– Por cierto, ¿tiene usted idea de por qué razón hizo eso? -preguntó el inspector con un tono de interrogación sumamente suave.
– White le estaba extorsionando. Kreutz se encontraba con la soga al cuello. Quiso hacerle a White una advertencia.
El inspector agitó con violencia el cigarrillo hacia donde se encontraba el cenicero, pero falló, y la ceniza cayó en la mesa. Con la culpa de un colegial, y presuroso, la apartó con el canto de la mano.
– Todo esto lo sabe con certeza absoluta, ¿es así?
– No, claro que no. Son suposiciones, pero se trata de un cálculo basado en informaciones fidedignas.
– Y fue esta sobrina suya la que le facilitó la información en que basa sus cálculos, ¿me equivoco?
Quirke vaciló.
– Ella no sabe por qué estaba Leslie White en su piso. No lo sabe con seguridad. Supuso que necesitaba ayuda, o dinero, o algo así. Kreutz había sido asesinado, no lo olvide, y Kreutz había tenido relaciones con White, cosa que ella sí sabía.
– ¿Y cómo es que lo sabía? -de nuevo ese tono blando, de nuevo esa mirada de taladro.
– ¿Que cómo lo sabía? Se lo dijo el propio White. Le gustaba contar cuentos, hablar de la gente tan divertida que conocía, se le daba bien. A ella le hacía gracia, se reía con él. Tenía ese don.
Llegó la anticuada camarera con una bandeja en la que llevaba la tetera y las tazas, que dejó sobre la mesa haciendo ruido. El inspector aguardó a que se fuera.
– Así que Kreutz -dijo- le echa encima a White esa banda de bestias, con lo que White se indigna tanto que en cuanto recupera las fuerzas se planta en donde vive Kreutz y le da una paliza tal que éste se desangra hasta morir en el sofá del cuarto de estar. ¿Y luego qué?
– Presa del pánico, va a refugiarse al piso de Phoebe, pues ella le había dado una llave, con la intención, digo yo, de esconderse allí.
El inspector echó cuatro terrones de azúcar en su taza de té y lo revolvió despacio. Añadió unas gotas de leche, pero seguía estando demasiado caliente, de modo que vertió un poco en el platillo y se lo llevó a los labios con trémulo cuidado, para bebérselo de un sorbo.
– ¿Y Billy Hunt? -preguntó secándose los labios-. ¿En dónde entra en danza Billy Hunt? Mejor dicho, cómo entra en danza, con lo que quiero decir… ¿cómo entró en la casa en la que se encuentra el piso de la señorita Griffin?
– Convenció a la anciana medio loca que vive en la planta baja de que era el tío carnal de Phoebe. Había visto a White entrar, y…
– ¿Lo había visto otra vez por casualidad?
Quirke tendió al otro la pitillera abierta, pero esta vez el inspector rechazó el ofrecimiento con un seco movimiento de cabeza. A Quirke le pareció que tenía los ojos afilados como el pedernal.
– Lo cierto -dijo Quirke, y carraspeó-, lo cierto es que llevaba mucho tiempo vigilando la casa. A estas alturas estaba convencido de que Leslie White había asesinado a su mujer. Sabía que mi sobrina una vez le había dado cobijo en su casa, después de la paliza que le dieron los hombres de Kreutz. No sabía quién era Phoebe. Cuando vio entrar a White, lo siguió. Entonces llegó Phoebe, Billy aguardó a que hubiese abierto la puerta y…
– … y entró a la carrera y empujó a ese pedazo de cabrón por la ventana.
– Perdió la cabeza.
– ¿Cómo?
Quirke tuvo que carraspear de nuevo.
– El al menos dice que perdió la cabeza.
– Pues sí. Eso es lo que también a mí me ha dicho.
– Ni siquiera sabe qué pensaba hacer con Leslie White, pero su intención no era matarlo.
– ¿Usted le cree?
– Sí -respondió Quirke con firmeza, y con firmeza aguantó la mirada del otro.
Por fin el policía se recostó en el respaldo, y sonrió.
