Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Cuando sonó el teléfono, de alguna forma que no supo precisar Quirke adivinó, un segundo antes de coger la llamada, quién estaba llamándole. Se encontraba en su despacho, en el sótano, junto a la sala de disección, en la que estaba trabajando Sinclair, preparando un cadáver para proceder a la autopsia. Eran casi las seis de la tarde de un ajetreado día laborable, y el teléfono parecía que hubiera estado sonando toda la tarde sin descanso, agudo, exigente, como un bebé que pide a gritos su biberón; así pues, ¿qué podía tener aquella llamada en concreto, se preguntó, para que él adivinase con toda certeza quién le llamaba? Sin embargo, cuando el policía anunció quién era -«Inspector Hackett al habla»-, tuvo el palpito habitual del presentimiento. Hackett se tomó su tiempo antes de ir al grano. Le habló de la climatología, tema que era para Hackett lo que los chistes a cuenta de las suegras para los comediantes necesitados, ya que siempre lo tenía a punto; le dijo que el calor lo estaba dejando aplatanado, aunque en la radio había oído anunciar lluvias, que para él serían un gran alivio, a pesar de que bien sabía que no debería decir tal cosa, habiendo tanta gente que disfrutaba con el sol, los había visto en el Green cuando iba a dar un paseo, y estaban por todas partes, tumbados en la hierba, quemándose al menos la mitad de los ociosos, no le cupo ninguna duda, cosa que cada uno de ellos bien podría percibir en cuanto cayera la noche… ¿En dónde estaba y qué podía ser, se preguntó Quirke con un punto de impaciencia, aquello con lo que había «tropezado» el inspector en uno de sus paseos? Cuando le dijo en dónde estaba, y le comunicó una dirección de Adelaide Road, Quirke experimentó otro instante de reconocimiento telepático, y supo cuál era el nombre que estaba a punto de pronunciar.

– Yo diría que se ha encontrado con algo un poquito accidental -dijo el inspector-. En realidad, más que un poquito, y si no me equivoco mucho ha sido bastante más que accidental. ¿Tendría usted un rato libre para venir por aquí a echar un vistazo?

– ¿ Oficialmente?

Por el hilo del teléfono le llegó una risa contenida.

– Señor Quirke…

En cada uno de los escenarios de una muerte violenta con la que se las había tenido que ver Quirke a lo largo de su trayectoria profesional pendía un silencio de una clase muy particular, esa clase de silencio que se forma cuando se han extinguido los últimos ecos de un grito portentoso. Había algo traumático en todo ello, y había un respeto reverencial, y había indignación, la sensación de que habían sido muchas las manos que se habían levantado veloces para cubrir otras tantas bocas, pero había asimismo algo más, una especie de regocijo, una impresión sobresaltada y feliz, como la de quien a duras penas lograba creer la suerte que había tenido. Las cosas, reflexionó Quirke, incluso los objetos inanimados, al parecer tenían afecto por un asesinato.

– Un desastre, un desastre de padre y señor mío -dijo el inspector Hackett, empujando cautelosamente con la puntera del zapato un cuenco de cobre volcado sobre el suelo, salpicado de sangre.

El hombre, de tez morena, yacía en una postura curiosa delante del sofá, boca abajo, con los brazos alzados sobre la cabeza y los pies, descalzos, apuntando al suelo. Era como si hubiera rodado, o como si alguien lo hubiera hecho rodar por la sala, hasta encontrar allí su posición de reposo. La muerte suele ser un cliente de trato difícil. Una de las manos del hombre se hallaba cubierta por una venda gruesa y no muy limpia.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Quirke.

El inspector se encogió de hombros.

– Parece que quiso esconderse -dijo-. O protegerse. Puñetazos, patadas. La mano vendada parece que tiene una quemadura, como si se hubiera escaldado -vestía su traje azul, la chaqueta abotonada en el centro del torso, pero el cuello de la camisa ya se lo había desabrochado y se había aflojado el lazo de la corbata, puesto que allí dentro hacía calor y no corría el aire. Llevaba el sombrero en una mano, y tenía una tenue marca de tonalidad sonrosada en la frente, donde la badana le había oprimido la piel suavizada por el sudor-. Ha tenido que haber una trifulca. Sorprendentemente, o no tanto, en las casas de los alrededores nadie ha oído nada. Si algo han oído, nadie informó de nada -dio unos pasos y se paró ante el cuerpo, tirándose del labio inferior con el índice y el pulgar. Miró de reojo a Quirke-. ¿Le importa si le pregunto cómo lo conoció?

– ¿Cómo sabe que lo conocía?

El detective sonrió y se mordió el interior de la mejilla.

– Ah, señor Quirke. No hay forma de cazarlo -giró el sombrero en la mano-. Billy Hunt me dio su nombre.

– Entonces es de suponer que también a mí me lo tuvo que dar, claro.

Hackett asintió.

