Benjamin Black - El lémur

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John Glass ha abandonado su carrera como periodista para escribir una biografía autorizada de su suegro, el magnate de la comunicación y antiguo agente de la CIA, Gran Bill Mulholland. Trabaja en un gran despacho en Manhattan y vuelve a casa (la mayoría de las noches) a los brazos de su rica y bella mujer…
Cuando decide contratar los servicios de un joven e insolente investigador, de asombroso parecido con un lémur, los turbios secretos de su familia política y, quizá, los suyos propios, amenazan con salir a la luz. Toda la cómoda existencia de Glass se tambalea, y acaba de derrumbarse con la muerte del Lémur: ¿quién lo mató?, ¿por qué?, ¿qué sabe?, ¿qué peligros acechan?

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Glass se oyó tragar saliva.

– ¿Relación?

– Sí, qué relación tenía él con usted, o usted con él -seguía frunciendo el ceño mientras miraba la taza de café, como si allí mismo, grabada en la espuma, pudiera presentarse en cualquier momento la respuesta-. ¿Por qué le llamó él por teléfono?

– Como ya le he dicho, estoy escribiendo una biografía del señor Mulholland.

– Una biografía. Ya.

– Y Dylan Riley es… era un investigador. Yo le había contratado. Mejor dicho, estaba pensando en contratarle para que trabajase conmigo en el libro.

– Ya -volvió a decir el policía-. Ya me lo imaginaba, tenía que ser eso.

A lo cual siguió una larga pausa.

A lo largo de su vida, John Glass había experimentado el miedo en muchas ocasiones. Una vez, en un avión que sobrevolaba Líbano bajo el fuego de los misiles antiaéreos de las baterías israelíes, poco le faltó para cagarse encima. Fue un momento de humillación y escarmiento que nunca olvidaría, ni podría perdonar nunca. Lo que sintió en esos momentos no fue miedo, no exactamente. Aún notaba la boca seca, pero tenía en las tripas, en lo más profundo, la sensación de que era tanto por emoción como por ansiedad. De un modo extraño se encontraba transido, y se dio perfecta cuenta: le emocionaba estar allí, envuelto en un asesinato, sometido a interrogatorio por aquel peculiar agente del orden, y le emocionaba de algún modo que al cabo de todos aquellos meses pudiera afirmar con todas las letras que por fin había llegado a Nueva York, a una ciudad tan vivida, tan violenta, tan asesinamente viva. Se acordó de una frase de Emerson a propósito de la muerte y de cómo pensamos en ella: «Allí al menos existe una realidad que no nos ha de eludir».

Dio un sorbo del café solo, amargo.

– ¿Dónde vivía? -preguntó-. Me refiero a Dylan Riley.

– En el SoHo, cerca del río. Tenía una vivienda en un almacén de Vandam Street, estaba lleno de artilugios de vigilancia. ¿Se acuerda de Gene Hackman en La conversación. Sospecho que nuestro amiguito era un cinéfilo realmente muy activo.

– Tengo entendido que era muy bueno en lo suyo.

– No me diga… ¿Y quién lo dice, por cierto?

Glass se retrajo en el acto, como un caracol al que acabasen de rozar.

– Personas que conozco. Periodistas. Así me enteré de su existencia.

El capitán había sacado un encendedor metálico, gris plomo, y le daba vueltas entre los dedos. ¡Un fumador, un compañero de fatigas! Glass experimentó una descarga de calor fraterno por esa figura larguirucha, enjuta, con pinta de santo varón. Ambrose lo vio mirar con avidez el encendedor y sonrió.

– Lo he dejado hace seis meses. Es decir, más o menos cuando llegó usted a nuestra bella y portentosa ciudad -se movió de lado en la silla para tener más sitio y estirar las piernas. Detrás de la barra, la máquina del café expreso empezó a silbar como una caldera industrial; tuvo que levantar la voz para hacerse oír-. Mi problema, señor Glass, consiste en que alguien le ha pegado un tiro al tal Dylan Riley, lo cual significa que alguien tenía un motivo para pegarle un tiro, y yo no sé cuál podría ser ese motivo. Era un investigador, dice usted, pero a juzgar por el aspecto del almacén en que vivía era mucho más que eso, o aspiraba a ser mucho más -tomó la taza vacía y miró al interior como si le invadiera la nostalgia, como si ya nunca más fuera a tomarse una taza de café. Tenía los párpados caídos-. Se trata de secretos, señor Glass -añadió-. Secretos peligrosos.

