Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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– Me juego lo que sea a que no saben nada -repitió-. Además, estando muerto Frøstrup, Van der Kerch como una cabra y la Policía a dos velas, ¡no tenemos nada que temer!

– Te olvidas de un detalle -dijo el otro-, te olvidas de Karen Borg. No tenemos ni idea de lo que sabe, pero algo sabrá, al menos eso cree la Policía. Si tienes razón cuando dices que la Policía está sin pistas, es porque la mujer no ha cantado todavía…, y no sabemos cuánto tiempo tardará en hacerlo.

Lavik tuvo poco que decir a eso; su entusiasmo infantil del inicio se fue desmoronando.

– Puede que se equivoquen -replicó-. Tal vez la Policía se equivoque, quizá no sepa absolutamente nada. Ella y el fiscal eran como uña y carne en el instituto. Apuesto a que le hubiese soltado lo que sabe si tuviera algo que decir, estoy casi seguro. -El joven se repuso y volvía a sentirse en posición dominante, pero el hombre mayor no parecía nada convencido.

– Karen Borg representa un problema -afirmó con seguridad-. Es y seguirá siendo un problema. -Se hizo el silencio durante unos segundos antes de que el mayor de los dos pusiera punto final a la conversación-. No vuelvas a llamarme jamás. Ni desde una cabina ni desde un móvil. No llames, utiliza el método habitual; haré la comprobación cada dos días. Colgó el teléfono, estampándolo contra la mesa. Lavik se sobresaltó al otro lado, el golpe retumbó en sus oídos y la úlcera de estómago lanzó el aviso de que todavía seguía allí. Sacó de su bolsillo interior un sobre de Ballancid, lo abrió a mordiscos y se lo tragó entero. Sus labios se cubrieron de una capa fina y blanca que acabaría permaneciendo ahí todo el día. Al cabo de diez segundos empezó a sentirse mejor, miró a ambos lados y salió de la cabina de teléfono. La alegría triunfalista que había sentido al salir de la jefatura se había apagado. Volvió regurgitando a su despacho.

Jueves, 29 de octubre

«Codicia. La codicia es el peor enemigo del delincuente. La moderación es la clave del éxito», se dijo.

Hacía un frío de perros; a esas alturas la montaña llevaba ya muchas semanas cubierta de nieve. En Dokka cambió las ruedas y puso unas cubiertas de invierno; se decidió tras un peligroso patinazo con el coche que lo había obligado a invadir el carril contrario. Aun así, tuvo enormes problemas para subir la larga y abrupta cuesta que atravesaba el bosque hasta la cabaña, hasta el punto de tener que hacerlo dando marcha atrás. Sólo una vez había experimentado dificultades parecidas, y eso que la cabaña era propiedad de la familia desde hacía más de veinte años. ¿Qué fue lo que le jugó esa mala pasada, la calzada o los nervios? El pequeño aparcamiento estaba vacío y sólo podía divisar el contorno de las cuatro cabañas que poblaban el lugar. Sin ninguna fuente humana de luz, pero con la luna para ayudarle a caminar con sus raquetas de nieve en los pies, recorrió los doscientos metros que lo separaban de la cabaña. Tenía las manos congeladas y se le cayeron dos veces las llaves en la nieve antes de conseguir abrir la puerta.

Al entrar olía a moho y a cerrado; aunque no era necesario, cerró la puerta de la entrada con llave. Le costó mucho prender la mecha de la lámpara de parafina, debido a la propia falta de combustible y a la humedad ambiental. Tras algunos intentos consiguió encenderla y las amenazadoras nubes de hollín empezaron a amontonarse en el techo. El grupo que proporcionaba energía solar estaba vacío de corriente, debía de estar estropeado. Colgó la linterna del techo, se quitó el gabán y se puso un jersey gordo de lana.

