Se levantó y se dirigió a la cocina, y tomó la kettle y la llevó al grifo, obligándole a él a moverse a un lado. Llenó la kettle y la llevó de vuelta, para ponerla en uno de los ruegos, cuyo gas encendió. Tomó una lata de café y encontró una cucharilla en un cajón, con la que añadió café a la tapa de la cafetera.
– Esta es mi adicción -dijo-. Café -se volvió hacia él-. Me estabas contando qué sucedió entre Leslie y Billy Hunt.
– Él creyó que Leslie iba a hacerle algo malo a mi hija. Lo interceptó. Se lo llevó por delante. Leslie cayó por la ventana. Fue un accidente.
– ¿Y qué estaba haciendo ése en el piso de tu hija? Me refiero a Billy Hunt. Debe de ser una chica muy hospitalaria, con todos esos hombres que entran y salen a su antojo…
– Había estado vigilando el piso -dijo Quirke-. Había visto entrar a Leslie. Mi hija no sabía quién era. Lo atacó, quiso apuñalarlo.
– ¿Apuñalarlo?
– En el hombro. Con un bolígrafo, un bolígrafo metálico, de rosca. Bastante afilado, por cierto. Resulta que era mío. Ella lo llevaba por casualidad en el bolso -dejó la taza en el escurridor-. Es posible que le salvase la vida.
– ¿Que le salvase la vida? ¿Del ataque de quién? ¿De Leslie?
El no respondió.
Ella entendió de pronto.
– Tú crees que Leslie y yo los matamos a los dos, ¿no es eso? A Laura Swan y a ese Doctor. ¿Es eso?
– Tu marido se había inyectado morfina. No sabía qué estaba haciendo.
Ella se rió a carcajadas, una risa despectiva.
– Leslie siempre sabía perfectamente bien qué se traía entre manos, sobre todo si se traía entre manos alguna de sus maldades.
El aire de la estancia a Quirke de pronto le pareció pesado, espeso, y se dio cuenta de que estaba agotado.
– Me mentiste -dijo.
Kate estaba vertiendo el agua de la kettle en la cafetera, midiendo el nivel con cuidado, a ojo.
– ¿En serio? -dijo como si tal cosa-. ¿Y en qué te mentí?
– Mentiste en todo.
Ella lo miró un instante y volvió a concentrarse en la cafetera y en el fuego de gas que acababa de abrir. Encendió una cerilla rascando la cabeza despacio contra el papel de lija, y el sonido que emitió le dio dentera.
– No entiendo qué quieres decir -dijo.
El la sujetó por la muñeca, obligándole a soltar la cerilla. Ella miró la mano con la que Quirke la tenía sujeta como si no supiera qué era eso, qué era esa especie de gancho de carne y hueso y sangre.
– Sabes perfectamente qué quiero decir -dijo él-. Fingiste estar desconsolada porque tu marido te había abandonado, porque se había ido con otra y todo eso. Pero era puro fingimiento.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué… qué?
– ¿Por qué iba yo a fingir?
– Porque… -no lo sabía. Había creído que sí, pero no lo sabía. Su ira empezaba a dejar paso a la confusión.
¿Qué era lo que había ido a decirle? ¿Qué significaba ella para él? ¿Qué le importaba aquella mujer endurecida, herida, deseable? La soltó. Ella se sujetó la muñeca con la otra mano y se examinó las huellas blancas que sus dedos habían dejado, y a las que la sangre volvía veloz. Todo vuelve atropelladamente, todo se sustituye.
– Lo lamento -dijo, y se dio la vuelta.
– Sí -dijo Kate-, yo también lo lamento.
En la puerta, ella se quedó apoyada en la jamba y lo vio marchar veloz bajo la lluvia, con el sombrero encasquetado hasta las cejas y la chaqueta cerrada para protegerse del frío aire del mar. Había gaviotas en el cielo, en la masa grisácea e indiscernible, que daban gritos desacompasados. Cerró la puerta. Cuando volvió al vestíbulo, el vacío de la casa se abalanzó sobre ella, como si fuese ella un vacío hacia el cual todo era engullido de una manera imposible de detener.