Se hizo un nuevo silencio entre ambos. El policía mantuvo la mirada baja, como si meditase sobre los males de este mundo.

– No creo -dijo Glass, y midió sus palabras*- que yo pueda resultarle de gran ayuda, capitán. No conocía a Dylan Riley, no al menos en el sentido en que usamos el verbo «conocer».

Alzó de golpe los párpados, oliváceos y más oscuros que el resto de la piel, y lo traspasó con una mirada húmeda, castaña, brillante.

– Pero usted llegó a verle -no fue una pregunta.

– Sí, yo… él, esto es, él vino a mi despacho, y hablamos de la posibilidad de que trabajara conmigo en el libro. No llegamos a ningún acuerdo.

El policía no le quitaba el ojo de encima.

– ¿Qué clase de investigación habría querido que hiciese para usted en caso de haber «llegado a un acuerdo»?

La necesidad de fumarse un cigarro estaba poniendo a Glass más nervioso aún.

– Pues… más bien algo muy general. Fechas, lugares, personas a las que hubiese visto el señor Mulholland, el dónde, el cuándo. Esas cosas que es necesario conocer con precisión.

El capitán abrió la tapa del encendedor, pero no prendió la llama. Glass apreció un difuso olor a gas que emanaba de la cápsula, o tal vez imaginase haberlo captado, y sus ansiosos nervios aún cedieron otro poco más a la tensión.

– El señor Mulholland -dijo el capitán- es un hombre francamente interesante. Quiero decir que ha llevado una vida francamente interesante. Algunas cosas habrá en su pasado, digo yo, sobre las que no pueda usted escribir ni palabra.

– En el pasado de todos nosotros hay cosas que no aguantarían si salieran ala luz del día.

El policía soltó una risa grave, despectiva.

– Pero eso no es lo mismo, ¿verdad? Lo que quería decir es que el señor Mulholland muy probablemente tenga secretos que no es posible permitir que vean la luz del día. Sobre todo si se tiene en cuenta a qué se dedicó antes de crear Mulholland Cable.

– En ese caso me temo que estoy perdiendo el tiempo.

No pareció que su sentenciosa observación precisara de comentario, por lo que de nuevo cayó el silencio sobre ambos, un silencio incómodo, levemente rencoroso. Glass estaba calculando el número de mentiras que a lo largo del día había dicho al agente de policía. O no, tal vez no fueran mentiras en el sentido más estricto, el sentido que podrían haber atribuido a la palabra, sin duda con insistencia, los jesuitas del colegio de Saint Peter, en Jersey City, si bien eran énfasis desplazados de lugar, informaciones estratégicamente no reveladas. ¿Cómo se decía aquello? ¿Pecados de omisión? Sí, desde luego. Con todo, no le correspondía a él incriminarse. Se detuvo a meditar ese pensamiento. Incriminarse… ¿en qué? Él no había disparado contra Dylan Riley. Todo lo que pretendía era encubrir la posibilidad, la inequívoca posibilidad de que lo que hubiese averiguado el Lémur fuera en efecto la aventura amorosa que tenía Glass con Alison O'Keeffe, y de que en efecto se hubiera dispuesto a chantajear a Glass amenazándole con descubrirles todo el pastel a su esposa y a su suegro. ¿Qué hombre, qué marido, por más distanciado que estuviera de su esposa, no querría impedir a toda costa semejante revelación y preservar incólume el acuerdo que tan buenos réditos había prestado a todos durante tanto tiempo? Asimismo, aun cuando pudiese negar el pensamiento, estaba el millón de dólares…

– Una vez leí un artículo que escribió usted -dijo el capitán-, una cosa en una revista, no sé cuál, acerca de los hermanos Menéndez -Glass se quedó mirándole, y el capitán movió sus hombros de espantapájaros en una parodia de timidez llena de orgullo-. Pues sí, ¿qué pasa? Yo también leo, y sin necesidad de mover los labios -volvió a remover el café-. Era un buen artículo, Lyle y Erik Menéndez. Vaya par de piezas. ¿Los llegó a conocer en persona?

– Sí, claro.

– ¿Y?

– Un par de piezas.

El capitán rió por lo bajo, y apartó la taza antes de levantarse. Salieron juntos hacia la puerta. Glass sacó la cartera, pero el policía levantó una mano.

– Nosotros no pagamos aquí -dijo con un gesto pétreo-. Un chanchullo. ¿O es que no ha oído hablar de los polis de Nueva York? -acto seguido sonrió-. Era una broma. Tengo cuenta abierta en el local.

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