Benjamin Black - El lémur

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John Glass ha abandonado su carrera como periodista para escribir una biografía autorizada de su suegro, el magnate de la comunicación y antiguo agente de la CIA, Gran Bill Mulholland. Trabaja en un gran despacho en Manhattan y vuelve a casa (la mayoría de las noches) a los brazos de su rica y bella mujer…
Cuando decide contratar los servicios de un joven e insolente investigador, de asombroso parecido con un lémur, los turbios secretos de su familia política y, quizá, los suyos propios, amenazan con salir a la luz. Toda la cómoda existencia de Glass se tambalea, y acaba de derrumbarse con la muerte del Lémur: ¿quién lo mató?, ¿por qué?, ¿qué sabe?, ¿qué peligros acechan?

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– ¿Adónde vamos siempre? -ella se apretó con la mano la frente-. Ve tú a encontrar una mesa. Me visto y te sigo ahora mismo.

Él se volvió.

– Alison…

– ¿Sí? -respondió mirándole.

– Lo lamento.

Ella apartó la mirada. Una especie de vergüenza, un azoramiento casi embarazoso se apropió del espacio que mediaba entre los dos.

– Lo del asesinato de ese tío… -dijo ella-. ¿Tú crees que ha tenido algo que ver con tu suegro?

– La verdad es que no lo sé -necesitaba fumar con urgencia-. Espero que no.

– ¿Has hablado… has hablado con Louise de este asunto?

– Pues no, lo cierto es que no. A Louise no le suele interesar esta clase de cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– Que alguien a quien no conoce de nada resulte asesinado. Sus preocupaciones e intereses se mueven en una esfera limitada. Su cartera de activos. Conseguir la mejor mesa que exista en Masa. La calidad de la nieve que se espera este año en Klosters -no pudo parar-. El Fondo de Inversiones Mulholland. El futuro de su hijo. Que yo me lleve mi merecido.

Ella tensó los labios.

– Anda, ve a buscar una mesa -dijo.

Cenaron en el pequeño bistró a la vuelta de la esquina, adonde iban casi todas las veladas en que estaban juntos, que no eran demasiadas, y que" cada vez eran menos. No supo por qué Alison le aguantaba, porque él mismo no se hubiese aguantado. Supuso que se sentía sola, igual que él: dos exiliados procedentes de un pequeño lugar y embarrancados allí, en medio de una enormidad. La imagen que se había formado él de Estados Unidos era la de un búfalo que baja la testuz y se dispone a embestir, con la cornamenta de frente a la vieja Europa, y él un mero microbio encaramado en precario al formidable hocico del animal. Tal vez debiera en efecto volverse a su sitio, a Irlanda; tal vez debieran marcharse juntos los dos, o tal vez por separado, pero en todo caso marcharse.

Después de la cena pasearon hasta Washington Square. Había dejado de llover y la noche despedía una fragancia fresca y limpia. Glass recordó el encuentro que tuvieron allí mismo, un mediodía en pleno invierno, poco antes de Navidad, paseando envueltos en el aire cristalino de aquel rectángulo despoblado, bajo unos árboles espectrales, sin prisa y sin descanso. El tiempo transcurrido desde entonces parecía que fuera mucho más dilatado que los cuatro meses anteriores.

– Fue precisamente aquí, en la librería de Washington Square, en 1920 -le dijo-, donde el jefe de la Sociedad para la Prevención del Vicio, un fulano llamado Sumner, me parece, compró un ejemplar de Little Revino, en la cual se había publicado el episodio de Gerty MacDowell, del Ulises, y el tipo elevó una denuncia ante la policía, con lo cual desencadenó el juicio del libro por delito de obscenidad. Me juego cualquier cosa a que eso no lo sabías.

– Eres un pozo sin fondo de información -dijo Alison como si nada.

El aire se había suavizado con la caída de la noche. A Glass le encantaba la ciudad de noche, los destellos y relumbres que despedía, el sólido zumbido de la vida que seguía su curso por doquier, impasible, sin dejarse intimidar ante nada.

– ¿Qué piensas hacer -preguntó Alison- si descubres que ese asesinato tiene alguna relación con Mulholland?

– No pienso descubrir semejante cosa -dijo casi con un gruñido, extrañado de su ira. Respiró hondo-. Ya te lo dije: tiene que haber docenas de personas que se habrán alegrado de ver desaparecer a Dylan Riley. ¿Por qué piensas automáticamente que mi suegro tiene que estar implicado?

– Eh, ¿por qué te pones tan a la defensiva?

Él suspiró.

