– Tú no piensas eso, Håkon -dijo Hanne recogiendo los últimos papeles, casi tuvo que tumbarse para poder coger un interrogatorio que se había colado bajo la cajonera-. Tú no piensas eso -repitió medio ahogada bajo la cajonera.
– Bueno, no del todo, pero casi.
Los dos frustrados se sentían frustrados. Era viernes y era ya demasiado tarde, llevaban demasiadas jornadas de trabajo agotadoras a sus espaldas. Ella lo llevaba mejor que él. Se quedaron sentados ordenando el montón de documentos.
– Infórmame de la situación -le ordenó él cuando hubieron acabado.
No les llevó mucho tiempo. Sand ya conocía las pocas pruebas técnicas que tenían y la investigación táctica estaba completamente parada. Habían interrogado a un total de cuarenta y dos testigos. Ni uno solo de ellos había podido contribuir con nada que pudiera arrojar luz sobre el caso, ni siquiera algo que creyeran que mereciera la pena seguir investigando.
– ¿Ha salido algo del seguimiento a Lavik?
El fiscal adjunto dejó la pila de papeles a un lado, sacó una cerveza tibia de una bolsa de plástico y le quitó la chapa contra el canto de la mesa. La madera hizo astillas y un pedacito de cristal se soltó de la botella.
– Al fin y al cabo ha llegado el fin de semana -se disculpó, antes de llevarse la botella a la boca.
Como el contenido estaba tibio se formó gran cantidad de espuma y tuvo que inclinarse bruscamente hacia delante y separar las piernas para no mancharse. Se secó la boca y aguardó la respuesta.
– No, con la capacidad de esta jefatura, es imposible seguirlo las veinticuatro horas al día. Así que no es más que una lotería. No tiene sentido seguirlo si no se hace con eficacia. Si lo hacemos así, sólo conseguiremos sentirnos frustrados.
– ¿Y qué pasa con la parte mercantil del negocio de Lavik?
– Va a ser un follón investigarlo. Ha tenido algunos proyectos hoteleros en el Lejano Oriente. Bangkok. Eso no queda muy lejos de los mercados de heroína, pero los inversores para los que ha trabajado son gente seria y los hoteles se han construido, así que no hay nada turbio en el propio negocio. Si consigues fondos, no me importaría viajar a Tailandia para investigar el asunto.
Wilhelmsen arqueó las cejas en una mueca que expresaba a las claras lo que opinaba sobre una extravagancia presupuestaria de ese tipo. En el exterior se había hecho de noche y el cansancio que ambos sentían, unido al suave olor de la cerveza, hacía que el despacho resultara casi acogedor.
– ¿Estamos ahora de servicio?
Sand sabía a qué se refería y sonrió negando con la cabeza, a la vez que le pasaba otra cerveza, después de abrirla de la misma manera que la anterior. El tablero de la mesa se quejó, pero esta vez consiguió que el cristal no se rompiera. Ella cogió la cerveza, pero de pronto la soltó y se fue sin decir nada. Dos minutos después se afanaba por conseguir mantener en pie dos velas sobre la mesa. Después de derramar una buena cantidad de cera, se quedaron erguidas, aunque ligeramente ladeadas, cada una en una dirección. Luego apagó la luz del techo, mientras Håkon giraba hacia la pared la lámpara de mesa, de modo que sólo arrojaba una luz medio ahogada a la habitación.
– Como nos vea alguien, van a correr un montón de rumores.
Él se mostró de acuerdo.
– Pero yo saldré ganando -sonrió Håkon.
Brindaron con las botellas.
– Qué buena idea hemos tenido. ¿Se puede hacer?
– Yo hago lo que me da la gana cuando estoy en mi propio despacho un viernes a las seis y media de la tarde. No me pagan un duro por estar aquí y me voy a casa en metro, aparte de que en casa no me espera nadie. ¿Y a ti? ¿Te espera alguien?
