Rose Crawford se dio la vuelta y caminó hacia la mesa para servirse otra copa. Llevaba un vestido ceñido, de seda azul noche, que rebrillaba en formas angulosas como el metal con cada uno de sus movimientos. Llevaba el cabello negro y reluciente -se lo debía de teñir, pensó Quirke- muy corto y retirado de la cara en dos alas onduladas, que subrayaban la belleza clásica de su perfil y le daban a la vez un aire de ferocidad, de halcón. Dejó su sitio en el brazo del sillón y se acercó a ella. Había dado un mordisco a una esquina de un sandwich triangular, sin corteza, y en el momento en que él se aproximaba dejó de masticar y dejó la copa en la mesa y con los dedos se extrajo de la boca un pelo largo y gris.
– Oh, ay -gimió de un modo apenas audible-. Es de la criada, lo sé.
– ¿De Maggie? -dijo Quirke-. Está medio ciega la pobre.
Rose suspiró, dejó el sandwich mordido y tomó la copa.
– No os entiendo -dijo-. Aceptáis las cosas como si no hubiera nada que hacer y nada tuviese remedio.
– ¿Te refieres a mí o a nosotros en general?
– Me refiero a esta sociedad, a este país. No he dejado de asombrarme desde que estoy aquí.
– ¿Qué es lo que te asombra en concreto?
Ella negó con la cabeza, moviéndola despacio.
– La quietud de todas las cosas -dijo-. La manera que tenéis de ir por ahí en silencio, acobardados, sin protestar, sin quejaros, sin exigir que cambien las cosas, que se arreglen, que se hagan de nuevo -lo miró-. Josh no era así.
– Tu marido -dijo él- era un hombre notable.
Ella se echó a reír, aunque fuese poco más que un resoplido.
– Tú no le admirabas.
– No he dicho que fuese admirable.
Con eso, y sin razón aparente, los dos se volvieron a mirar a Mal como si hubieran estado hablando de él, y no de Josh Crawford. Se encontraba de pie, un tanto encorvado, como si tuviera un ligero dolor, con una expresión vaga, de desamparo, y la luz del jardín le dotaba de una grisácea palidez. Rose concentró su atención en Phoebe, que seguía en el sillón, frente a la chimenea, con el álbum de fotografías en las rodillas.
– ¿Qué tal está? -preguntó en voz queda.
Quirke frunció el ceño.
– ¿Phoebe? Yo creo que está bien. ¿Por qué lo preguntas?
– Porque no está bien.
– ¿Qué quieres decir?
– Tiene un secreto. Y no es un secreto agradable.
– ¿Qué secreto? ¿Cómo lo sabes? ¿Ha hablado contigo?
– La verdad es que no.
– En ese caso…
– Lo sé.
Quirke quiso que Rose le aclarase cómo era capaz de saber esas cosas, ya fuera sobre Phoebe, ya fuera sobre cualquier otro. El nunca había llegado a saber nada hasta el momento en que lo desmantelaba del todo y examinaba sus partes.
– Tú eres su padre -dijo Rose-. Deberías hablar con ella. Necesita ayuda. Yo no puedo dársela. Tal vez nadie pueda dársela. Pero tú deberías intentarlo.
El bajó la vista. ¿Qué podría decir a Phoebe? Phoebe no le haría ni caso.
– Sarah sí podría haberlo hecho -dijo.
– ¡Oh, ya estamos con Sarah otra vez! -barbotó Rose-. No entiendo por qué seguís todos dando la lata así con Sarah. Era un encanto de mujer, nunca hizo mal a nadie, siempre se desvivió por resultar agradable. ¿Qué más tenía Sarah? Y no me mires así, Quirke, como si le hubiera dado una patada al gato. Me conoces de sobra, siempre hablo sin pelos en la lengua. Detesto los miramientos con que os andáis los irlandeses, la manera que tenéis de tratar a las mujeres. O las convertís en unas santas y las ponéis en un pedestal, o bien son unas brujas que os atormentan y os destruyen. Y precisamente tú no deberías obrar de esa forma. Estoy segura de que tu mujer… ¿Cómo se llamaba, Delia? Estoy segura de que nunca fue tampoco la Jezabel que tú pretendes que fue.
– ¿Por qué dices precisamente yo? -preguntó.
Ella lo miró en silencio unos instantes.
– Una vez te lo dije, hace mucho tiempo -respondió-. Tú y yo somos iguales: tenemos el corazón frío y el alma caliente. No hay muchas más personas como nosotros.
– Seguramente es mejor que así sea -dijo Quirke. Rose echó hacia atrás la cabeza y le sonrió con los ojos entornados.
Mal se acercó a ellos. Se dio unos golpecitos con el dedo en el puente de las gafas.
