Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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– Hoy han matado a un hombre -dijo entonces-. Lo han asesinado.

Por espacio de media docena de pasos, Phoebe no dio ninguna respuesta.

– ¿De quién se trata? -preguntó al cabo.

– Un tal Kreutz. El doctor Kreutz, se hacía llamar.

– ¿Y qué le pasó?

A la luz de una farola, un murciélago aleteó como loco trazando un círculo sinuoso sobre la copa de un árbol antes de desaparecer.

– Tenía un local no muy lejos de aquí, en Adelaide Road. Era un curandero, o sanador, o como se llamen. Un matasanos, estoy seguro. Y parece que alguien lo molió a palos, hasta matarlo -la miró de reojo, pero ella caminaba con la cabeza gacha y él no pudo vérsela en la oscuridad-. Era conocido de Deirdre Hunt, o de Laura Swan, y de su socio, de Leslie White -hizo una pausa. El sonido de sus pasos asustó a un ave acuática que salió veloz, huyendo de ellos, sacudiendo los juncos secos-. Y tú últimamente le has visto alguna vez, ¿no es así? Quiero decir… a Leslie White.

Ella no dio muestras de sorpresa.

– ¿Por qué dices eso?

– Os vi juntos un día en Duke Lañe, cerca de donde tenía Laura Swan su salón de belleza. Fue por pura casualidad, yo pasaba por allí. Supuse que habías estado con él. En un pub.

Ella hizo un gesto de impaciencia, moviendo una mano de lado, como si cortase algo con el canto.

– Sí, ahora lo recuerdo.

Llegaron al Ranelagh Bridge y lo cruzaron. Abajo, el reflejo de una farola en el agua se cruzó con ellos.

– ¿El es tu secreto -preguntó Quirke-, Leslie White?

Pasó de nuevo un buen rato hasta que ella respondió.

– Yo no creo -dijo al fin- que eso sea asunto tuyo -él hizo ademán de hablar, pero ella se lo impidió-. Tú no tienes ningún derecho sobre mí, Quirke -dijo con llaneza, en voz baja, sosegada, dura, mirando al frente, por la calle desierta-. El derecho que pudieras haber tenido, fuera el que fuese, y toda tu autoridad, los perdiste hace muchos años.

– Pero tú eres mi hija -dijo.

– ¿Lo soy? ¿Tú que me has ocultado esa realidad durante tanto tiempo cuentas con que la acepte ahora? -siguió hablando con ese tono ecuánime, casi con desapego, sin rencor posiblemente, a pesar de la fuerza de sus palabras-. Tú no eres mi padre, Quirke. Yo no tengo padre.

Doblaron la esquina y enfilaron por Harcourt Street. La oscuridad de la noche parecía más densa allí, en un cañón formado entre las casas altas de ambos lados.

– Me tienes preocupado por ti -dijo Quirke.

Phoebe se detuvo y se volvió hacia él.

– Pues no tienes ninguna necesidad de estar preocupado, y menos por mí -dijo con repentina fiereza-. Mejor dicho, te lo prohíbo. No es justo.

Un coche deportivo, de silueta baja, pintado de verde, pero negro en apariencia por la falta de luz, estaba aparcado al otro lado de la calle. Ninguno de los dos reparó en él.

– Lo siento -dijo Quirke-. Pero creo que Leslie White es un hombre peligroso. Creo que él mató a Deirdre Hunt. Creo que él mató también a ese tal Kreutz.

A Phoebe le brillaban los ojos en las sombras. Estaba sonriendo de un modo casi salvaje. Él le vio los dientes entre los labios.

– Qué bien -dijo-. A lo mejor también me matará a mí.

Se dio la vuelta y se marchó a buen paso. El se quedó plantado en la acera, viéndola marchar. Se detuvo en la puerta de su casa y localizó la llave en el bolso y subió las escaleras y entró y cerró la puerta sin mirar atrás.

Él se quedó allí unos instantes hasta que resolvió seguir su camino hacia el Green. En el cruce, se detuvo a esperar que cambiase el semáforo, y oyó a su espalda el grito acelerado y un aleteo breve en el aire y el estrépito y se volvió y a la luz sulfúrica de la farola vio al hombre del traje blanco, lo vio empalado por el tórax en las lanzas de la verja negra, con los brazos y las piernas moviéndose aún, y la larga cabellera plateada colgando del revés.

