Esta vez tuvo más suerte. Al cabo de unos segundos consiguió atrapar una piedra suelta de la pared y la sacó con cuidado del agua. La espalda mojada, el brazo congelado y el corazón que latía con mucha fuerza intentaban convencerle de que abandonara. Apretó las mandíbulas antes de volver a sumergir el brazo en el pozo. Ahora conocía el camino. Atrapó con sumo cuidado un objeto del tamaño y la forma de un maletín grueso alojado en el mismo hueco de la pared. El asa de uno de los extremos asomaba por el orificio; el hombre se aseguró de tenerlo bien asido antes de extraerlo del todo de su cámara oculta.
Cuando el maletín, que resultó ser un cofre, emergió del agua, sus dedos entumecidos no aguataron más. El hombre soltó la caja e hizo varios movimientos desesperados con los brazos para atrapar a su presa. Eso provocó que perdiera el equilibrio y el pie izquierdo se deslizó y se separó del saliente donde había reposado. Se hundió en el agua junto con el cofre.
No veía nada. Los oídos, la boca y la nariz se llenaron de agua; el traje pesado se empapó enseguida y notó que la ropa y las botas lo arrastraban hacia el fondo. Se puso como loco; el miedo y la ansiedad no pretendían proteger su propia vida, sino la urna. Con inusitada presteza, enganchó la caja que había quedado atrapada entre su cuerpo y la pared del pozo en su hundimiento hacia las profundidades. Con un increíble esfuerzo, consiguió estirarse lo bastante hacia la puerta de la caseta como para arrojar el cofre sobre la nieve del exterior. Luego se asustó mucho. Seguía revolviéndose agitadamente, pero empezó a notar que sus movimientos eran cada vez más lentos y que los brazos y las piernas no obedecían las órdenes que él daba. Por fin logró aferrarse al enganche del cubo y cruzó los dedos en su mente para que los pernos del finísimo tablero aguantaran. Sacó medio cuerpo a pulso y consiguió estirar el brazo hasta el marco de la puerta. Se atrevió a soltar la fijación del cubo y alcanzó a sacar el torso al exterior de la caseta. Un minuto después, el contorno de su cuerpo se dibujaba bajo la luz de la luna, chorreando agua y buscando aire a bocanadas. El corazón había intensificado sus protestas e intentó retener el estallido en el pecho con las manos. Los dolores eran insoportables. No cerró la puerta de la caseta antes de recoger el cofre y volver tambaleándose en dirección a la cabaña.
Se despojó de la ropa y se quedó de pie, desnudo delante de la chimenea. Estuvo tentado de meterse hasta el fondo de la hoguera, se acurrucó sobre la plancha metálica en el suelo, a tan sólo veinte centímetros de las llamas. Luego se acordó de ir a por un edredón, estaba todavía helado y húmedo, pero tras unos minutos comprendió que no iba a morirse de frío. La garra del pecho lo fue soltando poco a poco, pero la piel le picaba y quemaba, y los dientes parecían castañuelas, aunque se lo tomó como una buena señal. La temperatura de la cabaña había alcanzado, al menos, los quince grados; al cabo de media hora, estuvo ya tan recuperado que consiguió ponerse un chándal viejo, un jersey de lana, calcetines de lana y zapatillas de fieltro. Asimismo, fue capaz de calentarse otra taza de café y se instaló cómodamente para abrir la caja. Estaba hecha de metal y recubierta de caucho y cerraduras.
Todo estaba en su sitio. Veintitrés hojas codificadas, un documento adjunto de nueve páginas y una lista con diecisiete nombres. Sacó los papeles de una bolsita de plástico, una medida de seguridad innecesaria ya que la urna era totalmente estanca. Levantó la bolsa. Debajo había siete fajos de billetes que cubrían la práctica totalidad del cofre, con doscientas mil coronas en cada uno. Cinco de través y dos a lo ancho: un millón cuatrocientas mil coronas.
Sacó la cuarta parte de uno de los fajos y formó un pequeño mazo. Dejó el resto en la caja, la cerró con esmero y la posó en el suelo.
