Benjamin Black - El lémur

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John Glass ha abandonado su carrera como periodista para escribir una biografía autorizada de su suegro, el magnate de la comunicación y antiguo agente de la CIA, Gran Bill Mulholland. Trabaja en un gran despacho en Manhattan y vuelve a casa (la mayoría de las noches) a los brazos de su rica y bella mujer…
Cuando decide contratar los servicios de un joven e insolente investigador, de asombroso parecido con un lémur, los turbios secretos de su familia política y, quizá, los suyos propios, amenazan con salir a la luz. Toda la cómoda existencia de Glass se tambalea, y acaba de derrumbarse con la muerte del Lémur: ¿quién lo mató?, ¿por qué?, ¿qué sabe?, ¿qué peligros acechan?

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Glass entró en la cocina a buscar un café y una tostada, pero allí estaba Clara, que insistió en ser quien le preparase el desayuno. Se quedó apoyado en la nevera fingiendo leer las páginas de deportes del Daily News. Louise ya había desayunado y se había marchado; tenía una reunión en Naciones Unidas con alguien de la UNESCO. Glass se preguntó sin mucho afán si su esposa se reuniría alguna vez con alguien que no fuese de veras importante. Furtivamente miró a Clara trajinar en la habitación sin ventanas. No sabía casi nada de su vida. Su familia era del Caribe. ¿De Puerto Rico, o tal vez de la República Dominicana? No se acordaba. Según Louise, tenía novio, pero por el momento no habían visto ninguno de los dos al fantasmagórico amante. ¿A qué se dedicará por las tardes, se preguntó, encerrada en la habitación del servicio, junto a la cocina? Supuso que a ver la televisión. ¿Leía? En cuyo caso… ¿qué podía leer? No se la imaginaba leyendo. Le llamó la atención que, para ser periodista, sintiera muy poca curiosidad por los demás, por lo que pensaran, por lo que sintieran. Dylan Riley, por ejemplo: ¿qué sabía de él, quitando que parecía un lémur y que no se aseaba con la frecuencia que debiera? Tal vez ésa fuera la razón de que hubiese abandonado el periodismo, pensó, porque en el fondo tenía una preocupación mínima por los seres humanos. Eran los acontecimientos lo que le interesaba, las cosas que estuvieran sucediendo, y no las personas que tomaran parte en ellas.

Clara le sirvió el café.

– Fuerte de verdad, señor Glass, como a usted le gusta -sonrió con un destello de sus dientes blanquísimos. La tostada tenía la textura de un trozo de estuco de París abrasado.

El día estaba fresco, borrascoso, y la luz del sol difundía un tinte de limón. Tomó un taxi para ir a la Calle 44 a echar un vistazo al correo. Como de costumbre, no había recibido nada. Se sentó con los pies sobre la mesa y las manos en la nuca a estudiar el cielo, o al menos lo que alcanzaba a ver del cielo entre los edificios aglomerados. Creyó que veía incluso el viento, las tenues estrías como restregaduras grabadas en el límpido azul. Ojalá pudiera sentir, se dijo, algo sólido, algo auténtico sobre el asesinato de Dylan Riley: ira, indignación, una comezón de curiosidad incluso. Pero todo lo que acertó a pensar fue que Riley estaba muerto, ¿y qué más daba quién lo hubiera matado?

Entonces recordó algo y bajó los pies de la mesa para alcanzar el teléfono, a la vez que pescaba la tarjeta de visita del capitán Ambrose que guardaba en la cartera.

Cuando dijo quién era, el policía no pareció sorprenderse. ¿Estaría mirando ese mismo celaje, ese azul a franjas desiguales?

– ¿A quién más había llamado Dylan Riley? -le preguntó Glass-. Antes de llamarme a mí, quiero decir.

Oyó una respiración rara en la línea, qué podría haber sido una risa apagada.

– Llamó a mucha gente -respondió el policía-. ¿Piensa usted en alguien en particular?

– No, lo que quería saber es si tiene usted registrados todos los números marcados desde su teléfono, si los ha identificado todos.

– Claro, los hemos registrado. Su novia, su experto en higiene dental, su madre, que vive en Orange County, Florida» Y usted.

– ¿No llamó a nadie más de mi familia? ¿No llamó a mi suegro?

– ¿Al señor Mulholland? No. ¿Por qué? ¿Piensa que podría haberle llamado por esa investigación que pretendía encargarle usted?