Ella tuvo la sensación de que algo no estaba como debiera desde el momento en que cerró la puerta, y al subir las escaleras el sentimiento fue intensificándose casi con cada peldaño que pisaba. Supuso que debería estar asustada, pero en realidad se sentía extrañamente calmada, además de sentir curiosidad, de estar deseosa de saber qué era lo que le estaba esperando.

En el segundo rellano hizo un alto, sólo un instante, y aguzó el oído. Aquélla era una vivienda silenciosa casi a cualquier hora. El resto de los inquilinos eran una solterona ya mayor que vivía en la planta baja y que tenía varios gatos, cuyo olor impregnaba el portal, y en la primera planta una pareja huidiza, que ella sospechaba que vivían en pecado; en la segunda planta un artista tenía su estudio, aunque muy raras veces lo ocupaba, y nunca desde luego de noche, mientras la tercera planta llevaba meses desocupada. En esos momentos no oyó nada, ninguna señal de vida, por más que aguzara el oído. Una cisterna defectuosa regurgitaba en algún lugar, más arriba, y de la calle le llegó el gemir de una sirena de ambulancia. Miró hacia arriba por el hueco de la escalera, a la oscuridad. Allí arriba había alguien, estuvo segura. Siguió subiendo, evitando pisar los peldaños que, de sobra sabía, emitían más crujidos.

En la tercera planta encendió la llave de la luz que encendía una lámpara de pantalla amarillenta en el rellano de arriba, delante de la puerta de su piso. Volvió a detenerse, volvió a mirar arriba, pero no vio a nadie. A la entrada de su piso, a la derecha, había un oscuro recoveco en donde una portezuela daba paso a las escaleras del desván. No miró allí. Notó que se le erizaba el vello de la nuca. Estaba intentando al mismo tiempo acordarse del nombre de una compañera del colegio que una mañana salió de casa de sus padres con el uniforme del colegio y de la que nunca más se volvió a saber nada. Se contó por ahí que se había escapado. En la calle de al lado encontraron la mochila con sus libros, tirada en un jardín.

Abrió la puerta de su piso.

Lo primero que le llamó la atención fue lo extraño que era que Quirke, a saber cómo, hubiese logrado entrar en la casa por delante de ella, y subir a toda prisa las escaleras, para esconderse en el recoveco. Le pareció imposible, y sin embargo allí estaba, en el momento en que Leslie White salió a recibirla desde el cuarto de estar, con un cigarrillo entre el corazón y el anular, diciendo algo que no llegó ella a entender. Cuando vio a Quirke alzó ambas manos sin soltar el cigarrillo, y retrocedió por donde había venido. Quirke se abalanzó a por él de cabeza, como un jugador de rugby que cargase contra una melé. A Leslie se le escapó un chillido y los dos desaparecieron en la habitación, Leslie yendo hacia atrás con los brazos de Quirke a su alrededor, y Quirke doblado por la cintura. A ella le costó sacar la llave de la cerradura, pues se empeñó en tirar de ella en ángulo, así que renunció a extraerla y siguió a ambos hombres. Oyó que Leslie volvía a gritar, esta vez un grito mucho más penetrante. Cuando entró en la habitación había sólo un hombre, un hombre asomado a la amplia ventana, con las manos apoyadas en el banco.

– ¿Quirke? -dijo, sintiendo más desconcierto que otra cosa.

Cuando el hombre se enderezó y se volvió a mirarla, comprobó que no era Quirke, sino alguien a quien ella no había visto nunca. Era casi tan grandullón como Quirke, y tenía una cabeza grande, cuadrada, y el cabello rojizo, ralo. Tenía la boca abierta como si fuera una máscara trágica, si bien el efecto no era trágico, sino cómico más bien, aunque lo era de un modo extraño, grotesco. Reparó en que tenía gotas de sudor brillando en el pelo, como minúsculos trocitos de cristal. En ese momento, simultáneamente, con una falta de lógica que le fascinó por lo inconsecuente, se acordó por fin del nombre de la compañera de clase que había desaparecido -se apellidaba Little, era Olive Little- y cayó en la cuenta de que el ruido que había oído aquella vez, tras el silencio del fantasmagórico autor de las llamadas telefónicas, era un «clinc» como el de la tapa de un encendedor al abrirse y cerrarse repetidamente.

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