Sólo pretendía ser amable, no era más que un intento bienintencionado y espontáneo de adecuarse al extraño ambiente que se había generado y en absoluto pretendía pasarse de la raya. Pero ella se puso tensa, se enderezó en la silla y dejó la botella. Él se percató de su cambio de actitud y se arrepintió profundamente.
– ¿Y qué pasa con Peter Strup? -dijo tras un pausa incómoda-. En realidad no lo hemos investigado demasiado. Tal vez deberíamos. Sólo que no sé exactamente a qué podríamos agarrarnos. Me interesa más lo que pudiera saber Karen Borg.
Incluso en aquella luz vacilante, ella pudo percibir su rubor. Håkon se quitó las gafas, en una maniobra de distracción, y se limpió los cristales con la parte baja de su jersey de algodón.
– Sabe más de lo que dice. Eso está claro. Probablemente se trate de otros delitos de Van der Kerch que no conocemos. Lo hemos cogido por asesinato. La investigación técnica ya está acabada y con eso basta para condenar al tipo. Pero si tenemos razón en nuestras teorías, puede que además esté metido hasta el cuello en el narcotráfico. No es que sea muy conveniente sumar eso a la pena por asesinato premeditado. Es su obligación mantener silencio. Karen Borg es una mujer de principios, créeme. La conozco muy bien, coño. O al menos la conocía.
– No da la impresión de que mis notas hayan tenido consecuencias para ella -dijo Hanne-. ¿No ha notado nada inusual ni inquietante?
– No.
Håkon no estaba tan seguro como parecía. Hacía dos semanas que no hablaba con ella y no era porque no lo hubiera intentado. Aunque ella lo había besado hasta persuadirlo para que prometiera no llamarla, él había roto su promesa exactamente dos días después de haber salido dando tumbos de su casa trece días antes, a primera hora de la mañana de un sábado. El lunes por la mañana había probado llamarla al número de su despacho y le había atendido una recepcionista muy amable. Karen estaba ocupada, pero no debía preocuparse, le dejaría el recado de que había llamado. Desde entonces, la mujer le había dejado otros cuatro recados, pero no había respondido a ninguno. Él lo había asumido con aquel viejo sentimiento de resignación, pero, aun así, cada vez que sonaba el teléfono y lo descolgaba con la intensa esperanza de que fuera ella, se sentía profundamente decepcionado al comprobar que Karen se atenía a su determinación de no querer hablar con él por lo menos en un mes. Quedaban dos semanas.
– No -repitió, a pesar de todo-. No ha notado nada raro.
Las velas habían formado dos grandes círculos en la mesa. Håkon protegió la llama con la mano en un gesto completamente inútil y las apagó. Luego se levantó y encendió la luz del techo.
– Hasta aquí los preliminares -dijo fingiendo alegría-. ¡La juerga tendremos que corrérnosla cada uno por nuestra cuenta!
A pesar de haber blandido violentamente los sables, el invierno había tenido que rendirse ante un otoño frío y normal. Durante algunos días, los restos de las escaramuzas yacieron como manchas grisáceas sobre la tierra, pero ya habían desaparecido. A la lluvia le faltaban tres o cuatro grados para convertirse en nieve, pero así era mucho más desagradable. El asfalto, que hacía pocos días había relumbrado en la oscuridad de la noche compuesto por millones de diamantes negros, parecía ahora un monstruo chato y baboso que absorbía todo rayo de luz tan pronto como alcanzaba el suelo.
Hanne y Cecilie se dirigían a casa después de una fiesta agradable. Cecilie había bebido demasiado e intentaba coquetear agarrando la mano de Hanne. Recorrieron algunos metros cogidas de la mano, la distancia entre dos farolas, pero Hanne la soltó en el momento en que entraron bajo la luz pálida.
– Gallina -le dijo Cecilie bromeando.
Hanne se limitó a sonreír y recogió las manos dentro de las mangas de la chaqueta, protegiéndose así de nuevas tentativas de intimidad.
– Ya casi estamos en casa -dijo, tenían ya el pelo mojado; y Cecilie se quejaba de que no veía nada a través de las gafas-. Pues hazte con unas lentillas, mujer.
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