Nunca había puesto una inyección a nadie. Lo había visto hacer, sabía más o menos cómo hacerlo, pero ésa fue la primera vez. No había contado con que tuviera la piel tan parecida al caucho, que fuera tan resistente. Tuvo que pellizcarle la vena entre los dedos y forzar la entrada de la aguja con cierta inclinación. Y entonces sucedió algo extrañísimo, una lenta, enorme oleada de sosiego que refluyó desde su mano, desde la mano en la que empuñaba la jeringuilla, que avanzó por su brazo y le inundó el pecho, frenando su latido cardiaco, bálsamo para su sangre, como si lo que inyectó, ese elixir transparente, fresco, no hubiera penetrado en ella, sino que reingresara en él. Cuando retiró la aguja, Deirdre soltó un largo y tembloroso suspiro y eso fue todo. La observó un rato a la luz de la lámpara de la mesilla. Rebuscó en su interior, en busca de algún sentimiento de culpa, de pesadumbre, de arrepentimiento aunque fuese, pero no halló nada: estaba en paz. Había sido necesario deshacerse de ella: de lo contrario, él no habría sido capaz de seguir viviendo. Ella había pasado a ser un repentino veneno en su vida, no era ya la Deirdre que él conocía, o que creía haber conocido, sino aquel ser de la fotografía, aquel monstruo. Sí, no tuvo elección. Un veneno por otro.
Guardó la jeringuilla y las ampollas vacías en su maleta, con el resto de las muestras, y la cerró; procuró hacer memoria, para que no se le olvidase disponer de ellas en sitio seguro. ¿Y qué hacer a continuación? Ella tenía una toalla de baño debajo del cuerpo, en la cama, todavía húmeda. Con ella la envolvió. Notó un olor desagradable. Tendría que cambiar la ropa de cama y deshacerse de la toalla, pero eso sería fácil. Todo iba a ser fácil. Si una cosa había aprendido en el campo de fútbol era a no vacilar, a seguir adelante, sin que importase quién pudiera estar en medio, ni la fuerza con que el árbitro soplase el silbato. Se trataba de agachar la cabeza y cargar como un toro.
Fue a pararse delante de la ventana con las manos en los bolsillos, a mirar la luna enorme allí suspensa. A su espalda, en la cama, no había ningún ruido, ningún movimiento, nada, sólo una ausencia ensanchada, cada vez mayor. En la franja más baja del cielo un banco de nubes permanecía agazapado, jorobado, azul como una ballena, con un filete en el borde tan brillante como el metal fundido. Lo que había que hacer era sacar el coche, el coche de ella, a la entrada de atrás, y llevarla luego por el jardín y pasar la puerta junto al cobertizo donde estaba un retrete que no se utilizaba. Era suficientemente tarde, no le vería nadie. Estaba sin embargo muy iluminado todo por el brillo de la luna. El cobertizo proyectaba una sombra negra en diagonal sobre la hierba grisácea. Se la llevaría a Sandycove, donde a veces habían ido a pasear en aquellas semanas anteriores a la boda. Sería una maravilla estar allí en una noche tan espléndida, la luz de la luna en el mar, las luces de Howth titilando en la bahía. Su último viaje juntos, el de ella con él. Cuántas cosas iban a ser las últimas. Tuvo una intensa sensación de que todo cuanto había acontecido fue debido al destino, fue inevitable. Tal vez si uno estudiase algo, cualquier cosa, cualquier suceso, suficientemente a fondo, tal vez sería posible ver el futuro apiñado dentro, plegado, apretado, como el relleno elástico,
enmarañado y apretado, de una pelota de golf. Aquel primer momento en que la vio en la farmacia de Plunkett contenía en su interior este otro momento, él delante de la ventana, mirando la luna, y Deirdre quieta en la cama, o lo que quedaba de Deirdre. El destino. Era eso.
