Benjamin Black - El lémur

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John Glass ha abandonado su carrera como periodista para escribir una biografía autorizada de su suegro, el magnate de la comunicación y antiguo agente de la CIA, Gran Bill Mulholland. Trabaja en un gran despacho en Manhattan y vuelve a casa (la mayoría de las noches) a los brazos de su rica y bella mujer…
Cuando decide contratar los servicios de un joven e insolente investigador, de asombroso parecido con un lémur, los turbios secretos de su familia política y, quizá, los suyos propios, amenazan con salir a la luz. Toda la cómoda existencia de Glass se tambalea, y acaba de derrumbarse con la muerte del Lémur: ¿quién lo mató?, ¿por qué?, ¿qué sabe?, ¿qué peligros acechan?

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Comieron los dos lubina importada de Chile y una ensalada, y Glass pidió una botella de tinto de Friuli, aun cuando Alison dijo que quería trabajar por la tarde y. que sólo iba a beber agua. Se ventiló la primera copa de vino en dos sorbos, y se sirvió otra antes de que el camarero, de aire autoritario, tuviera tiempo de arrebatarle la botella de la mano. Alison, mirándole, frunció el ceño.

– ¿Por qué estás tan tenso? -le preguntó-. A este paso, te vas a emborrachar en dos minutos, y tendré que llevarte a casa y dejarte con tu mujer.

Tenía razón: el vino ya se le había subido a la cabeza. Cuando la miró, allí sentada ante él, con el local lleno de gente a su espalda, le pareció que resplandecía su blusa azul, que era un ser realmente vivo, de sangre caliente. Le pareció que nunca se había fijado en sus orejas, dos apéndices intrincados, en espiral, graciosos, exquisitos, adheridos a ambos lados de su delicioso rostro. Quiso alargar la mano sobre la mesa y tocarla. Quiso tener en brazos su cabeza, ese óvalo frágil, delicado, y estrecharla entre las palmas de las manos; quiso decirle que la amaba. Las lágrimas le asomaban a los ojos; tenía un nudo hinchado en la garganta. Se sentía ridículo y feliz. Estaba vivo y estaba allí, con aquella muchacha, en medio de la clamorosa animación del mediodía; era primavera, iba a vivir por siempre.

– Por cierto -dijo ella-. ¿Conoces a un tipo que se llama Cleaver?

Él pestañeó.

– ¿Cómo? No. ¿Quién dices?

Ella le sonrió con el ceño fruncido, con lo que se le arrugó la nariz en el puente.

– Cleaver -dijo-. Wilson Cleaver -meneó la cabeza-. Vaya nombre… Cleaver: así llaman aquí al cuchillo del carnicero.

A él le costaba trabajo respirar.

– ¿Y quién es?

– No lo sé.

– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo que no sabes quién es?

– Es un periodista, me parece. Un reportero, vaya. Ayer me llamó por teléfono, justo después de ti. Quería hablar contigo. Me pareció extraño.

Se quedó mirándola. La euforia achispada que tuvo poco antes se había evaporado por completo.

– ¿De dónde ha sacado tu número?

– Creo que conoce al tipo del que me hablaste ayer. ¿Cómo se llamaba? ¿Era no sé qué Dylan? No, era Dylan no sé cuántos.

– Riley.

– Eso es. Dylan Riley. ¿Cómo lo llamaste?

– El Lémur.

8. El redil

Habían convenido encontrarse en el embarcadero de Central Park. Por teléfono, Glass escuchó con atención la voz de Wilson Cleaver, pero no sacó nada en claro. Le pareció que debía de ser negro por el tono musical con que le habló y por su modo de pronunciar algunas silbantes. También le pareció alguien que rezumaba confianza en sí mismo, un tipo dotado de una socarronería llana, casi lánguida. De haber sido amigo de Dylan Riley, no parecía desde luego afectado.

– Me alegro de que llame, señor Glass -le dijo con aire señorial, carcajeante-. Conozco sus artículos, naturalmente. He sido admirador suyo desde hace años -no dijo ni palabra sobre Riley o sobre su muerte. En todo momento fue al grano. El embarcadero, a mediodía-. Allí nos vemos, señor Glass. Lo estoy deseando.

A las doce en punto apareció caminando por la orilla del lago, sonriente, con una mano extendida desde metros antes de llegar a su altura.

– El señor Glass, supongo -dijo-. Soy Cleaver. ¿Qué tal estamos?