– Eso es-dijo-. Eso es. Parece ser que su esposa lo conocía. La esposa de Billy, claro está. Y ahí hay una coincidencia, ¿no? Primero muere ella y ahora a este pobre tipo lo asesinan. Y… -meneó un dedo de un lado a otro, como si contase las partes- aquí estamos usted, y yo, y el apenado viudo, y sabe Dios quiénes más, y todos nos hallamos de alguna manera conectados unos con otros. ¿No se le hace extraño?

Quirke no respondió.

– ¿Qué ha ocurrido? -volvió a preguntar.

– Tuvo que ser alguien conocido. Ninguna cerradura forzada, ninguna ventana rota, al menos por lo que alcanzo a ver.

A Quirke se le pasó algo por la cabeza.

– ¿No ha llamado usted a los forenses?

El inspector le dedicó una sonrisa ladina.

– Me pareció que era preferible cambiar antes impresiones con usted -dijo-, al ver que fue usted quien vino a verme por lo que le había ocurrido a Deirdre Hunt, y más ahora que este amigo de Deirdre Hunt ha entrado de pronto en el más allá.

– Yo de todo esto no sé nada -dijo Quirke con llaneza-. A este hombre jamás lo había visto. ¿Cómo me ha dicho que se llama?

– Kreutz. Hakeem Kreutz. Está escrito en la placa de la barandilla, ahí fuera.

– ¿Sabe algo más de él?

– Pues sí, he hecho un poco de investigación rutinaria. Afirmaba ser austriaco, o decía que su padre era austríaco, y que su madre era una especie de princesa oriunda de la India. Lo cierto es que era natural de Wolverhampton. Su familia tenía una tienda de comestibles, la típica tienda de la esquina.

– ¿Y cómo es que llegó a ser Kreutz?

– Sólo se hacía llamar así. Imagino que le gustó cómo sonaba, «el doctor Kreutz». Su apellido real es Patel.

Quirke se agachó junto al cadáver y le tocó la mejilla; estaba fría y rígida. Se puso en pie, se frotó las manos como si quisiera quitarse todo residuo del contacto.

– No veo qué conexión puede existir entre esto y el suicidio de Deirdre Hunt -dijo.

Hackett se lo tomó a pecho.

– ¿Suicidio? -aguardó, pero Quirke no dijo nada-. ¿Está seguro, señor Quirke, de que no hay alguna cosa que haya preferido no decirme? Usted es un hombre que guarda ferozmente sus secretos, eso lo sé desde hace tiempo.

Quirke no quiso mirarlo.

– Como ya le he dicho antes, yo de todo esto no sé nada -estaba observando un charco de sangre seca,

que despedía un brillo oscuro, como si fuera una laca china sobre los tablones del suelo, pintados de rojo-. Si supiera algo, se lo diría.

Se hizo un silencio dilatado. Los dos permanecieron inmóviles, un tanto apartados el uno del otro.

– De acuerdo -dijo el inspector suspirando al fin, con el aire de un ajedrecista que reconoce su derrota-. Le creo.

Leslie White estaba tan nervioso, tenía tal canguelo que ni siquiera uno de los buenos chutes del zumito de bienestar que le había proporcionado la señora T, administrado en los lavabos del sótano del Shelbourne, había sido suficiente para devolverle el aplomo. Anduvo un buen rato conduciendo el cochecito en medio del tráfico, a última hora de la tarde, aferrado con todas sus fuerzas al volante y pestañeando deprisa, al tiempo que meneaba la cabeza como si tratara de quitarse algo del oído, a saber qué, que se lo tenía obstruido. Había dado vueltas y más vueltas alrededor del Green durante lo que le pareció que eran horas. No sabía qué hacer, y tampoco era capaz de pensar con claridad. La dosis le había colgado fulares de gasa verduzca delante de los ojos, como el musgo colgante de las ramas de un bosque entero, tras el cual aún veía sangre, y el cuenco de cobre en el suelo, y Kreutz allí muerto. Tenía un anhelo desesperado de estar a cubierto, lejos de las calles y de los coches y del gentío que caminaba con prisas. ¿Era la luz del día tan tenue como le parecía? ¿Era tal vez más tarde de lo que suponía? Anhelaba que cayera la noche, ansiaba la cobertura que pudieran prestarle las tinieblas. No es que tuviera miedo exactamente, sino que su incapacidad de decidir qué iba a hacer a continuación empezaba a resultarle angustiosa. Giró el volante y se cruzó por delante de un autobús que tocó el claxon como si un elefante barritase, de modo que lo giró al punto en sentido contrario y por poco chocó contra un Humber Hawk de los grandes, que avanzaba despacio a su lado. Se dio cuenta de que debía detenerse y aparcar el coche y entrar en un pub y tomarse una copa, tratar de sosegarse, tratar de pensar con claridad. Y de pronto supo qué era lo que tenía que hacer y adonde tenía que ir. ¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había pensado antes? Aceleró hasta la esquina de Grafton Street y dobló allí con un chirrido de los neumáticos para poner rumbo al oeste.

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