Benjamin Black - El lémur

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John Glass ha abandonado su carrera como periodista para escribir una biografía autorizada de su suegro, el magnate de la comunicación y antiguo agente de la CIA, Gran Bill Mulholland. Trabaja en un gran despacho en Manhattan y vuelve a casa (la mayoría de las noches) a los brazos de su rica y bella mujer…
Cuando decide contratar los servicios de un joven e insolente investigador, de asombroso parecido con un lémur, los turbios secretos de su familia política y, quizá, los suyos propios, amenazan con salir a la luz. Toda la cómoda existencia de Glass se tambalea, y acaba de derrumbarse con la muerte del Lémur: ¿quién lo mató?, ¿por qué?, ¿qué sabe?, ¿qué peligros acechan?

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– Mira -le dijo-, yo de todo esto no sé más de lo que sabes tú. Hablé con Dylan Riley un par de veces, lo he visto sólo una. Y de pronto va y aparece muerto. Sabe Dios quién lo habrá asesinado. Era un metomentodo profesional, tenía enemigos a patadas.

Colérica, ella se apartó un mechón de cabello de la mejilla.

– ¿Quieres decir que se lo había ganado a pulso?

– No, no es eso lo que quiero decir. ¿Qué quieres que te diga?

– ¿Que qué quiero que me digas? Mira, a veces me da la impresión de que vives en una obra de teatro, soltando a todas horas tópicos que haya escrito otro para que los digas tú. Lo que quiero es que me digas lo que sabes. Quiero que me digas la verdad.

Él se levantó del colchón ancho y bajo -la cama era un mero bastidor de madera apoyado en las cuatro esquinas sobre ladrillos apilados- y se encaminó al cuarto de baño. El espacio era muy reducido, poco mayor que un armario; el techo, abuhardillado, y el olor a humedad irreprimible. Cerró la puerta y se sentó sobre la tapa del retrete, sujetándose la cara entre las manos. Se sentía hostigado, casi cómicamente impedido, como un payaso al que se le pega algo en la suela del enorme zapato y no logra desprenderlo.

Oyó las pisadas de Alison, impaciente, y descalza, acercarse a la puerta.

– Anda -le dijo a través de la puerta-, no te escondas ahí.

– No me he escondido -se puso en pie y se vio reflejado en el espejo, encima del lavabo. Tenía un aire quejumbroso, desesperado, como el del preso que se ha dado a la fuga y que acaba de oír los primeros ladridos de los sabuesos aún a lo lejos. Se puso los dedos bajo los ojos y se estiró los párpados inferiores, poniendo cara de lagarto. Sacó la lengua; la tenía revestida de un gris desagradable. Por un instante pareció ver superpuesto en su semblante el rostro del capitán Arabrose, moreno, con su aura de santidad, sonriéndole con lastimosa compasión.

– ¿Qué quieres que te diga?-gritó por encima del hombro.

Alison golpeó la puerta con los nudillos y él volvió a percibir su enfado.

– Deja de decir eso, ¿quieres hacerme el favor?

– ¡Si no sé qué pretendes que te diga…! -abrió la puerta de un tirón. La encontró apoyada contra la jamba, desnuda aún, con los brazos cruzados bajo los pechos. Tenía el vello del pubis brillante y muy rizado. Qué deliciosa es, pensó con una punzada de pena; qué adorable.

Ella habló en voz baja, llana, demostrándole que estaba haciendo un gran esfuerzo por ser paciente, tolerante, razonable.

– De entrada -le dijo-, podrías decirme de qué te habló ese tal Cleaver.

– Me preguntó si había hablado con la policía.

– ¿Es negro?

– Como el carbón.

– Más te valdría que aquí no te oigan hablar de ese modo.

– Me montó un numerito típico de negro bonachón, dicharachero, todo gachas de tapioca y ritmos de la naturaleza y acento del sureste. Y me pareció que se divertía que no veas.

Ella no le escuchaba; había fruncido el ceño con evidente preocupación, y él se dio perfecta cuenta; no supo qué hacer para remediarlo.

– ¿Y tú… qué?-preguntó.

– ¿Que yo qué… de qué?

– Que si has hablado con la policía.

– Ellos hablaron conmigo. Un policía habló conmigo, mejor dicho. El capitán Ambrose. Un tipo melancólico. Quería que le hablara de los hermanos Menéndez.

– ¿Los hermanos qué?

– Da igual. Había leído un artículo que publiqué en su día.