Era un hombre todavía joven, delgado, alto, con el rostro afilado y una sonrisa amplia, exagerada. Llevaba el cabello muy corto y gastaba una barba que eran tan sólo dos líneas negras, finas, que bajaban por delante de las orejas, hasta la mandíbula, para encontrarse bajo un mentón hendido. Llevaba una chaqueta de algodón, de rayas finísimas, perfectamente abotonada, y una corbata de lazo azul con lunares rojos. Glass reparó en sus zapatos, insólitamente largos y estrechos, de piel, con los cordones atados en dos ochos impecables. Algo tenía de actor profesional, aunque llegado de otro tiempo, tal vez un cómico de los años sesenta, e incluso uno de aquellos músicos de jazz con trajes holgados, con la trompeta en una mano y el porro de maría en la otra. Era puro movimiento, continua flexión de rodillas, constante estirarse los puños, retocarse la corbata, como si lo controlase un mecanismo de relojería interno, bien lubricado, intrincadísimo. Tras estrechar la mano de Glass se alisó las guías de su finísimo bigote, hacia abajo, con las yemas del índice y el pulgar.

– Vayamos a pasear -dijo.

El día tenía un tinte entre azulado y verdoso, en el que era evidente la inminencia de la primavera. Los árboles se estremecían y soplaban rachas de viento fresco entre las ramas a punto de retoñar; el agua del lago brillaba como la hoja de un cuchillo. A Glass le encantaba el parque, tan grandioso, tan generoso, tan inesperado. Ese día, como de costumbre, abundaban las personas que habían salido a correr, y había madres jóvenes de paseo con sus hijos, o quizás no fuesen las madres, sino las cuidadoras, además de los locos que habían salido a pasar el rato, y los que estaban sin blanca.

– ¿Qué tal marcha ese libro que tiene entre manos? -preguntó Cleaver.

– ¿Qué libro?

Cleaver tenía una manera de reír aguda, entrecortada.

– Vamos, no se ande con remilgos -graznó.

– ¿Usted de qué me conoce? -preguntó Glass con frialdad-. ¿Cómo es que tenía el número de teléfono de Alison O'Keeffe?

– Eh, hombre, que yo creía que ése era su número. El bueno de Dylan creía que era un hombre organizadísimo, pero a veces se le cruzaban los datos, ya lo ve.

– ¿Así que conocía a Dylan Riley?

– Pues sí, sí que lo conocía, pobre infeliz.

– ¿A qué se dedica usted, señor Cleaver?

– A lo mismo que usted, señor Glass.

– ¿Es usted periodista?

– Asalariado, sí, y sin trampa ni cartón.

Glass había comprendido desde el primer momento que el deje del sureste y el acento rústico eran simple impostura. Cleaver le estaba tomando el pelo.

– Ya sabrá que Riley ha muerto.

Cleaver hizo con el pulgar y el índice la imitación de una pistola, con la que se apuntó al ojo.

– No ha sido de extrañar. Y no podría él decir que no estaba avisado. Riley, le dije: como no te andes con cuidadito, cualquier día te van a dar para ir pasando, chaval. ¿Que si me hizo caso? Pues no, señor.

Avistaron la Fuente de Bethesda, rematada por el ángel dorado. Dos chiquillos se estaban peleando junto al reborde de la fuente, empeñados los dos en echar al agua al contrincante, mientras una mujer con aire de aburrimiento y una palidez propia de la Europa del Este los miraba con total apatía.

– Ya lo ve -dijo Cleaver como si así continuase un asunto anteriormente abordado-: Escribí algunas cosillas sobre su señor Mulholland para Slash… -calló-. ¿Conoce usted esa revista, eso de Slash? ¿No? Pues es buena, se lo aseguro. No muy conocida, desde luego, pero es penetrante, como su propio nombre indica. La cuchillada. En fin. La verdad es que las pasé canutas por aquellas cosas que escribí. Canutas, se lo digo yo.

Un ave grande, oscura, descendió volando desde los árboles, por su derecha, y rozó el camino con las alas extendidas.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Glass.

– Vamos, no me venga con ésas. Un silencio repentino en todas partes, en sitios por lo general ruidosos de verdad. Encargos que se cancelan sin aducir motivo. Llamadas de teléfono a las cuatro de la mañana sin que nadie diga nada, limitándose a respirar. ¿Me sigue o no me sigue?

– ¿Y piensa usted que el señor Mulholland estuvo detrás de todo eso?

– Pues no me parece que sea un disparate pensar tal cosa.

– No, no creo que lo sea.

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