– Admiro su benevolencia -dijo. El té se había enfriado, por lo que ahora pudo beber directamente de la taza; cada vez que la levantaba, según vio Quirke con cierta fascinación, caía del fondo una gota al platillo, formando una corona en el charquito de líquido de color caqui que había quedado en él, y provocando unas salpicaduras al azar que caían en la mesa-. Así pues, señor Quirke -dijo el policía-, ¿qué es lo que quiere que haga yo?
– No quiero que haga nada.
Hackett asintió como si ésa fuera la respuesta que estaba esperando. Meditó unos instantes y al cabo suspiró. Entonces rió discretamente.
– Dios santo, señor Quirke -dijo-, es usted un hombre imprevisible. Me dice que no haga nada. Y resulta que hace dos años vino a verme cargado de información acerca de todas las formas posibles de los trapicheos y los tejemanejes que se daban en esta ciudad, y quiso que procediera yo a toda clase de acciones, a detener a tal o cual persona, a destruir la reputación de tal o cual otra, a echarles el guante a personas respetables, algunas incluso de su propia familia, y a demostrar que eran todos unos villanos sin remedio, tal como me había dicho usted.
– Sí -dijo Quirke con aplomo-. Lo recuerdo bien.
– Los dos lo recordamos. Lo recordamos muy bien.
– Pero a usted se le retiró del caso.
Hackett rió.
– Lo cierto, como usted y yo sabemos, es que el caso me fue retirado de mis atribuciones, el caso fue colocado a buen recaudo, envuelto y retirado de la circulación,
y marcado con un «No tocar» aplicable a todo el que pudiera estar interesado. Éste no es un buen mundo, señor Quirke, y está lleno de mala gente. Y no hay justicia, o no al menos que yo llegue a ver.
– Aquí sí se ha hecho justicia.
– Una justicia más bien tosca, si quiere saber mi opinión.
– Pero es justicia pese a todo. Leslie White no es una gran pérdida para nadie. Envenenó a una mujer y mató a un hombre a palos. Billy Hunt ahorró al Estado la necesidad de imponer el castigo debido por esos dos crímenes.
El inspector se encogió de hombros como si en el fondo lo dudase.
– Billy Hunt -dijo-. Billy Hunt se designó él mismo juez, jurado y verdugo. ¿Vamos a permitir que se salga con la suya como si no hubiera pasado nada?
– Mire, inspector -dijo Quirke-. A mí lo que sea de Billy Hunt me importa un comino, la verdad. Mi única preocupación es la chica.
– ¿Su sobrina?
Quirke miró al otro extremo de la sala, a la mesa en la que había estado sentado con Billy Hunt.
– No es mi sobrina -dijo-. Es mi hija -el policía, que estaba arrellanado, con el mentón sobre el pecho, no le miró-. Es una historia complicada, viene de muy lejos. Algún día se la contaré, descuide. Pero entenderá usted por qué me importa. Lo ha pasado mal. Le han pasado cosas malas, algunas de ellas por mi culpa. Mejor dicho, muchas de ellas, puede ser, por mi culpa. Ahora, mi deber es protegerla. Lo que ella vio ayer por la noche, las cosas que han ocurrido… Usted tiene hijos, ¿no es cierto? Seguro que su deseo sería protegerlos si hubieran pasado por lo que ha pasado mi hija. Si tuviera que comparecer como testigo en un juicio, no sé qué consecuencias podría tener en ella.
Hackett cambió el peso de sitio, irguiéndose a medias, y alcanzó un cigarrillo de la pitillera de Quirke, que estaba sobre la mesa. Quirke le dio fuego.
– Me está pidiendo -dijo despacio el policía- que no haga ruido con este asunto, que lo silencie del todo, para que esa muchacha, hija suya, según dice, no tenga que prestar testimonio ante un tribunal. ¿Es así?
Quirke vaciló antes de contestar, pero se limitó a decir que sí.
El policía hundió de nuevo el mentón en el pecho y se le formó una papada, un grueso pliegue de carne tan pálida como el vientre de un pez.
– Es mucho lo que me está, pidiendo, señor Quirke.
– Creo que me lo debe. Y, si no a mí, al menos se lo debe a mi hija.
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