En los últimos seis meses nunca estuvo tan cerca como entonces de saltar en marcha del carro de la abstinencia. A la orilla del mar incluso cambió de rumbo y se encaminó hacia los chiringuitos que hay al pie de Vernon Avenue, pero al cabo se obligó a girar en redondo. Le dolía el gaznate, le pedía a gritos una copa. A pesar de la lluvia y el frío repentino, le pareció que por dentro estuviera en ascuas, como un árbol alcanzado por el rayo. Aguardó en la esquina, en el paseo marítimo, por espacio de casi media hora, pero no encontró un solo taxi libre, y al final se vio obligado a tomar un autobús. Permaneció en la plataforma exterior, sujeto a la barra de hierro. Pasó de largo por el trecho triste y mojado de playa, las palmeras desmochadas y relucientes bajo la lluvia. Dublín, ciudad de palmeras. Quirke sonrió sin alegría.
En Marlborough Street, un caballo había caído entre las varas de una carreta de Correos, y se había formado en ambos sentidos una cola de autobuses y coches a la espera de que se despejase el tránsito. El caballo, grande y gris, estaba tendido en el suelo con las piernas separadas, y daba la impresión de mantener una extraña calma, como si aquello no fuera con él. Nadie sabía qué hacer. Un número de la Garda había sacado la libreta y el lápiz. Unos cuantos chiquillos, sin nada mejor que hacer a la hora del almuerzo, permanecían atentos, contemplando con respeto al animal caído. Quirke se bajó del autobús y echó a caminar a lo largo del río, para tomar después el muelle y cruzar el puente de D'Olier Street, por donde volvió a cruzar y se dirigió a la comisaría de la Garda. En el mostrador de recepción preguntó por el inspector Hackett y le indicaron que esperase.
Pensó en el caballo, caído entre las varas del carro, con un relumbre intenso en los grandes ojos negros.
Hackett, como siempre, pareció encantado de verle, deleitado casi. Se estrecharon la mano. Por iniciativa del inspector se fueron a Bewley's, apresurándose los dos bajo la lluvia, cabizbajos, hasta pasar por delante de la entrada de la sede del Irish Times y embocar Westmoreland Street; cruzaron la calle esquivando los coches que pasaban levantando agua de la calzada y ganaron la entrada rococó del café. Ocuparon una mesa al fondo, desde donde Quirke descubrió, con vaga desazón, que disponía de una visión directa del banco aterciopelado en donde estuvo sentado Billy Hunt el día en que se vieron por vez primera en un plazo de veinte años, el día en que Billy vertió ante él su lacrimosa letanía de penas y de súplicas.
– Bien, señor Quirke -dijo el inspector en cuanto hubo pedido el té a una chica de aire anticuado, que llevaba un delantal lejos de ser impecable-, esto es un embrollo tan confuso que no hay por dónde cogerlo. ¿No cree?
Quirke había sacado la pitillera y el encendedor.
– Pues sí -dijo-, es una manera de formularlo, digo yo.
En medio del miasma del humo azulado que se acumulaba encima de la mesa, el inspector lo escrutaba con una mirada velada.
– Una cosa le diré, señor Quirke, aunque tengo la sospecha de que usted sabe mucho más que yo en torno a este penoso asunto. ¿Dice que razón no me falta? -Quirke bajó la mirada y se concentró en los dedos, con los que enredaba sin soltar el encendedor-. Por ejemplo -siguió diciendo el inspector-, hay que tener en cuenta que la señorita Griffin, su sobrina, ha tenido una curiosa implicación en ciertos acontecimientos recientes, y trágicos, de los que ambos estamos sobradamente informados. ¿Qué estaba haciendo Leslie White en el piso de su sobrina, y, en ese mismo sentido, qué estaba haciendo allí Billy Hunt?
Quirke siguió dando vueltas y más vueltas al encendedor entre los dedos; pensó que Phoebe había hecho aquel mismo gesto, pero ¿dónde había sido, y cuándo?
– Mi sobrina -dijo, y poco faltó para que se trabucase con la palabra-, mi sobrina conoció a White por azar. Coincidieron un día a la entrada del Silver Swan, después de que Deirdre Hunt hubiese muerto. Imagino que tuvo lástima de él -alzó la mirada y se encontró con los ojos entornados del policía-. Es joven. Tiende a tratar con simpatía a los demás. El la llevó al Grafton Café a tomar un té por la tarde. Así se conocieron e iniciaron una relación de amistad. Cuando Kreutz ordenó a estos tipos que le dieran una paliza…
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