Al cabo de una hora estaba todo en su sitio. El quemador de parafina había dejado su lugar a la antigua pero inmejorable chimenea. El cuarto estaba aún lejos de haber alcanzado una temperatura agradable, sobre todo porque había estado ventilando durante media hora, pero el fuego ardía con ímpetu y el tubo de evacuación parecía aguantar la avalancha de fuego y humo. El horno de gas seguía funcionando, así que decidió obsequiarse con una taza de café. Decidió que el importante asunto que lo había llevado hasta allí debía esperar hasta haber calentado la cabaña lo suficiente; además de pasar frío, iba a tener que calarse hasta los huesos para poder cumplir su misión. Reparó en el revistero de mimbre repleto de viejos cómics de los sesenta, agarró uno de ellos y empezó a hojearlo con los dedos todavía yertos. Los había leído cientos de veces, pero cumplían con su propósito de pasatiempo, aunque el desasosiego le atormentaba.

Eran ya las doce de la noche cuando volvió a vestirse, esta vez con un mono de invierno Nelly-Hansen que encontró en el desván junto a unas botas militares desgastadas, que seguían acoplándose a sus pies a la perfección después de treinta años, desde que las sustrajo del ejército. La luna continuaba llena y luminosa en el cielo austral y hacía que el uso de la linterna fuese de momento innecesario. Llevaba una cuerda enrollada al hombro y una pala quitanieves, de aluminio, en la mano; sin embargo, dejó las raquetas atrás: podía vadear sin problemas los cuarenta metros que separaban el pozo de la cabaña.

El pozo se encontraba dentro de una caseta que asomaba como una señal en medio de lo que aparentaba ser un humedal. En el letrero de la puerta, se advertía sobre la posible insalubridad del agua, pero aquello nunca había afectado a nadie, el agua siempre estaba fresca y dulce, con distinto sabor según las estaciones. Cuatro troncos, atados en un extremo y separados en el otro, formaban sencillamente los cuatro pilares de una tienda tipo lapona. Los cuatro laterales vestían, a su vez, tableros contrachapados recortados en forma de A con una abertura en uno de los costados, a modo de puerta que se cerraba con un simple candado. Al principio, la caseta era diminuta y sólo era posible introducir el cubo, pero la había agrandado hacía cuatro años. Ahora una persona tenía que reptar para entrar, algo que no le hacía mucha gracia a la familia, pero sin duda era más fácil sacar el agua de esta manera.

Tardó casi quince minutos en quitar la nieve y desenterrar la puerta hasta poder abrirla. Sudaba y respiraba con dificultad. Acto seguido clavó la puerta en la nieve para mantenerla abierta, se acurrucó y se deslizó por el resquicio hacia dentro. La parte interior de la caseta medía apenas un metro cuadrado, y el armazón se cerraba a poca altura e impedía que una persona pudiera ponerse de pie. Con mucho empeño consiguió acercar la linterna para iluminar el fondo del pozo oscuro y silencioso. Aquella postura tan forzada hizo revivir una vieja lesión que tenía en el hombro; se le escapó una ventosidad entre quejidos y esfuerzos. Al final, logró dirigir el haz de luz hacia un pequeño saliente situado medio metro más abajo, cerca de la superficie del agua. Introdujo una pierna, posó el pie con mucho cuidado sobre el pequeño saliente y notó, como era de esperar, que el firme estaba muy resbaladizo, así que dio un par de patadas hasta conseguir un buen apoyo. Repitió el mismo ejercicio con el otro pie hasta que pudo mantenerse erguido con las piernas abiertas y sentirse relativamente seguro. Se quitó los guantes y los colocó encima de la viga de madera que cruzaba el pozo a la altura de su cintura. A continuación, abrió la parte superior del mono Nelly-Hansen para sacar el brazo, pero era tremendamente difícil por el grosor y la dureza de la tela; además, sus dedos empezaban a entumecerse, por el frío. Al final tuvo que desistir, se agachó y sumergió el brazo derecho en el agua helada y se agarró con el izquierdo a la sujeción del caldero. El brazo se entumeció a los pocos segundos, el corazón latía con más fuerza y empezó a sentir una opresión en el pecho. Los dedos rebuscaban por la pared del pozo a medio metro bajo la superficie del agua, pero no encontraban lo que buscaban. Empezó a proferir juramentos y tuvo que recoger el brazo; se tapó la mano con la manga y frotó los dedos con vigor a la vez que soplaba para calentarlos. Al cabo de unos minutos, se atrevió a intentarlo de nuevo.

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