Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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La prima de los dos correos había mermado el capital, pero valía la pena. Sólo aquellos dos colegas sabían quién era él. Olsen estaba muerto y Lavik mantenía la boca cerrada, al menos, de momento. Se ocuparía del asunto sobre la marcha, lo tenía todo pensado y planeado.

Hansa Olsen fue su primera víctima en tiempos de paz; no le había costado tomar la decisión. Fue necesario y realmente no fue muy distinto de aquella vez, cuando dos soldados alemanes yacieron en la nieve delante de él con sendos balazos mortales en el uniforme. En aquel entonces tenía diecisiete años y se dirigía hacia Suecia. La detonación proveniente de la pistola retumbó en sus oídos mientras desvalijaba a los muertos de sus bienes; después, lleno de euforia nacional, prosiguió hacia Suecia y la libertad. Ocurrió justo antes de las Navidades de 1944 y ya sabía que pertenecía al equipo ganador. Había matado a dos enemigos y no sintió pena alguna por ello.

Tampoco el asesinato de Hansa Olsen provocó en él ningún sentimiento de culpabilidad, había sido necesario acabar con aquel tipo. Sintió incluso cierta excitación, una satisfacción emparentada con el sentimiento de triunfo que experimentó tras una redada exitosa entre los árboles frutales del vecino, más de cincuenta años atrás. El arma era antigua, sin registrar, pero estaba en perfecto estado de uso y comprada a un cliente fallecido hacía muchos años.

Tras leer el documento, enrolló las hojas en forma de antorcha y las apretó bien antes de arrojarlas a la hoguera. Los veintitrés folios de códigos fueron colocados en el mismo lugar. Diez minutos más tarde no existía documento alguno en el mundo que pudiera relacionarle con otras cosas que no fueran actividades respetables. Ninguna firma, ninguna nota escrita a mano, ninguna huella dactilar, en suma, ninguna prueba.

Empezó a temblar y fue al cuartucho a buscar ropa seca. Fue más fácil devolver el cofre a su lugar de procedencia en el pozo que sacarlo de allí. Echó el poso de café a las llamas antes de volver a ponerse la ropa que llevaba cuando llegó, colgó las prendas mojadas en una despensa exterior y cerró la cabaña. Eran las dos de la mañana. Le daba tiempo para regresar a la ciudad con suficiente margen para ducharse y presentarse en la oficina puntualmente. Estaba acatarrado y cansado, pero eso era de lo más normal, al menos en opinión de su secretaria.

Martes, 3 de noviembre

Fredrick Myhreng estaba en plena forma. Mientras aún seguía con vida, Hans A. Olsen le había proporcionado un par de reportajes buenos a cambio de unas pocas cervezas en Gamla. El tipo corría detrás de los periodistas como los chiquillos detrás de los cascos de las botellas. A pesar de ello, Myhreng lo prefería muerto. Ahora contaba con la plena confianza del director del periódico y con tiempo libre para concentrarse en el caso de la mafia, además de recibir miradas de ánimo de los compañeros que entendían que el chico estaba a punto de hacerse su hueco.

– Contactos, ya sabes, contactos -respondía a la gente cuando le preguntaban.

Se encendió un cigarrillo y el humo se mezcló con el dióxido de carbono que, pesado como el plomo, flotaba tres metros por encima del asfalto. Se reclinó contra una farola y se subió las solapas de la cazadora de piel de borrego; se sentía como James Dean. Al inhalar, una brizna de tabaco acompañó al humo hasta las vías respiratorias, y le provocó una tos violenta. Los ojos se le llenaron de lágrimas y las gafas se empañaron, ya no veía nada, y James Dean había desaparecido, agitó la cabeza y abrió los ojos de par en par a fin de librarse del vaho.

Al otro lado del tráfico de la calle se encontraba el despacho de Jørgen Ulf Lavik. Una suntuosa placa de latón anunciaba que Lavik, Sastre & Villesen tenían su despacho en la tercera planta del espigado edificio de ladrillo de finales de siglo. Estaba muy céntrico, a tiro de piedra del juzgado. Extremadamente práctico.