Le llevó un buen rato encontrar la llave de su coche. No estaba en su bolso de mano. Rebuscó en su ropa, pero sin suerte. Tuvo un trallazo de angustia, como la primera llama que lame un rincón y que muy pronto se habrá adueñado de la casa entera, pero entró entonces en la cocina y allí estaba el llavero, en el cenicero de la mesa, donde lo dejaba siempre: ¿por qué no había ido a buscar allí antes que nada? Quizás estaba más alterado de lo que podía reconocer. Tendría que ir con cuidado: no era ésa la ocasión propicia pata cometer un error. Apagó la luz del vestíbulo antes de abrir la puerta de la calle y se plantó a la sombra, atento a lo que pudiera percibir allí fuera. Había unas cuantas luces encendidas en los pisos superiores, pero todo estaba en calma. En Clontarf, los vecinos se acostaban temprano. Escrutó en particular la casa de enfrente, donde vivían la antigua monja y el cura renegado. La Reverenda Madre, como él la llamaba, era una metomentodo de cuidado. Observó las cortinas de las ventanas iluminadas por ver si alguna de ellas aleteaba, pero no se movió nada. Salió a la oscuridad -también allí la luna proyectaba una sombra- y empleó la llave para cerrar, de modo que pudiera accionar el pestillo e impedir que hiciera ruido. Nada, todo en silencio. También la cancela del jardín logró abrirla y cerrarla sin hacer ruido. No le importó el ruido que pudiera hacer el Austin cuando lo arrancase, puesto que nadie, ni siquiera la Reverenda Madre, llegaría a precisar en la oscuridad si era él quien conducía.
En el coche, el olor del perfume de ella le alcanzó como un suave golpe en todo el corazón.
Agacha la cabeza, a la carga. ¡Adelante!
Qué peso el suyo. La última vez que la había llevado así, en vilo, en sus brazos, fue el día en que volvieron de la boda y él insistió en que traspasara de ese modo el umbral de la casa. Ella quiso resistirse, riendo y diciéndole que no fuera tan jodido bobo, pero él se colocó de lado y la tomó en brazos, y entonces no le pareció que pesara más que una brazada de trigo. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, tanto que era como si hubiera ocurrido en otra vida. En la entrada de la trasera abrió la puerta de atrás del coche y la colocó tendida sobre el asiento, y cuando estaba cerrando la puerta la nube grande, azul oscura, que había ido aumentando de continuo sin que él se percatase, astutamente envolvió la moneda de plata de la luna. Se sentó al volante y, despacio, respiró hondo. Su ropa, toda la ropa que encontró tirada por el cuarto de baño, estaba perfectamente doblada en el asiento del copiloto. Pensó de nuevo en la carretera de la costa, que ahora estaría oscura, sin luna, y pensó también en la negrura del mar, y aquel banco de nubes fue en ascenso, cada vez más alto, extendiendo su sombra sin cesar sobre el mundo.
Arrancó el coche y se marchó.
Quirke despertó en un grisáceo amanecer. Estaba a la intemperie, bajo los árboles. Tenía frío, tenía la cara húmeda por el rocío. Notó un vago dolor, una vaga inquietud. Se preguntó si se había visto envuelto en un accidente, si había sufrido una caída, si le había dado alguien un golpe con el que perdiera el conocimiento. Había una figura oscura y de gran tamaño encima de él. No logró descifrar lo que estaba diciendo. Tenía el cerebro envuelto en una bruma densa. Se hallaba tirado sobre una especie de asiento, un banco de hierro parecía ser. Sí, era un banco, y se encontraba junto al canal, reconoció el lugar, pues era Huband Bridge, envuelto en la grisura. La figura que tenía delante extendió una mano blanca y pálida y lo agarró por el hombro y lo zarandeó, y la cabeza en el acto empezó a retumbarle como si algo muy pesado se acabara de soltar en su interior y rodase de un modo descontrolado de un lado a otro. «¿Se encuentra usted bien?», le estaba diciendo la figura. Era un número de la Garda, enorme, imponente, con una cara redonda, exangüe, normal y corriente, no muy distinta a la del inspector Hackett. Quirke se enderezó en el banco y el guardia le retiró la mano del hombro y dio un paso atrás. «¿Se encuentra bien?», volvió a preguntarle. Quirke tenía la boca seca, reseca, y le ardía, y tuvo que mover las mandíbulas unos momentos para que se le formase un poco de saliva bajo la lengua antes de responder. Dijo que sí, dijo que estaba bien, y que debía de haberse quedado dormido. «Ha bebido usted más de la cuenta», dijo el guardia con evidente malhumor. «Por la pinta que tiene…» ¿Cómo era posible, se preguntó Quirke a su pesar, que los guardias parecieran estar siempre agraviados? Incluso si uno se limitaba a preguntarle a uno de ellos por una calle, el tipo le miraría con ese sobresalto molesto, frunciendo el ceño, como si el mero hecho de que se hubiera dirigido a él constituyera una afrenta personal. Para librarse de él, Quirke cerró los ojos y, en efecto, cuando los abrió un momento más tarde, o le pareció que había sido un momento más tarde, ya no tenía a nadie allí delante. También había cambiado la luz, que era más intensa. Seguía despatarrado en el banco. Debía de haberse vuelto a dormir un rato, o había perdido el conocimiento.
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