Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Se volvió a ver dos años atrás, en una sórdida cocina, en donde el cadáver ensangrentado de una mujer yacía en el suelo atado a una silla con cable eléctrico y con sus propias medias de nylon. ¿Qué justicia hubo entonces para ella?

El policía se palpaba los bolsillos en busca de dinero, pero Quirke dejó una moneda de un florín sobre la mesa, en donde giró unos instantes sobre el canto antes de caer.

– Pues sí -dijo al cabo-, nos lo debemos uno al otro, digo yo -miró a Quirke largo y tendido, sopesando sus palabras, calibrando algo mentalmente. Tomó una decisión-. Creo que me está diciendo la verdad, señor Quirke -dijo-. Quiero decir que me dice la verdad tal como usted la ve. Al principio no me lo pareció. Si quiere que le sea sincero, llegué a pensar que estaba usted tratando de engañarme.

Quirke estaba muy quieto, con la vista clavada en la mesa, un puño apoyado junto a la taza de té, que ni siquiera había tocado.

– Pero lo cierto es que usted no termina de verlo, ¿es así? -siguió diciendo el inspector-. Ya me parecía que usted no es tan crédulo como puede parecer. También pensaba yo que tiene usted una visión del ser humano y de sus actos que no podía ser tan de color de rosa.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Quirke sin levantar los ojos de la mesa.

El policía se levantó con brusquedad y tomó el sombrero. Aguardó. Al cabo de unos instantes también Quirke se puso en pie, y juntos atravesaron la sala del comedor, que estaba llena de clientes, y el café de la entrada, para salir a la calle, en donde hicieron un alto.

– Lo lamento -dijo Hackett-. No puedo hacer lo que me pide. Quiero decir… no puedo hacer nada. Lo que ocurrió no es lo que usted cree que ocurrió. Es algo mucho más simple y en cierto modo es mucho peor. Hay cierto caballero que está convencido de que nos la ha dado con queso a todos -se volvió, esbozó su sonrisa de sapo y miró a Quirke, y le guiñó un ojo-. Pero a mí no ha conseguido engañarme, señor Quirke. No, a mí no me ha engañado.

– ¿Quién es ese caballero? -preguntó Quirke-. ¿De quién está hablando usted?

El policía entornó los ojos en la puerta del café, contemplando la grisura de la mañana.

– No sé qué puede ser -dijo-, pero es que el clima de este país puede sacar de quicio al más pintado.

Capítulo 4

Billy Hunt era plenamente consciente de que la gente lo consideraba un poco bobo, pero no lo era ni de lejos. No era que se hubiera hecho grandes ilusiones sobre su capacidad intelectual. En el colegio había sido un poco lento en aprender, o eso le habían dicho al menos, pero esto fue sólo porque no se le daba bien la lectura, y por eso había ocasiones en las que no lograba mantenerse al mismo ritmo del resto de la clase. Por eso había renunciado a estudiar Medicina tantos años antes; nunca supuso que fuera preciso leer tantos libros. Quirke y aquella pandilla que lo despreciaba visiblemente, claro está. Quirke. No estaba muy seguro sobre qué pensaba en realidad de él, cuáles eran sus sentimientos hacia él. Pero hablando de ser un poco bobo… El gran señor Quirke, que se imaginaba más listo que el hambre, no había entendido nada de nada. En cualquier otra circunstancia habría tenido su gracia, desde luego, lo errados que anduvieron todos sin siquiera suponerlo.

No, Billy Hunt no tenía un pelo de tonto. Sabía lo que valía un peine, sabía cómo abrirse paso por el mundo. Se había pasado muchos años tratando con soltura a los peces gordos en sus visitas a la sede central de Suiza -tipos que harían trizas en un visto y no visto a Quirke y a sus semejantes-, por no hablar de las putas de lujo que abundaban en los hoteles de Ginebra. Y era capaz de vender lo que se propusiera; podría haber vendido crema bronceadora a los negros. No es que se le respetase por ello. La mayoría de la gente, cuando él decía a qué se dedicaba, lo tomaban de inmediato por un pobre botarate que iba de puerta en puerta tratando de engañar a las amas de casa, de engatusarlas para que le comprasen una aspiradora. No tenían ni idea de a qué se dedicaba un auténtico vendedor, cuánto era preciso pensar en su trabajo, qué cantidad de psicología había que manejar. Eso era lo crucial en la profesión de vendedor: era preciso leer los pensamientos de los demás, penetrar en su manera de pensar. Tampoco es que la gente pensara gran cosa. La gente, los clientes, los compradores, eran todos unos bobos.