Lavik le resultaba interesante. Myhreng había investigado ya a unas cuantas personas, había hecho llamadas de teléfono, había hojeado viejas declaraciones de la renta y había frecuentado las tabernas mostrándose muy jovial. Al comenzar tenía veinte nombres en el cuaderno, ya sólo le quedaban cinco. La selección había sido difícil y en gran medida dictada por el instinto. Lavik se destacaba y había terminado encabezando la lista, con su nombre subrayado. Gastaba tan poco dinero que resultaba sospechoso. Tal vez sólo fuera ahorrativo, pero ¿hasta ese punto? La vivienda y los coches podrían ser los de un asesor de nivel 31 de ingresos, y no tenía ni barco ni cabaña en el campo, a pesar de que su declaración de la renta demostraba que los últimos años las cosas le habían ido muy bien y que había ganado mucho dinero con un proyecto hotelero en Bangkok, proyecto en el que aún seguía implicado. Al parecer, resultó ser una inversión especialmente ventajosa para sus clientes noruegos y había generado nuevos proyectos en el extranjero, la mayoría de ellos con pingües beneficios tanto para los inversores como para el propio Lavik.

Como abogado defensor se podía decir que su éxito era considerable. En la bolsa de renombres tenía un valor medio-alto, su estadística de absoluciones resultaba convincente y no era fácil encontrar a nadie que hablara mal de él.

Myhreng no era demasiado inteligente, pero sí lo bastante listo como para fijarse en el abogado. Por otro lado, era ingenioso y estaba dotado de buena intuición, además de haberse formado con el director de un periódico local, un hombre más listo que el hambre y que sabía que el periodismo de investigación consistía en su mayor parte en tiros fallidos y trabajo duro.

– La verdad está siempre bien escondida, Fredrick, siempre bien escondida -le repetía el viejo periodista-. Hay que remover mucha mierda para encontrarla. Abrígate, no tires nunca la toalla y lávate a fondo cuando hayas acabado.

No podía hacerle daño mantener una charla con el abogado Lavik. Lo mejor era no tener cita, llegar de improviso. Apagó el cigarro, escupió y cruzó la calle haciendo zigzag entre los coches que pitaban y un camión sin carga.

La señora de la recepción era sorprendentemente fea. Era una mujer mayor que parecía la bibliotecaria de una película para adolescentes. Las recepcionistas deberían ser bellas y amables, ésta no lo era. Tuvo la impresión de que iba a reñirlo cuando tropezó en la puerta y casi entró de bruces en la habitación, pero para su sorpresa sonrió, aunque sus dientes eran anormalmente regulares y grisáceos y era evidente que llevaba dentadura postiza.

– Esa puerta está fatal -se quejó-. Lo he dicho mil veces. En realidad es un milagro que a nadie le haya pasado nada grave. ¿En qué puedo ayudar al señor?

Myhreng le dedicó su sonrisa irresistible-para-señoras-mayores, pero ella desenmascaró sus intenciones y su boca adquirió un aire severo, y se le formaron mil arrugas alrededor como pequeñas flechas enfadadas.

– Me gustaría hablar con el abogado Lavik -dijo Myhreng, sin quitarse la sonrisa malograda.

La señora hojeó en un libro, pero no lo encontró.

– ¿No tenía cita?

– No, pero la cosa tiene cierta importancia.

Myhreng dijo quién era y la boca de la señora se frunció aún más. Sin añadir palabra, la secretaria pulsó dos teclas en un teléfono. El abogado Lavik lo iba a recibir, pero tardaría unos minutos en estar disponible.

Tardó media hora.

El despacho de Lavik era grande y luminoso. Era una habitación cuadrada con suelo de parqué y en las paredes sólo había tres cuadros, con lo que la acústica era desagradable; hubiera resultado útil tener más adornos en las paredes. El escritorio estaba llamativamente ordenado, tan sólo contenía cuatro carpetas. Un enorme armario archivero de madera noble ocupaba uno de los rincones de la habitación, junto a una pequeña caja fuerte. La silla para los clientes era cómoda, pero Myhreng sabía que estaba comprada en Muebles A y que era más barata de lo que parecía, porque él tenía una igual. En la estantería no había gran cosa, así que el periodista supuso que el bufete contaba con una biblioteca. Sonrió al percatarse de que uno de los estantes estaba repleto de viejos libros juveniles, en envidiable estado de conservación, a juzgar por los lomos.

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