Pasó por delante de ella y regresó a la amplitud del estudio. Empezaba a hacer frío al tiempo que se adensaba la luz del crepúsculo y las sombras voluminosas, grises como la tinta aguada, se acumulaban bajo el techo inclinado. Siempre que estaba allí tenía la sensación de que debería agacharse bajo todas aquellas inclinaciones, todos aquellos ángulos, el gran ventanal de cristales hollinosos que le producía la impresión de una caída constante, hacia atrás, muy lenta. Alison le siguió.

– ¿No tienes frío? -preguntó él. Ojalá, se dijo, se vistiera. Necesitaba pensar con suma precisión, decidir qué debía decirle y, mucho más importante, qué era lo que no debía decirle de ninguna manera, y su desnudez era una fuente de distracción. Cuando aún era un adolescente en Dublín sólo de ver un pezón se le ponían las gónadas como los tambores giratorios de una máquina tragaperras-. ¿Qué ha dicho Cleaver de todo esto en ese blog que tiene? -le preguntó.

Alison fue a situarse ante la mesa y apretó una tecla del portátil.

– ¿Qué había llegado a saber Dylan Riley? -leyó-. ¿Por qué tuvo alguien la imperiosa necesidad de meterle un balazo en pierio ojo? Riley, un conocido investigador privado, apareció en su taller, en Vandam Street, el pasado martes, muerto y tirado de bruces encima de su MacBook Pro…

– No estaba tirado de bruces encima de nada -dijo Glass.

– … con la mitad de los sesos desparramados sobre la pantalla, lo cual a tenor de las circunstancias sin duda tiene que ser símbolo de algo. Como de costumbre, lo mejorcito de Nueva York se está rascando el cogote, o devanándose los sesos que les queden, tratando de dar con un quién y un porqué. La novia de Riley, Terri (con «i» latina) Taylor, dijo a la policía que bla, bla, bla. El Cuchillo de Cleaver ha recabado información fidedigna (esto es, los polis nos lo han dicho) y ha sabido que la última llamada telefónica que hizo Riley fue para ponerse en contacto con el señor John Glass, renombrado periodista de fama internacional y defensor de causas perdidas, quien, según ha querido un desdichado azar, actualmente se encuentra trabajando en una biografía o, mejor dicho, en la biografía de su señor suegro, magnate de la electrónica y antiguamente espía en nómina de la Compañía, el señor William Mulholland, «el Gran Bill». El Cuchillo de Cleaver por fuerza tiene que preguntarse si aquí no habremos entrado por pura inadvertencia en un laberinto de espejos… -dio la espalda a la pantalla. Glass estaba de pie junto a la cama, abotonándose la camisa. Ella se dirigió al lateral de la cama que ocupaba cuando estaban juntos y tomó del armario una prenda de seda para ponérsela, estudiando en todo momento a Glass con los ojos entornados-. ¿Qué fue lo que te dijo Cleaver cuando estuviste con él?

Él se agachó para ponerse los pantalones, y encogió un hombro a la defensiva.

– Poca cosa. Más bien quiso sondearme, sonsacarme información, seguramente para armar un reportajillo de ese tipo.

– ¿Y sabía algo de todo esto? -hizo una mueca sardónica-. De lo nuestro, claro está.

– Es probable. Te llamó a ti por pensar que tu número de teléfono era el mío. Lo obtuvo de Riley, cuyos archivos parece ser que dejaban mucho que desear en cuanto al orden.

– Entonces Riley sí sabía lo nuestro.

– Es obvio.

Ella rió un instante.

– ¿A ti te parece que hay algo obvio en. todo esto?

Él suspiró. Se sentía fatigado. Ojalá, se dijo, no hubiera oído nunca ese nombre, el de Dylan Riley, y en silencio maldijo a sus contactos, a quienes se lo habían recomendado. Iba a encender otro cigarro, pero Alison le pidió que se abstuviera.

– ¿Te importaría no fumar más? Esto ya apesta a tabaco.

Ella nunca fumaba en el estudio.

Devolvió el cigarro al interior del paquete con parsimonia, con resentimiento.

– Vámonos a comer algo -dijo él.

– Aún es pronto.

– Tengo hambre.

– No seas borde.

– No lo soy.

– Sí lo eres.

Así eran a menudo los diálogos entre ambos, al menos últimamente: la repentina arremetida, el latigazo de irritación, seguidos de un silencio del que salían chispas. Respiró hondo.

– ¿Adónde quieres que vayamos?

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