Nunca contó con enamorarse tan perdidamente de Deirdre Ward. A sus años, había supuesto que ya había superado esa clase de emociones. Las putas de Ginebra habían sido más que suficientes para tener debidamente rascado el picor de siempre. Y así fue hasta que conoció a Deirdre. Sabía que él era demasiado mayor para ella. A duras penas pudo creer que ella accediera a vivir con él. Qué imbécil había sido, qué lerdo, al jactarse de su trabajo, de los grandes negocios que andaba siempre cerrando, de los viajes a Suiza y todo lo demás. Había dado por hecho que ella en realidad contaba con que él cumpliera su palabra y la llevase con él allá, que se la presentase a sus jefazos, a Herr no sé qué y a Monsieur no sé cuántos - Llámeme Fritz, gnadige frau! Llámeme Maurice, chere madame! -, que se la llevase a cenar a lo grande, que la alojase en hoteles de lujo, que le enseñase el Matterhorn, que la llevase a esquiar. Qué morrocotuda sorpresa se llevó cuando ella demostró ser la que tenía ambiciones, y la que tenía una cabeza bien amueblada para los negocios, y resolución para hacerlas realidad. Y qué lástima, en efecto, que ella, al contrario que él, fuese tan deficiente a la hora de juzgar a los demás. Desde el primer día supo él que Leslie White era lo que era en realidad. Pero a ella no hubo forma de hacérselo ver. Terca, era terca como una muía.

Sin embargo, en cierto modo había sido todo un alivio que hubiera decidido formar equipo con ese tal White. El verdadero miedo que tuvo Billy desde el principio fue que ella se cansara de él, que se hartara de su edad, que se buscase a un tipo más joven. No quería él ser como esos vejestorios de las canciones de antaño, los que terminaban por ser el hazmerreír de todos porque no sabían cómo satisfacer a sus jóvenes esposas. ¿Cómo era aquella que tantas veces cantó él?

Con mucho tuétano y bien de huevos

tu viejillo se quedará ciego…

Sí, eso nunca hubiese podido soportarlo, que la gente se diera codazos mutuamente y que se riera de él a su espalda. Antes que eso habría preferido cualquier cosa, o casi cualquier cosa.

Según se sucedieron los acontecimientos, resultó que estaba tan ciego como cualquier bobo encariñado que saliera en una balada. Tenía las pruebas delante de sus propios ojos, y las habría visto con claridad con sólo permitirse verlas. Los cambios de estado anímico que eran tan patentes en ella, las risas seguidas de las lágrimas sin razón aparente, los ramalazos de tensión salidos de ninguna parte, la mirada soñadora, casi apesadumbrada… Todas estas cosas tendrían que haberle servido de indicio de que algo estaba pasando. El factor decisivo fue que de pronto se pusiera tan cariñosa y acaramelada con él, que le hiciera cenas especiales, precisamente los platos que a priori más le gustaban, y que se sentase con él a la mesa mientras él cenaba, con el mentón apoyado en la mano y los ojos relucientes y clavados en él, dándoselas de estar fascinada por alguna historia que él le contase, alguna venta complicada que había sacado adelante, un ingenioso acuerdo que había logrado cerrar contra todo pronóstico. No quiso ella que él la tocase; se lo permitía, claro está, pero no lo deseaba, o no al menos como cuando estaban juntos al principio, cuando se abalanzaba encima de él como si fuera ella una manta barata, y luego como si no consiguiera quitarse las bragas a la velocidad apetecida. Dos veces había visto él que tenía marcas, unos rojos verdugones en la cara posterior del muslo, como si alguien la hubiese azotado, y otra vez le vio unos rasguños en los omóplatos: cualquiera, salvo él, se habría dado cuenta de que eran arañazos. Desde luego, a la vista estaba, claro como el agua, aunque él no lo vio, y no lo vio porque no quiso verlo, ahora lo entendía. Había querido que no fuera verdad.

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