Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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El otro nombre de Laura: краткое содержание, описание и аннотация

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Phoebe había tomado por costumbre detenerse en el portal y mirar con sumo cuidado a uno y otro lado antes de aventurarse a salir a la calle. La sensación de que estaba siendo vigilada, de que alguien la espiaba y la seguía, era más intensa que nunca. Habría dado en suponer que todo eran imaginaciones suyas - y su imaginación, a fin de cuentas, había sido desde hacía muchísimo tiempo una casa de los horrores-, y lo habría dado por cierto de no ser por las llamadas telefónicas. Sonaba el teléfono a cualquier hora del día o de la noche, pero cuando atendía la llamada no se encontraba con nada, sólo un silencio que crepitaba en la línea. Trató de captar el sonido de una respiración -había oído alguna vez a otras mujeres relatar sus experiencias en llamadas semejantes, y quien llamase siempre respiraba con fuerza, o jadeaba incluso-, pero fue en vano. A veces tenía una sensación de voz ahogada, aunque guardase silencio, y entonces suponía que quien la llamase, y estuvo siempre segura de que era un hombre, debía de haber puesto la mano sobre el micrófono. Una vez, sólo una vez, llegó a captar algo, un «clinc» muy lejano, apenas perceptible, como si fuera la tapa de una caja pequeña y de metal que se abría y se cerraba continuamente. Le resultó enloquecedoramente familiar ese ruidito, pero no acertó a identificarlo por más que se esforzase. Se había llegado a acostumbrar a esas llamadas, y aunque sabía que era una perversidad por su parte a veces las recibía con agrado, muy a su pesar. Ya eran a esas alturas una constante en su vida, alfileres fijos en el tejido blando de sus días. Sentada en el banco, bajo la ventana abierta de par en par, con el teléfono en el regazo y el auricular pegado a la oreja, olvidaba el sentimiento de estar amenazada, y se dejaba hundir casi con languidez en ese breve intervalo de silencio sosegado y compartido. Había renunciado a gritar a quienquiera que le hiciese aquellas llamadas; ya ni siquiera preguntaba quién era, y mucho menos exigía que se identificase, tal como sí había hecho con insistencia en las primeras ocasiones. Se preguntó qué pensaría él, qué sentiría ese espectro, cuando escuchaba a su vez los dilatados silencios de ella. Tal vez fuera eso todo lo que deseaba, un momento de quietud, de vacío, de alivio, de lejanía del incesante estruendo que resonaba en su cabeza. Y es que estaba convencida de que tenía que tratarse de un demente.

Esa noche, en la calle, se encontró con el viejo que sacaba a pasear al perro, al cual había visto en infinidad de ocasiones -dueño y perro eran llamativamente semejantes, los dos bajos, los dos rechonchos, los dos con un idéntico pelaje gris- y con una pareja que caminaba, cogidos del brazo, en dirección al Green; la chica le sonreía al hombre, enseñando los dientes superiores hasta las encías. Un chico encorvado sobre una bicicleta de carreras pasó de largo, los neumáticos siseando en la carretera asfaltada, reblandecida aún por el calor del día. Se detuvo un autobús pero no bajó nadie. Salió al ocaso. Una vaharada fragante le llegó desde los arriates de flores del parque. ¿Por qué sería que las flores difundían tan intensamente su aroma al anochecer?, se preguntó. ¿Era ésa la hora a la que salían los insectos? Cuántas cosas desconocía, cuántas cosas.

Subió a un autobús en Cuffe Street, y por muy poco no vio el deportivo de silueta baja, verde manzana, que cruzó en ese momento y aceleró en dirección hacia la calle por la que ella acababa de llegar.

Capítulo 2

Desde hacía mucho tiempo Maggie, la criada, había ocultado un hecho irreversible, y era que se estaba quedando ciega. Estaba convencida de que el señor Griffin se libraría de ella tan pronto como se enterase, pues ¿de qué podía servirle una criada ciega? Esa era una de las razones por las que fingía no oír el timbre de la puerta, pues le daba miedo que al abrir no fuera capaz de distinguir quién era, y caso de que fuese alguien cuyo deber era conocer de vista se le notaría la ceguera. Así pues, esa noche se escondió en la despensa del sótano y dejó que fuera el señor Griffin quien atendiera la puerta, y no salió hasta que contó la llegada de los tres invitados. Eran el señor Quirke y Phoebe, además de esa mujer de Estados Unidos, la vieja bruja que trataba de hacerse pasar por una mujer todavía joven, Rose… como se llamase. Iba a ser una ocasión más bien nada festiva. Nada que ver con las cenas que se celebraban cuando la señora aún estaba viva y ella se ocupaba de todo con suma atención. No es que la señora fuese la vitalidad en persona, pero al menos se encargaba de comprar viandas decentes, y bebidas, y se vestía con buen gusto y con animación cuando recibía invitados en su casa.

