Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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¿Cuánto tiempo podrían haber seguido las cosas así?, se preguntó. ¿Cuánto pudo haber durado su ceguera, su mentecatez, si White no le hubiese enviado la fotografía? ¿Y por qué se la había enviado White? ¿Por puro afán de broma? Aquella mañana, cuando llegó por correo, le puso enfermo, le puso literalmente enfermo: tuvo que ir al retrete y vomitó los huevos con beicon y pan frito que se había preparado para desayunar. Se sintió como un animal que hubiera sido envenenado. Nunca le había ocurrido una cosa así; nunca había experimentado nada semejante, ese espantoso embrollo de dolor y de angustia y de furia, y de algo más, algo más sintió al mirar la foto, algo peor, una palpitación, un amortiguado espasmo en las tripas, más abajo que las tripas, un dolor de huesos y un calor repentino en la horca de sus piernas, igual que el que sintió una vez de pequeño, en el colegio, cuando se asomó entre los hombros de un grupo de chicos mayores, en los aseos, y vio que estaban en torno a una fotografía arrancada de una revista de las guarras, en la que aparecía una cualquiera tendida en una cama, con las rodillas en alto, enseñándolo todo. Pero aquello que le había llegado por correo no era una cualquiera: era su mujer tirada en un sofá, con la falda subida hasta la cintura y enseñándolo todo.

Nada más verla supo quién la había hecho. Nunca había llegado a conocer a Kreutz, nunca lo había visto siquiera, pero por el modo en que Deirdre le habló de él y, de manera aún más significativa, por el modo en que de pronto había dejado de hablar de él, le bastó para estar alerta y saber con certeza que aquel tal Kreutz era mala gente. De todos modos, una vez tomada la fotografía de Deirdre, ¿por qué se la había enviado Kreutz a su marido? A esas alturas pensaba que tenía que haber sido Kreutz el que se la envió. Al principio, Billy dio por hecho que Kreutz se había propuesto sacarle algo de dinero. Había visto que era una cosa habitual en las películas de gánsteres, los tipos que emborrachaban o drogaban a las mujeres y luego les hacían fotos comprometedoras -nunca salían esas fotos en pantalla, claro está-, y se las enviaban a los maridos de las susodichas para chantajearlos y obligarlos a pagar. Esas películas siempre terminaban a tiros, con unos cuerpos demasiado bien compuestos, sin una sola arruga, tirados por todas partes, cada uno en medio de su correspondiente charco de sangre negra.

No pudo imaginar por qué no se le ocurrió de entrada que había sido Leslie White, y no Kreutz, quien le envió la foto, quitando que ni siquiera existía una razón de peso por la cual White pudiera haber tenido la foto en su poder. Tampoco le quedó nada claro por qué, después de muerta Deirdre, no se fue derecho en busca de Kreutz, prefiriendo en cambio concentrarse en Leslie White. Lo había seguido durante mucho tiempo, había registrado cada uno de sus pasos, pendiente de él en todos los detalles. Lo había visto con la chica. No supo que era la hija de Quirke. Tampoco supo nada de ella, aunque le gustó. Tal vez no fue exactamente que le gustase. Incluso desde la distancia que siempre se aseguró de mantener entre ellos, percibió que ella le inspiraba simpatía, o que le caía bien; eran en cierto modo, ella y él, muy semejantes. Ella era una solitaria, y en eso era igual que él; él era un solitario, de eso no le cabía ningún género de duda. Comenzó a estar más pendiente de la chica, a estudiar cómo se las arreglaba, a verificar cómo le iban las cosas, aunque era muy cierto que no tuvo nunca ni idea de cómo podría echarle una mano. Incluso le dio por telefonearla de vez en cuando, sólo por comprobar que se encontraba bien, aun cuando nunca dijo nada, por supuesto, limitándose a escuchar su voz, hasta que ella al final también empezó a contestar en silencio a sus llamadas, y así se quedaban los dos, cada uno a un extremo de la línea, callados, escuchándose, escuchando más bien juntos el silencio.

