Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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Volvió a presentarse. El abogado parecía tener curiosidad y era probable que el sudor sobre su labio se debiera a que el termostato no funcionaba. Myhreng también tenía calor y se tiró un poco del jersey de lana.

– ¿Esto es una entrevista? -preguntó el abogado, con mucha amabilidad.

– No, más bien se podría decir que es un pequeño interrogatorio.

– ¿Sobre qué?

– Sobre tu relación con Hansa Olsen y el asunto de drogas en el que la Policía cree que estaba implicado.

Hubiera jurado que el abogado Lavik reaccionó. Un rubor suave, casi invisible, asomó en su cuello y con el labio inferior succionó algunas de las gotas de sudor del superior.

– ¿Mi relación?

Sonrió, pero la sonrisa no le quedó muy bien.

– Sí, tu relación.

– ¡Pero si yo no tenía nada que ver con Olsen! ¿Estaba implicado en un asunto de drogas? ¿Implicado? Por tu periódico había creído entender que fue víctima de unos traficantes de drogas, no que estuviera implicado en algo…

– Por ahora, es todo lo que podemos afirmar, pero tenemos nuestras teorías. Y la Policía también, creo.

Lavik se había sobrepuesto. Volvió a sonreír, esta vez le quedó mejor.

– Bueno, estás errando mucho el tiro si me quieres relacionar a mí con todo eso. Apenas conocía a Olsen. He coincidido con él, por supuesto, por aquí y por allá, pero no se puede decir que lo conociera, en absoluto. Trágico, por cierto, morir de esa manera. ¿No tenía hijos?

– No, no tenía. ¿Dónde metes tu dinero, Lavik?

– ¿Mi dinero?

Parecía sinceramente perplejo.

– Sí, ganas un montón de dinero. Si los datos que has proporcionado a Hacienda son correctos: 1,4 millones el año pasado. ¿Dónde los has metido? -¡Eso no es asunto tuyo! Para serte franco, tengo la conciencia completamente tranquila a este respecto; cómo invierto el dinero que gano legalmente no es, en absoluto, asunto tuyo.

Se interrumpió de pronto, se le había acabado la paciencia. Miró el reloj y dijo que tenía que preparar una reunión.

– Pero tengo más cosas que preguntarte, Lavik, muchas, muchas cosas más -protestó el periodista.

– Pues yo no tengo más respuestas -dijo Lavik con decisión, se levantó y señaló la puerta.

– ¿Puedo volver otro día que te venga bien? -insistió Myhreng mientras cruzaba la habitación.

– Será mejor que llames antes. Soy un hombre muy ocupado -concluyó el abogado, y cerró la puerta.

Fredrick Myhreng estaba solo con la bibliotecaria. Se había contagiado de la actitud distante de su jefe y dio la impresión de que iba a negárselo cuando Myhreng pidió permiso para usar el servicio, pero al final accedió.

Al llegar se había fijado en una ventana con cristal ahumado situada a medio metro de la puerta de entrada, en el pasillo. Mientras esperaba había supuesto que debía de dar al servicio, pero no era exactamente así. Tras la puerta con un corazón de porcelana había una antesala con lavabo, mientras que el propio servicio estaba separado por una puerta con cerrojo. La sacudió un poco, pero en vez de entrar, sacó una navaja multiusos. Tenía tres destornilladores y no le resultó difícil aflojar los seis tornillos que sujetaban la ventana de cristal ahumado. Myhreng sabía lo suficiente de carpintería como para sonreír un poco al comprobar que la ventana estaba atornillada. Debería estar sujeta con masilla, si no acabaría atascándose. Aunque por ahora no había sucedido, quizá porque era una ventana interior y poco expuesta a la humedad. Se aseguró de que a los tornillos les quedaban un par de vueltas de rosca y tiró de la cadena. A continuación se lavó las manos y sonrió amablemente a la señora, que, en cambio, no se dignó a decirle adiós cuando salió del bufete. Él no se lo tomó a mal.