– ¿Habéis comido algo? -les preguntó a los dos. Miró dubitativo la bandeja de sandwiches que se iban poniendo mustios-. No sé muy bien qué ha preparado Maggie. Está cada vez más excéntrica -esbozó una sonrisa débil, desventurada-. En fin, ¿qué otra cosa podría esperar yo?
Rose lanzó a Quirke una mirada como si le dijera: ¿ Ves lo que quería decir?
– Deberías poner en venta esta casa -le dijo de un modo cortante.
Mal la miró asombrado.
– ¿Y dónde iba a vivir?
– Constrúyete otra. Compra un piso. No le debes tu vida a nadie, ¿eres consciente de ello?
Pareció que fuese a expresar una protesta, pero en cambio se volvió a un lado con un gesto casi furtivo, con un brillo en las lentes de las gafas, que en cierto modo le dio el aspecto de que estuviera llorando.
Fue pasando lentamente la velada. Maggie volvió a recoger la mesa hablando sola. No pareció darse cuenta de que nadie había probado apenas los sandwiches. Salieron al jardín de dos en dos, Mal con Rose, Quirke con Phoebe, como las parejas que van camino del baile.
– Dice Rose que tienes un secreto -dijo Quirke en voz baja a su hija.
Phoebe se estaba mirando los zapatos.
– ¿Eso dice? ¿Y qué clase de secreto?
– Eso no lo sabe. Sólo dice que tienes un secreto. Cuando oigo a las mujeres hablar de un secreto, siempre tiendo a suponer que el secreto es un hombre.
– Bueno -dijo Phoebe con una sonrisa mínima, fría-, es natural que lo pienses.
El aire gris claro del crepúsculo era denso y granuloso. Anunciaba lluvia, pensó Quirke. Rose se había alejado unos pasos de Mal y en ese momento se volvió a encarar a los otros dos, y miró al suelo con la cabeza ladeada, haciendo girar el tallo de su copa de vino de modo que ésta diese vueltas sobre la palma de su otra mano.
– Supongo -dijo levantando la voz- que éste es un momento tan bueno como cualquier otro para anunciaros algo -alzó la vista y esbozó una sonrisa extraña. Los otros aguardaron a que siguiera. Se llevó la mano a la frente-. Me siento cohibida de pronto -dijo-. Lo cual es lamentable. Quirke, no estés tan alarmado. Se trata simplemente de que he decidido mudarme a vivir aquí.
Sobrecogidos, guardaron silencio.
– ¿A Dublín? -dijo entonces Quirke.
Rose asintió.
– Sí. A Dublín -rió un instante-. Tal vez sea el error más grande que nunca llegue a cometer, y bien sabe Dios que he cometido muchos. Pero está decidido. No me hago -miró a Quirke- ilusiones sobre lo que me cabe esperar de la vida en Irlanda. Pero supongo que siento… no sé, una especie de responsabilidad para con Josh. Tal vez mi deber es devolver todos sus millones a la tierra en que nació -esta vez se volvió hacia Mal, como si fuera a suplicarle algo-. ¿Parece una locura quizá?
– No -dijo Mal-, no, no lo parece.
Rose volvió a reír.
– Os puedo asegurar que nadie estará más sorprendido que yo -pareció que le flaquease la voz, y de nuevo bajó la vista-. Mucho me temo que los muertos nos tienen bien sujetos por el pescuezo, incluso después de haber fallecido.
Y con eso, como si la hubiese invocado y ella hubiese respondido, Quirke oyó en su interior la voz de Sararí, la oyó decir su nombre. Se dio la vuelta sin decir palabra y entró en la casa. En los largos meses que llevaba de abstinencia, nunca había tenido tantas ganas de beber como las que le acometieron en ese momento.
Caminó con Phoebe por el camino de sirga, a la orilla del canal. Había caído la noche y el olor de la lluvia que se avecinaba ya era inconfundible, e incluso creyó notar un hálito de humedad en el rostro. Al lado de ellos, el agua brillaba muy negra, como el petróleo. Pasaron por delante de las parejas que se cortejaban o se abrazaban en los charcos de oscuridad que proyectaba el follaje de los árboles. En un banco dormía un mendigo barbudo, tendido de costado sobre una capa de periódicos, con una mano bajo la mejilla. Ni Quirke ni Phoebe habían dicho una sola palabra desde que salieron de la casa de Rathgar. El sobresalto que les causó el anuncio de Rose había permanecido en el aire y seguía en ellos, y la fiesta, si es que era una fiesta, tuvo un repentino final. Rose había tomado un taxi para volver al Shelbourne y se había ofrecido a llevar de camino a Quirke y a Phoebe, pero habían preferido caminar. Quirke todavía se encontraba bajo los efectos de la repentina presencia de Sarah, después de que las palabras de Rose la hubieran de algún modo conjurado para él, en un instante, en el jardín, a la luz del crepúsculo, bajo un sauce que ella misma había plantado.
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