Tal vez fuese por ella, tal vez pensó en la chica, y no en Deirdre, cuando mandó a los tres muchachos a darle a White una buena tunda. Eran buenos muchachos, Joe Etchingham, Eugene Timmins y su hermano Alf; Joe estaba con él en el equipo de fútbol, un defensa fornido y siempre oportuno, mientras los otros dos jugaban al hurling; los tres militaban en el Movimiento, y habían hecho algún que otro trabajito en la frontera; los tres sabrían mantener la boca bien cerrada, de eso podía estar seguro. Sí, tal vez fue… ¿Cómo se llamaba? Tal vez fue a Phoebe a quien quiso proteger al indicar a los muchachos que fuesen a por White con los bastones de jugar al hurling a darle un buen repaso.

Y fue a ellos, a Joe Etchingham y a los hermanos Timmins, a quienes debiera haber enviado para que le ajustaran las cuentas a Kreutz, y no haberse ocupado él en persona. No fue su intención sacudirle ni tan fuerte ni tantas veces como le sacudió; nunca tuvo la intención de matarlo. Kreutz no era precisamente un héroe, y en menos de cinco minutos le había dicho alto y claro todo lo que deseaba saber sobre Leslie White y sobre el envío de la foto, sobre el dinero que le había sacado a él y sobre el dinero que se había quedado en el salón de belleza; en un abrir y cerrar de ojos se lo contó todo entero, toda aquella saga de mezquindades, e incluso le mostró dónde escondía la morfina, en una fiambrera, en la cocina, nada menos, de modo que… ¿por qué siguió zurrándole? Algo había en Kreutz, algo que pedía a gritos una buena paliza,

una zurra de las buenas, a puñetazos, a codazos, a punterazos, a taconazos, sin olvidar nada. No fue sólo que se tratara de un moreno de pelo alborotado. Tenía una debilidad muy de mujer, y una vez empezó Billy a sacudirlo le resultó imposible parar. Fue como si hubiera entrado en una especie de trance. Con cada sordo puñetazo que descargaba en ese saco de huesos y de pellejo, le entraban unas ganas irresistibles de asestarle otro, y ése a su vez exigía uno más. No estuvo de más que se acordase de llevar un buen par de guantes de cuero grueso; de lo contrario, se habría hecho añicos los nudillos. Y dejó todo encharcado de sangre.

Pobre Deirdre. La habría perdonado, estaba seguro de que la habría perdonado, con sólo que ella le hubiera pedido perdón, con que se lo hubiera suplicado una sola vez. Qué extraño que hubiera sido ella la primera en desaparecer. En su fuero interno a veces reinaba ahora la confusión, se le desmandaba el orden cronológico de los hechos, de modo que le parecía que primero fue Kreutz, e incluso Leslie White, y luego fue Deirdre, después de los otros dos. Pero no. Aquella noche regresó exhausto a casa, la noche del día en que recibió la foto por correo. Tenía previsto ir ese día al oeste, a Galway y a Sligo, a hablar a sus clientes del nuevo fármaco para la artritis que acababa de salir, un producto milagroso, uno más de tantos, pero se había pasado el día entero en cambio vagando por la ciudad, sin saber apenas adonde encaminaba sus pasos, caminando, caminando sin descanso, pateando las calles, tratando de quitarse la imagen de la cabeza, la imagen de Deirdre tumbada en aquel sofá con las piernas abiertas, enseñándoselo todo al mundo entero de un modo que nunca hubiera consentido ante su marido, ante él.

Al final no le quedó más remedio que volver a casa. ¿A qué otro sitio habría podido ir? Percibió el olor a whisky en cuanto entró por la puerta, un hedor agrio, intenso. La ropa de ella estaba tirada por el suelo del cuarto de baño, la falda, las bragas, todo. Verla así le produjo náuseas, de hecho se le revolvió de nuevo el estómago. Era una locura pensarlo, y lo supo, pero estaba convencido de que de no haber sido por esas ropas tiradas por el suelo, lo que ocurrió quizá no habría llegado a ocurrir. Habría llamado a un médico tal vez, tal vez incluso a una ambulancia. La habría obligado a beber un té caliente, le habría dado un masaje en las sienes, la habría tomado de la mano, la habría hecho volver a la vida. En cambio, aquellas prendas de vestir, aquellas prendas sucias, tiradas de cualquier manera, fueron otra parte más del enorme, sofocante peso de la suciedad que la fotografía había precipitado sobre su mundo. Fue por aquellas prendas de vestir.

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