Ya era de noche. Hacía un frío tremendo, pero Myhreng no tenía prisa por entrar. Había empezado a inquietarse. Los ánimos desbordados de la mañana habían dado paso a una vacilación inquieta. En la Facultad de Periodismo no le habían enseñado nada sobre cómo entrar en casas ajenas u otras ilegalidades, más bien al contrario. Ni siquiera sabía por dónde empezar.

El edificio tenía oficinas en las tres primeras plantas y viviendas en las dos superiores, por lo que se podía deducir del telefonillo. En las películas, el ladrón solía llamar a todos los timbres y decir «Hi, it's]oe», con la esperanza de que alguien conociera a algún Joe y le abriera la puerta, pero dudaba de que eso funcionara. La puerta del portal estaba cerrada a cal y canto. Optó por la segunda mejor opción y sacó una palanca de hierro de su cazadora de cuero.

Fue bastante sencillo. Después de dos crujidos, la puerta cedió. Ni siquiera los pernios chirriaron cuando entornó la puerta lo bastante como para colarse hacia dentro. A la izquierda, tres lindos escalones conducían a otra puerta y ya habían echado sal contra las heladas de la noche. Myhreng estaba preparado para un nuevo obstáculo, pero, por si acaso, probó el pomo antes de arremeter contra ella con la barra de hierro. A alguien se le debía de haber olvidado echar la llave, pues la puerta se abrió. Le pilló tan por sorpresa que, sin querer, dio un paso hacia atrás, se quedó con el pie en el aire y gimoteó cuando alcanzó el suelo más tarde de lo que habían calculado sus reflejos. Pero aquello no disminuyó su alegría por lo bien que iba todo.

Subió las escaleras al doble de velocidad que unas pocas horas antes. Al llegar a la ventana ahumada se detuvo un rato para recuperar el aliento y para comprobar que nadie daba señales de haberlo descubierto, pero no se oía más que el pitido de sus propios oídos; al cabo de un minuto, sacó un bote de plastilina. Con cuidado pegó un poco de la masa contra el cristal y, con ayuda del pulgar, la fue introduciendo por el borde. No era fácil calcular cuánto podía apretar sin que el cristal se desprendiera, pero después de un rato le pareció suficiente y repitió la operación un poco más abajo con otro pedazo de plastilina. Una vez que la hubo extendido, apretó con fuerza. La ventana no se movió.

Había empezado a sudar y sentía la necesidad de quitarse la cazadora, que además dificultaba sus movimientos, así que tras un segundo intento se la quitó. Los dedos habían dejado profundas marcas en la masa de plástico, a pesar de los guantes. Al tercer intento empujó con todo el peso de su cuerpo y sintió cómo cedían los tornillos. Afortunadamente la ventana se desprendió primero por abajo. Entornó el marco al mismo tiempo que se colaba dentro de la pequeña habitación. La ventana estaba completamente suelta, pero entera. Recogió la cazadora antes de quitar la plastilina y volvió a colocar el cristal en su sitio.

Con mucha precaución abrió la puerta que daba al recibidor. Myhreng no era tan tonto como para no prever una alarma, aunque tal vez no fuera muy sofisticada. Sobre la ventana descubrió una cajita con una luz roja. Se tumbó boca abajo y se arrastró hasta la puerta del despacho de Lavik. Se había metido la linterna entre el cinturón y la espalda, y le iba raspando la piel en su torpe movimiento hacia delante. La puerta estaba abierta. Buscó con la luz de la linterna una caja de alarma como la del recibidor, pero no había, o al menos la linterna no la encontró. Asumió el riesgo y se levantó.

Como es natural, no sabía qué estaba buscando. No lo había pensado y se sintió bastante idiota al verse en un despacho al que no tenía acceso legal, cometiendo su primer delito sin meta ni intenciones claras. La caja fuerte estaba cerrada, cosa que no podía considerarse sospechosa. El armario archivero estaba abierto; fue sacando los cajones y encontrando carpetas de cartón, todas ellas con una pequeña pestaña en una esquina en la que aparecía un nombre escrito con letra elaborada pero clara. Los nombres no le dijeron nada.

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