– No seas grosero, por favor.
– Ése soy yo: más grosero que una alcachofa.
Admiró su manera de escribir, con trazos firmes, ágiles, con una seguridad absoluta. Él no había usado una estilográfica desde que era adolescente.
¿Por qué no le preguntaba nada a cuenta de la llamada del capitán Ambrose? ¿Acaso se le había olvidado?
Se alejó y fue a sentarse en el sofá blanco, donde quedó rodeado en tres de los lados por unas estanterías que llegaban hasta el techo. Le sorprendió que no hubiese tomado un solo volumen de aquellos anaqueles desde… ni siquiera atinó a acordarse desde cuándo no los tocaba. Allí estaban los libros, ordenados, clasificados, un batallón de reprensiones. Tampoco había escrito nunca el libro que siempre planeó escribir. El libro no escrito: otro tópico.
– Por cierto -dijo Louise, y siguió sin volverse-, ¿has hablado con ese policía?
– Sí.
– ¿De qué ha ido la cosa? ¿Han asesinado a alguien?
– Sí.
En ese momento sí se volvió, para lo cual apoyó un codo en el respaldo de la silla, y lo miró con una sonrisa inapreciable, interrogativa.
– ¿Alguien que conociéramos? -dijo a la ligera.
El recostó la cabeza en los cojines del respaldo y miró una esquina del techo, y luego otra.
– No.
Como no siguió ninguna aclaración, ella agitó la cabeza en una parodia de regia impaciencia.
– Y… ¿entonces? -dijo con una voz que pudo haber sido la de la reina Victoria. Él bajó la mirada y clavó la vista en ella. Le brillaban los ojos, y en el lustre satinado de los labios se le reflejaron las luces de la lámpara de araña, encendida sobre su cabeza, centelleantes. ¿Por qué estaba excitada? Tenía que ser, supuso él, la perspectiva del ardiente y seductor Antonini. Volvió a mirar al techo.
– Un joven llamado Dylan Riley -dijo-. Un genio de la informática. Y aspirante a espía - ¿y qué más? Adelante, díselo -. Investigador.
– Y a ti la policía te ha llamado… ¿por qué te ha llamado?
– Me había llamado por teléfono ese tal Riley.
– Te había llamado por teléfono.
– Sí. Esta mañana. Y por la tarde lo han asesinado. De un disparo. En todo el ojo.
– Dios mío… -lo dijo con más indignación que sobresalto-. Pero… ¿y por qué te llamó por teléfono esa persona? ¿Cómo has dicho que se llamaba?
– Riley. Dylan Riley. No parece un nombre verdadero, ¿a que no?, sobre todo cuando lo dices en voz alta.
Tomó un ejemplar del New Yorker que había sobre la mesa del café. Sempé. Central Park, los primeros retoños de la primavera, un perrillo.
– ¿Me piensas contar de qué va todo esto? -dijo Louise-. ¿Sí o no?
– No va de nada. Me puse en contacto con el tal Riley porque pensé que podría hacerme un trabajo de investigación para el libro. Él me devolvió la llamada. Parece ser que mi número era el último que se marcó desde su móvil. De ahí la llamada de la policía -ella seguía sentada en la silla, vuelta hacia él con la cintura en torsión, el brazo aún apoyado en el respaldo, la estilográfica entre los dedos-. Se te va a secar el tajo -le dijo-. Me acuerdo de cómo se secaba el tajo, y luego había que ir a lavarlo bajo el grifo y volrver a llenarlo en el tintero.
– ¿El tintero? -repuso ella-. Chico, pareces un personaje de Dickens.
– No es que lo parezca: es que soy un personaje de Dickens. Por eso te casaste conmigo. Bill Sikes, c'est moi.
Clara, la doncella, acudió para anunciar que la cena estaba lista. Era una persona diminuta. El color de su piel, negrísima, con matices que viraban al púrpura, siempre había fascinado a Glass: cada vez que la veía tenía el deseo de tocarla, sólo por conocer el tacto de su piel satinada. Con su pequeño uniforme blanco, con los zapatos blancos, de suela de goma gruesa, que Louise Je obligaba a calzar, parecía una enfermera en un hospital.