– Le dije expresamente que no lo hiciera.

– Usted dijo que el señor Mulholland no estaba al corriente de que usted pensaba encargarle a otra persona que se pusiera a husmear en su historial.

Glass cerró los ojos un momento y se apretó con el dedo índice la frente.

– Ya se lo dije: al final no llegué a decidirme, no supe si iba a contratar a Riley o si no.

– Cierto. Eso me dijo, lo recuerdo -se hizo el silencio, que zumbó en el oído de Glass-. Es a usted a quien llamó -dijo el policía- . En dos ocasiones. Por eso le pedí que viniese a verme. Usted era el único, de todas las personas a las que llamó, que no encajaba. Era el único que no encajaba con el resto: su novia, su dentista o su madre -nueva pausa-. ¿Hay alguna cosa que desee decirme, señor Glass? ¿Algo tal vez acerca del señor Mulholland?

– No -dijo Glass, y expulsó el aire-. Sólo tenía curiosidad.

– ¿Y tal vez también inquietud?

– ¿Inquietud?

– O preocupación. Por saber si Riley tal vez hizo saber a su señor suegro que usted había contratado, o que estaba pensando en contratar a un fisgón.

– No -dijo Glass, y dio un tono neutro a su voz-. No estaba inquieto. Ni preocupado.

Se dio cuenta de que el capitán estaba pensando, sopesando las posibilidades.

– El señor Mulholland y yo tenemos un acuerdo. El confía en mí.

Volvió a oír un ruido que le pareció una risa contenida.

– Pero usted no le había dicho nada de Dylan Riley.

– Lo hubiera hecho… llegado el caso -dijo Glass con el mismo tono neutro, apagado.

– Claro, señor Glass. Sin duda lo hubiera hecho… a su debido tiempo.

Cuando colgó, permaneció un buen rato tamborileando con los dedos sobre la mesa y mirando sin ver lo que tenía delante, procurando concentrarse en sus pensamientos. Aún tenía la cabeza nublada, con los restos de los sueños olvidados de la noche anterior. Tomó el teléfono y llamó a Alison O'Keeffe para proponerle que almorzase temprano con él. Ella le dijo que estaba trabajando, pero él insistió y ella cedió al final, como él sabía que había de ser. Llamó por teléfono para reservar una mesa en Pisces, un restaurante pequeño, especializado en pescados, en Union Square. Había sido uno de sus sitios preferidos en los primeros tiempos de la relación. Como Marios, empezaba a estar de moda, lo cual resultaba deprimente, y a Glass le inquietó que algún día apareciese Louise con alguno de los gerifaltes con los que se codeaba, y que lo encontrase con Alison en la acogedora mesa que ocupaban. Sería un mal trago.

No había hablado con Alison desde el día anterior. No le agradaba pensar que ella pudiera estar implicada, aunque fuese de manera periférica, en el asunto de la muerte de Dylan Riley, y lamentaba de hecho haberle hablado de Riley. Aún no era capaz de pensar en cómo se habría enterado Riley de su historia con Alison; suponía que era un ingenuo por haber supuesto que Nueva York era grande e impersonal en la medida suficiente para entablar una historia de amor sin que nadie se enterase.

En el restaurante se sentó de espaldas a la pared, atento a la puerta, impaciente consigo mismo por el nerviosismo que sentía. ¿Y si realmente apareciese Louise y lo encontraba con Alison? No eran lo que se dice unos niños; estaban cada uno al corriente de la vida que llevaba el otro. Era probable que si apareciera se limitase a otear el local de un vistazo, como hacía siempre, y que pasara con la mirada por encima de la feliz pareja antes de ocupar la mesa más alejada de ellos que pudiera.

En su honor, Alison se había cambiado el blusón de pintora por una falda y una blusa de seda azul. Cuando le besó, él captó tras su perfume un débil olor a pintura acrílica, un olor que siempre le recordaba los juguetes nuevos que le regalaban por Navidad. Aguardó a que ella hablase de Dylan Riley, pero no lo hizo; seguramente no había visto las noticias sobre su muerte. Llevaba el cabello recogido, tenso, sujeto en la base del cuello por una goma elástica. Ella le tocó la mano, sonrió y le preguntó qué celebraban.

– Nada -respondió él-.Nosotros.

Ella asintió con gesto de escepticismo y sin dejar de sonreír con las pestañas entornadas; sabía cómo era Glass en lo tocante a la espontaneidad.

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