Estaba deseosa de ver al señor Quirke. Le tenía afecto, siempre se lo había tenido, incluso cuando bebía como un descosido. Ahora había dejado la bebida, o eso decía al menos. Una lástima, porque cuando estaba medio beodo le tomaba el pelo y bromeaba con ella y le hacía reír. De un tiempo a esta parte se habían acabado las risas en la casa.

Poco le faltó para tropezar con el perro cuando subía cargada con la bandeja de los sandwiches. Atinó a propinar una patada al animal, que se alejó veloz y gimoteando. Un día de éstos tenía la intención de comprar una lata de veneno para ratas en la farmacia de Rathgar Road y así poner fin a las desdichas del perro. Allí no lo quería nadie, ni siquiera el señor Griffin, quien supuestamente era su dueño. La joven Phoebe se lo había regalado para que le hiciera compañía cuando él regresó de Estados Unidos, después de que falleciera la señora. ¡Compañía, qué ocurrencia! Aquel bicho era más un incordio que otra cosa. Esta familia tenía propensión a dar acogida a los descarriados del mundo. Primero, muchos años antes, había sido aquella Dolly Moran a la que después asesinaron, y luego aquella otra, Christine no sé qué, aquella fresca que era pura desfachatez y que también había muerto. Y el mismo señor Quirke había sido un huérfano al que el viejo juez Griffin había rescatado del orfanato para llevárselo a vivir a la casa como si fuera de su propia familia. Maggie, arrastrando los pies por el pasillo en penumbra, con la bandeja en las manos, rió por lo bajo. «Pues sí -pensó-, como si fuera de su propia familia».

En el salón, Quirke tomó la bandeja de manos de Maggie y le dio las gracias y le preguntó qué tal estaba. Las puertaventanas se hallaban abiertas al jardín, donde una luz meditabunda, teñida por los tilos, encharcaba la hierba bajo los árboles de ramas encorvadas. Rose Crawford, con la copa de vino en la mano, estaba en la puerta, vuelta de espaldas a la sala, mirando al exterior. Mal, con un traje gris oscuro, fúnebre, y una corbata de lazo azul oscura, se encontraba con ella. No estaban hablando, nunca habían tenido gran cosa que decirse el uno al otro. Phoebe estaba sentada en un sillón frente a la chimenea vacía,

pasando perezosamente las páginas de un álbum de fotografías encuadernado en cuero. Quirke depositó la bandeja en la gran mesa de caoba, donde había botellas y vasos y cuencos de frutos secos y fuentes con rodajas de pepino y tallos de apio y zanahorias partidas en cuatro. Era el segundo aniversario de la muerte de Sarah.

Llevó su vaso de agua con gas al otro extremo de la sala y se sentó en el brazo del sillón que ocupaba Phoebe, a la que miró mientras ella pasaba las páginas del álbum.

– Qué triste -murmuró ella sin levantar los ojos-. Qué rápido pasa todo.

Él no dijo nada. Se había detenido ella en una página que contenía fotografías de Sarah en el día de su boda, fotografías formales, envaradas, que había tomado un profesional. En una aparecía con su vestido blanco, de cola, y su velo de novia, junto a una columna dórica en miniatura, sujetando un ramillete de rosas en la mano y mirando a la cámara con una sonrisa levemente dolorida. A pesar de la evidente falsedad del decorado, el fotógrafo había logrado dar una impresión muy real de antigüedad. Phoebe tenía razón, pensó Quirke, en lo rápido que, desde luego, había pasado todo. Recordó el día en que se tomó aquella fotografía, lo cual fue motivo de asombro, teniendo en cuenta hasta qué profundidades había ahogado sus penas aquel día, al ver desbaratadas definitivamente todas las posibilidades que le pudieran quedar con ella.

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