– No te olvides de felicitarla -susurró Louise en cuanto desapareció la criada-. Ha hecho un soufflé. Para ella, es un momento importante- Louise había enseñado a cocinar a Clara, y lo había hecho con un éxito considerable, lo cual no pudo ser más afortunado para la criada, ya que de lo contrario la habría echado sin contemplaciones. Louise no tenía ninguna tolerancia al fracaso.
En el comedor, las lámparas proyectaban una luz escasa, y había velas en la mesa; las llamas se reflejaban en infinidad de puntos resplandecientes, en la cubertería de plata y la cristalería fina. A Glass se le ocurrió que lo que había reconocido momentos antes era verdad: era un grosero por comparación con todo lo que Louise había dispuesto en la casa, la mesa con toda elegancia, las luces bajas, los buenos vinos, la comida exquisita, el mobiliario carísimo y sencillo, los dibujos de Balthus y la figurilla de Giacometti, los libros encuadernados en piel, la criada vestida de blanco, la cinta de Glenn Gould que sonaba suavemente como música de fondo, todos los elementos de una vida desahogada, matizada, de un gusto exquisito, que ella había reunido en beneficio de ambos. Sí, la verdad era que él no encajaba nada bien con todo aquello. Lo había intentado, pero no encajaba nada bien. Se preguntó por qué le habría tolerado ella durante tanto tiempo, por qué seguía tolerándolo. ¿Era solamente por miedo a otro divorcio, y a provocar la ira de su padre? Sin duda, tenía que ser eso. El Gran Bill era perfectamente capaz de desheredarla. Era muchísimo lo que tanto ella como David Sinclair tenían que perder en caso de quedarse sin todos aquellos millones, no sólo la casa de campo en Hampton, Long Island, y la suite en el ático del Georges V, en París, y la cuenta abierta en Asprey, el templo del sibaritismo en Londres, sino también, y de manera más crucial, el pleno control del Fondo de Inversiones Mulholland. Eso era lo que más valoraba Louise; ése era el futuro.
El soufflé de espinacas que había preparado Clara estaba excelente, y a Glass no se le pasó por alto elogiarla por ello. La criada volvió veloz a la cocina, presa de la confusión. Louise había dejado el tenedor sobre el plato y lo estaba mirando.
– A veces sí que sabes ser un verdadero encanto -le dijo.
– ¿Sólo a veces?
– Sí. Sólo a veces. Pero te lo agradezco.
– No hay de qué.
Seguía mirándolo, con el ceño fruncido a la vez que sonreía.
– Algo te traes entre manos -dijo ella-. No me digas que no, se te nota en los ojos.
– ¿Algo? ¿A qué te refieres?
Su rostro, iluminado por las velas, se reflejaba en la ventana junto a la cual se había sentado. Fuera, en la oscuridad, las copas de los árboles apiñados en Central Parle emitían un resplandor fantasmagórico, argentino.
– Eso no lo sé -dijo ella-. ¿No será algo relacionado con ese joven al que se han cargado?
– ¿Cómo? -dijo Glass-. ¿Estás pensando que lo he matado yo?
– Pues claro que no. ¿Por qué ibas a matarlo?
Se hizo entonces un silencio repentino, tenso, como si a los dos les hubiera amedrentado algo que hubieran entrevisto más adelante, en el próximo recodo del camino. Cenaron callados. Glass sirvió el vino.
– La verdad -dijo él al cabo-, no sé si podré escribir este libro.
Ella no levantó los ojos del plato.
– No me digas… ¿Y por qué no?
– Pues porque, de entrada, acabo de acordarme de que soy periodista, o más bien lo he sido, pero ni soy ni he sido biógrafo.
– Los periodistas escriben biografías.
– Pero no las de sus suegros, eso sí que no.
– Billones te dio su palabra de que no se entrometería.
Billones era el apodo del Gran Bill en la familia. A Glass le daba dentera, y más aún cuando era su mujer quien lo llamaba así. Dio un sorbo de vino y mirólas copas de los árboles. Qué calma reinaba en aquella noche de abril.
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