuras del Departamento Q, Carl Mørck comprendió que el verano y las vacaciones habían terminado definitivamente. Encendió la luz y, al recorrer con la mirada su escritorio, atestado de montones caóticos de abultados expedientes, sintió la imperiosa necesidad de cerrar de un portazo y salir pitando. No le fue de gran ayuda que Assad hubiera colocado allí en medio un manojo de gladiolos que podría haber bloqueado por sí solo una calle grandecita.

– ¡Bienvenido, boss! -lo saludó una voz a su espalda.

Se volvió y miró directamente a los esquivos y lustrosos ojos marrones de Assad. Sus ralos cabellos oscuros despuntaban, disparados, en todas direcciones. Totalmente a punto para otro asalto en el ring .

– ¡Huy! -exclamó al reparar en la opaca mirada de su jefe-. Nadie diría que acabas de venir de las vacaciones, Carl.

El subcomisario hizo un gesto contrariado.

– ¿Ah, no?

En la segunda planta volvían a estar de traslado, otra vez la reforma policial de los cojones. Dentro de poco necesitaría un GPS para localizar el despacho del jefe de Homicidios. Solo había estado fuera tres semanas peladas y ya había por lo menos cinco caras nuevas que lo miraban como si fuese un selenita.

¿Y ellos quiénes coño eran?

– Tengo que darte una buena noticia, Carl -le anunció Marcus Jacobsen, el jefe del Departamento de Homicidios, mientras él paseaba su mirada errática por las paredes del nuevo despacho de su superior, unas superficies de color verde claro a medio camino entre un quirófano y la sala de gestión de crisis de un thriller de Len Deighton. Cadáveres de ojos lívidos le lanzaban sus miradas extraviadas desde todos los rincones. Mapas, diagramas y parrillas de personal en un abigarrado desorden. Todo de una efectividad de lo más deprimente.

– Una buena noticia, dices; eso suena fatal -replicó, dejándose caer a plomo en la silla que había frente a su jefe.

– En fin, vas a tener visita de Noruega.

El subcomisario lo observó con los párpados caídos.

– Por lo que sé, se trata de una delegación de cinco miembros de las altas esferas de la policía de Oslo que vienen a ver el Departamento Q. El viernes a las diez de la mañana, ¿te acordarás?

Marcus, sonriente, le hizo un guiño.

– Me encargaron que te dijera que están deseando venir.

Pues el deseo no era mutuo, joder.

– Aprovechando la ocasión te he conseguido refuerzos para tu equipo. Se llama Rose.

Llegados a ese punto, Carl se incorporó un poco en la silla.

Después permaneció un buen rato ante la puerta del despacho de su jefe intentando volver a bajar las cejas. Decían que las desgracias nunca vienen solas y vaya si tenían razón, joder. Cinco minutos en la oficina y ya lo habían colocado como educador de apoyo de una aspirante a secretaria, por no mencionar que también iba a tener que capitanear un tour a ninguna parte con una panda de macacos de los fiordos. Aunque esa segunda parte había caído en el más feliz de los olvidos.

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