Los papeles estaban secos. Primero echó un vistazo a la lista de nombres y luego la quemó en la chimenea. La sostuvo mientras ardía hasta que tuvo que soltarla para no quemarse los dedos, insensibles. A continuación, hojeó el documento de nueve páginas.
Se trataba de una organización sencilla en su estructura, él mismo se sentía como un padrino retirado y desconocido, y había elegido a sus dos ayudantes con mucho celo. Hansa Olsen porque tenía mucha mano con los criminales, un marcado sentido por el dinero y una relación tortuosa con la ley. Jørgen Lavik porque daba la impresión de ser el antagonista de Olsen: hábil, afortunado, sensato y frío como el hielo. La histeria manifestada últimamente por el más joven de ellos demostraba que el mayor se había equivocado. Al principio, había empezado tanteando al diligente joven como si fuera a seducir a una virgen. Un comentario ambiguo por aquí, algunas palabras de doble sentido por allá; al final, decidió quedarse con aquellos dos candidatos. Nunca se había visto directamente involucrado en el trabajo, bajo ninguna circunstancia. Él era el cerebro y tenía el capital inicial, conocía todos los nombres, planificaba cada jugada. Tras innumerables trabajos como defensor sabía dónde se encontraban las trampas. Codicia, la codicia acababa por derribarlos a todos. Era fácil hacer contrabando de drogas, sabía de dónde procedían y qué conexiones eran fiables. Numerosos clientes le habían advertido, aseverando con un movimiento de cabeza, de la pequeña equivocación que acababa por tumbarles a todos: la codicia desmesurada. El meollo del asunto residía en delimitar cada operación, en no dejar que fueran demasiado lejos. Era mejor un flujo continuo, aunque las ganancias fueran menores, que dejarse cazar por un par de éxitos que supuestamente lleven al gran golpe.
No, el problema no residía en la importación de la mercancía, el riesgo radicaba en la comercialización. En un entorno lleno de soplones, compradores colgados y camellos ávidos de dinero uno debe medir sus pasos con prudencia. Por eso nunca se había mezclado directamente con la parte «baja» de la organización.
Sólo un par de veces habían salido mal las cosas. En aquella ocasión, los correos se llevaron la peor parte, pero las transacciones fueron demasiado pequeñas como para que la Policía sospechara de la existencia de una organización detrás de todo ello. Los chicos mantuvieron la boca cerrada y aceptaron sus condenas, como hombres, con una promesa implícita que les garantizaba una prima considerable una vez que salieran de la cárcel de Ullersmo, al cabo de no mucho tiempo. La condena más larga fue de cuatro años, pero sabían que ganaban un buen sueldo anual por cada año que pasaban detrás de las rejas. En caso de que los correos hubiesen elegido hablar, habrían tenido poco que decir. Al menos eso pensaba, pues hasta hacía muy poco tiempo no había tenido claro que los dos herederos de la corona se habían excedido en sus atribuciones. Además de un sueldo anual legal y elevado, había amasado cantidades considerables de dinero que le proporcionaban una vida muy holgada. Sus gastos eran controlados y paulatinos, de modo que siempre podía justificarlos a tenor de su legítima economía. El dinero del pozo era suyo, así como otra cantidad similar oculta en una cuenta suiza. La mayor parte de los beneficios descansaba en una cuenta de la que no era usuario, podía ingresar dinero, pero no sacarlo. Ese dinero se destinaba a la «causa», y sentía cierto orgullo por ello. La felicidad por poder contribuir a la «causa» había reprimido eficazmente la convicción de toda una vida basada en la distinción del bien y el mal, y acerca del crimen y el acatamiento de la ley. Era el elegido y hacía lo correcto. El destino que había salvaguardado con su mano protectora las operaciones durante tantos años estaba de su lado. Los escasos traspiés eran previsibles y los acontecimientos ocurridos últimamente representaban sólo una advertencia que provenía del mismo destino: tocaba liquidar el asunto. Eso implicaba que la tarea había acabado. El hombre entrecano consideraba el destino como un buen amigo y prestaba atención a las señales que le mandaba. Había acumulado millones, ahora les tocaba a otros seguir con el negocio.
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