– No estoy a la defensiva. Lo que pasa es que estoy harto de verme sometido a un interrogatorio.

– Cuando viniste a verme después de que Riley te llamase por teléfono tenías verdadero pánico, ¿o es que ya se te ha olvidado? Estabas aterrado sólo de pensar en qué podía haber descubierto sobre lo nuestro. ¿De qué otra cosa estabas tan atemorizado, si no era de que pudiese irle con el cuento al Gran Bill Mulholland, y decirle que se la estás dando con queso a su hija? -lo tomó del brazo no con afecto, sino acercándosele como una asesina sigilosa, pensó él de repente, situándose de modo que pudiera clavarle la daga hasta la empuñadura-. Siempre le has tenido miedo -dijo-. Miedo de lo que podría hacerte, miedo de lo que podría quitarte. Eso te aterra.

Él hizo un alto, obligándola a detenerse a la vez. El cuadrado de cielo, por encima de ambos, despedía una luminiscencia anaranjada, enfermiza. Él respiraba con dificultad: un hombre acorralado.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que podría quitarme?

Ella no respondió en el acto. Siguió mirándole con media sonrisa, sardónica a su pesar, moviendo la cabeza despacio, de un lado a otro.

– Mírate bien -dijo-. Tú mira en qué te has convertido. Mira qué es lo que han hecho de ti.

Se soltó de su brazo con un gesto entristecido, aunque renunciando a él sin la menor flaqueza, y echó a caminar hacia Bleecker Street. Él la vio marcharse. Dos o tres sirenas de la policía ululaban a no demasiada distancia. Se dio cuenta de que debería seguirla, las sirenas a su espalda parecían un frenético apremio, y sin embargo no supo animarse a dar el primer paso. Al igual que tantas otras cosas, fine como si ella se alejase de él y descendiera una larga pendiente que se perdiese en la negrura.

10. El Gran Bill

Glass bajó del ascensor y entró en el apartamento; su mujer salió veloz de las sombras, como si quisiera impedirle el paso, y le preguntó en voz baja, tensa y contrariada, dónde se había metido, por qué llegaba tan tarde. Fue una pregunta retórica; sabía más o menos dónde había estado. Lo tomó del brazo de una manera muy similar a como lo hizo Alison O'Keeffe una hora antes, con urgencia, con decisión, sin cariño.

– Ha venido Billones, y quiere hablar contigo. Está cabreado con algo, lo sé con certeza -Glass no dijo nada. Podría haberse dado cuenta de que su suegro se encontraba en la vivienda. En el ambiente ocurría algo cuando el Gran Bill Mulholland ocupaba una parte del espacio. Avanzaron juntos; los tacones altos de Louise hacían un ruido seco en el parqué, que sonó de manera parecida a como habría sido si chasqueara la lengua. La luz era baja, sin que ninguna lámpara de techo estuviera encendida; todas las lámparas apantalladas proyectaban una luminosidad matizada y descendente, como en un gesto de deferencia ante la presencia del gran hombre.

Se encontraba sentado en un sillón de la sala, con una copa de cristal en alto, tan sólo un dedo de brandy en ella, y contemplaba las ambarinas profundidades del licor con un ojo entornado, dejando ver su perfil de ave rapaz. A sus setenta y muchos años de edad seguía siendo un hombre de una apostura imposible, con la cabeza de un atleta de la antigua Grecia, rematada por un gran penacho erguido de cabello oscuro, sin teñir. Sólo al volverse fue visible el único defecto de su belleza viril: sus ojos, con un extraordinario parecido a los de su nieto, se hallaban demasiado juntos, lo cual le daba el aire de hallarse perpetua, mezquinamente sumido en algún cálculo complejísimo, artero, maligno.

– Ah, John -dijo explayándose-. Por fin apareces, hombre -sin levantarse del sillón, tendió a Glass una mano esbelta, bronceada, de manicura perfecta. En el meñique lucía un anillo de rubí, un sello; en la otra mano, con la que sujetaba la copa de brandy, llevaba una fina alianza de oro-. Ya nos estábamos preguntando dónde te habrías metido.

Glass estrechó por un segundo la mano firme y seca, y tomó asiento en el sofá blanco, de frente a su suegro. Se percató de que Louise, como si flotase, se encontraba a su espalda, en la tenue penumbra. Se preguntó por un momento si tal vez no estaría haciendo señas a su padre. Mulholland lo miró con afecto aparentemente hondo, con una sonrisa deslumbrante, inconfundible, asintiendo al tiempo, como un caudillo que desde un balcón concediera su aprobación imprecisa a la muchedumbre de sus súbditos, congregados a sus pies.

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